Dylan






Por Andrés Hoyos

La literatura, que en mi parcializada opinión es la más poderosa de las artes, puede mirarse desde muchas ópticas —la nacionalidad del autor, su época, el movimiento estético al que pertenece—, pero enfoquémonos en dos: la restrictiva, según la cual hacen parte de ella los narradores, los ensayistas y los poetas de texto desnudo, a los que se agrega el teatro quizá para no cometer la enormidad de excluir a Shakespeare, y la expansiva, que dice que el centro de gravedad de la literatura son las palabras, se refieran a lo que se refieran y vivan donde vivan.

La Academia Sueca se ha inclinado últimamente por la óptica expansiva, como lo demuestran los galardones otorgados en 2015 y 2016. El primero fue para Svetlana Alexiévich, quien es en esencia una periodista, y el segundo fue para Bob Dylan, cantautor de cantautores. Este premio no solo lo recibe él, sino que es un Nobel de rebote para Cole Porter, Leonard Cohen, Jacques Brel, Georges Brassens, Lucio Dalla, Carole King, Tom Waits, Joni Mitchell, Paul Simon, James Taylor y Chico Buarque de Hollanda, para no hablar del notable destacamento de quienes escriben y cantan en español, digamos Serrat, Sabina o Calamaro.

Es difícil sobreestimar la influencia que Dylan ejerció sobre quienes fuimos llegando a la vida consciente después de que estos jóvenes hoy viejos dinamitaron las certidumbres del decoro a partir de 1960. La música rock, con sus múltiples ramificaciones y afinidades, entrañaba una revolución estética de grandes proporciones e implicaba un vuelco radical en las costumbres, pero sin palabras aquello podría haber quedado atrapado en el limbo. Dylan no fue el único músico poeta de su tiempo, claro que no. Vienen a la mente John Lennon, Paul Simon y Mick Jagger, entre muchos, si bien es imposible disputarle al chico de Doluth, Minnesota, el título de oráculo mayor, pues su voz fue clave a la hora de desbaratar la primorosa entelequia bienpensante que se armó en Estados Unidos tras el triunfo de los aliados en la Segunda Guerra Mundial.

Tanto es así que la ideología conservadora se ha ensañado contra estos años 60 y sus protagonistas, sobre todo desde que Ronald Reagan fue elegido presidente de Estados Unidos en 1980. Los blancos cristianos de diferentes denominaciones han querido recuperar el terreno para la intransigencia religiosa, para el capitalismo salvaje en el que solo cuentan los ganadores y para el racismo vergonzante. Trump en últimas está en campaña contra estos años 60 de los que Dylan es el principal símbolo. Así, el Nobel puede leerse otra vez en clave política.

Es necesario aclarar, sin embargo, que la finalidad de esta poesía fue política solo accidentalmente. Su fuerza mayor consiste en iluminar la condición humana por un camino alejado de los rebaños, singular, individualista, en ocasiones solitario y con frecuencia trágico. La gran poesía permite, como nada más en la literatura, que establezcamos con ella una relación personal, única. Si alguien pensaba que las canciones de Dylan le hablaban solo a él, que no se preocupe, yo pensaba lo mismo.

Cualquiera que tenga dudas sobre la potencia poética y narrativa de Dylan hará bien en escuchar “Lily, Rosemary and the Jack of Hearts”, de preferencia en la versión de Joan Báez, su primera y una de sus mejores intérpretes. Las dudas volarán como sopladas por el viento. Dylan quizá no sea hoy el que fue hasta 1975, pero nadie le quita lo cantado.

andreshoyos@elmalpensante.com, @andrewholes


Comentarios