La virtualización de la vida permite
comunicarse a uno mismo casi sin límites. Uno de los efectos secundarios
menos deseables, acaso, pero completamente inevitable de tal
megacomunicación, es el efecto de transparencia respecto de los contenidos
del yo. El yo, primero deseable, luego misterioso, más tarde torpedeado a
través de múltiples críticas y finalmente desenmascarado en su promedial
carácter aburridísimo, está ahí despanzurrado online y solo sirve ya pa’
juntar moscas. La progresión —históricamente vertiginosa porque llevó nada más
que dos siglos— es interesante cuando se piensa la relación que
pueda tener con una de las prácticas que fuera nave insignia del “yo
moderno”: escribir.
Escribir no guarda ninguna relación exclusiva o
necesaria con el yo moderno. Se escribe hace milenios, y se seguirá
escribiendo. Solo que a menudo se confunde, con el escribir a
secas, esa breve etapa histórica en que escribir se reducía a escribir desde
el punto de vista del yo moderno —es decir, autocentradamente,
exhibiendo originalidad, y con cierta pavorrealista adoración de la propia
forma, puesto que “el estilo es el hombre”.
Es claro que la idea del escritor no se ha
incorporado a la comunicación igualitaria de la red con todos los tics de su
historia más o menos reciente. Pero la cosmética virtual del escribir, su
gesticulación, al menos en los espacios más masivos, sigue siendo
irremediablemente “moderna”: un yo “comunica” “su” experiencia, creyendo que
puede interesarle a alguien —y es sabido que la experiencia ajena (que en
general es la de todos), salvo que se la procese muchísimo en base a poderes
extraños y esotéricos, es lo más aburrido que existe.
De modo que, si bien escribir se viene liberando
más y más de los tics de la modernidad, la parafernalia que rodeó al escritor
moderno puede ser copiada fácilmente. Acabado el escribir moderno, continúa
no obstante viviendo una representación tradicional, conservadora y
precodificada del “escribir”, como algo supuestamente cultivado por quien
seguiría cumpliendo, desde su gesto, con los supuestos rituales del supuesto
ambiente “literario”. El proceso no es nuevo ni exclusivo de la comunicación
virtual. Hubo un tiempo, por ejemplo, en que los códigos de la bohemia que
siempre rodeó a la creación genuina se hicieron la moneda de curso para
crearse una carrera, la cual a veces —por una cuestión estadística— terminaba
careciendo de obra. Ese tiempo coincide con el ascenso de una de las últimas
fases de la modernidad, la que se desata a fines del siglo XVIII en unas
pocas ciudades europeas.
Instruirse en la existencia del yo
Johann G. Fichte, hombre
entusiasta, sonoro y agotador, es posiblemente el primer filósofo realmente
vocacional de la noción , por entonces recientemente formulada, de un yo
verdaderamente soberano, entidad que pronto practicarían, con menos teoría,
los primeros románticos ingleses como Byron o Shelley. Rüdiger Safranski
cuenta en su entretenida historia del romanticismo alemán que, en Jena,
Fichte “incitaba en clase a sus alumnos a que miraran la pared de enfrente.
“Señores, piensen la pared”, decía, “y luego piens
en en sí mismos como
distintos de la mirada a la pared”. Lo sorprendente es que, en aquellos
tiempos inaugurales del yo moderno, a la mayoría de los estudiantes, no
instruidos suficientemente en la novedad, “no les llamaba la atención el
propio yo”. Fichte observó una vez que era “mas fácil hacer creer al hombre
que es una porción de lava de
la Luna, que inducirlo a tenerse por un yo
vivo”. Indudablemente, los intentos de Fichte y tantos otros fructificaron
masivamente, considerando lo difícil (o “autoritario”) que sería hoy incitar
nuevamente a un estudiante a que se dedique a mirar la pared: a ningún yo
contemporáneo que se precie le gusta que, en clase, lo inciten a nada. En
cualquier caso, los románticos fueron los primeros científicos del yo
moderno, en el sentido de que lo sometieron a todos los experimentos
imaginables y anotaron con entusiasmo cada una de sus reacciones. No hubo
tortura que no fuera autoinfligida, sustancia no probada, viaje no hecho ni
intento de ser alguien distinto cada día que no se apurase, y el resultado
fue una general insatisfacción, siempre renovada o corrida un paso más
adelante, una descreencia completa en cualquier nueva posibilidad, una
evolución del arte que se convirtió en algo muy parecido a una carrera
armamentista, y la demolición de la filosofía de búsqueda de la “verdad” —puesto
que nada hay como algo cierto para que cualquier yo que se precie se dedique
empeñosamente a buscarle ángulos desde los cuales resulte falso— lograr
lo cual se considera, curiosamente, un triunfo para el yo.
La cosmovisión romántica dio también modelos de
sociabilidad que se repetirían. La aristocrática institución del salón
literario antecede y prefigura al café, lo mismo que las obras a pedido antes
prefiguraron a las obras de autor; el café general e irrestricto es, así, una
conquista de la ciudad moderna, que se quiso democrática. Un lazo histórico
entre el escritor “moderno” y la virtualización del mismo es precisamente el
café, la rueda de café para ser más específico. El café literario, ya casi extinto,
durante casi dos siglos proveyó una serie de ventajas para hacerse un nombre
literario que ahora, traducido a símbolos y códigos meramente escritos, puede
formar parte del aura de la representación del escritor en lo virtual, siendo
que el histórico café —un espacio público, abierto, de libre intercambio
de ideas sin compromisos ulteriores— es uno de los modelos obvios
para la sociabilidad virtual. El café —igual que la red— no
obliga a nadie a exhibir ninguna obra acabada, lo cual garantiza el requisito
elemental de poder incluso convertirse en escritor sin tener necesidad de
realizar la escritura de al menos algunas cosas exigentes. Basta con tener un
aspecto impresionante (o al menos extraño) en algún sentido y ser capaz de
usar la voz —o la escritura. Algunas referencias indirectas
ayudan. La sociabilidad del café es, además, propicia a pequeños proyectos —un
“ciclo de poesía”, o “una editorial” se cuentan entre los más conmovedores.
La rueda virtual de “escritores” cumple ahora con creces la misma función. De
aquella actitud proactiva de los intelectuales del café histórico, a algún
mamarracho local patrocinado por el Estado uruguayo en alguna de sus
variantes hay un paso chico, que se da a menudo. Testigo son las miríadas de
ciclos literarios y espacios hoy existentes en las diecinueve capitales —religiosamente
promovidos en Facebook—, las casi infinitas ediciones de autor que obturan el
espacio y el tiempo, y el goteo de dineros generales hacia una floración
descontrolada de premios y concursos. Ganar una mención en el Primer Concurso
de Poesía Joven de la Asociación de Rematadores o ser invitad@ al “Vigésimo
Encuentro de Escritor@s del Lago de la Amistad, Guatemala”, por decir algo,
son acontecimientos muy mencionables en la red, y se recabará aprobaciones en
proporción directa a la aprobación personal del ganador, y en proporción
inversa a la frecuentación, por alguien desconocido y sin compromisos con el
autor, de la obra premiada. No está de más que el autopromovido exhiba algún
indicio de bohemia, pero discreto, porque la bohemia práctica no siempre es
bien vista por escasamente ecológica; o, al menos, exponga alguna rareza —no hay
nadie que no tenga una cantidad de ellas, lo cual no parece hacernos dudar,
curiosamente, de su carácter mismo de rareza. El sufrimiento personal, así
como un interés en lo espiritual y esotérico, si se insinúa pero no se
concreta, ayuda también.
De la autodestrucción
Todo lo anterior acerca del rol del café como
espacio —real o
virtual— para la
superchería literaria y como pilar de la construcción de una imagen pública
de “escritor” se escriba o no, fue extraordinariamente demostrado por los
franceses, que inundaron el mercado editorial de poesías extrañas salidas de
los cafés a mediados y fines del siglo XIX. Había entre ellos algunos
escritores espléndidos y hace mucho obvios, como Rimbaud o Baudelaire, y
muchos otros menos conocidos que cubren el arco entre simbolismo y
decadencia, como Tristan Corbière, Gustave Kahn, Villiers de l’Isle Adam,
Jules Laforgue, Lautréamont, Jean Moréas o el casi invisible Albert Samain.
Baudelaire, sobre todo, además del primero de todos ellos, había comprendido
algo fundamental cuando entró en contacto, siempre a distancia y mediado por
papeles, con Edgar Allan Poe, y jugó un rol clave en la transmisión de
supuestos culturales que, muy desleídos por el manoseo del tiempo, inundan la
imitación masiva de la literatura que, junto con la literatura, ocurre en la
red. De aquella pareja americano-francesa viene directamente el arquetipo del
escritor autodestructivo que formó parte sustancial de la saga moderna y que
llegó, muy desmejorado, a la parodia virtual del “ser escritor” hoy.
Poe, que además era un extraordinario escritor,
fue uno de los bohemios borrachos y autodestructivos más genuinos que hayan
existido. Cuando finalmente parecía que iba a encontrar alguna clase de estabilidad
emocional, o al menos protección, uniéndose a una u otra de las señoras
espléndidas que siempre le fueron gentiles, Poe hacía algo equivocado —pero extraordinariamente
equivocado— de modo de destruirlo todo y volver a una soledad
que, aun cuando estaba casado, quería más que a nada.
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Es sabido que mucho poeta genuino, y mucha más
gente que no lo es, precisa vivir en estado de idealidad, es decir, en estado
de frustración permanente con el mundo real, que es torpe e imperfecto —imperfección
que se pone de manifiesto siempre de modo especialmente notable en cuestiones
amorosas. La espléndida Sarah Helen Whitman, una poeta y viuda, de Providence,
Rhode Island, quien hacía poco (estamos en 1848) había cometido la
imprudencia de enviarle a Poe —alguien conocido ya en el país entero para
entonces— un poema
para San Valentín, resumió así esa nostalgia de completad en un poema que le
envió a éste: “I dwell with ‘Beauty which is Hope’”. Cuando la belleza
se convierte en esperanza en la que uno puede habitar, tenemos la garantía de
que nada existente va a funcionar nunca, porque compite con fantasmas, que
son por naturaleza superiores. A Poe el cambio inesperado de afectos
pareciera que se le aparecía, si no menos doloroso, al menos más adecuado a
la consecución obsesiva de su propio yo. Por ejemplo, Poe consideraba
proponer matrimonio a Elmira Royster, cuando justo golpea a su puerta el
cartero, con una misiva de Sarah Whitman; Poe cambia entonces de dirección, y
emprende viaje a Providence (estaba en una etapa de viajes, luego de haber
dejado su última casa estable en una zona rural de New York, donde el
invierno del año anterior había muerto su esposa Virginia).Después de una
incesante temporada de conquista en la citada ciudad de New England, en donde
propuso matrimonio a la vez a Whitman y a Richmond, a ésta, por carta
—luchando contra la oposición de la familia de Whitman, y sin tener en cuenta
que la familia de Richmond vivía, precisamente, en Providence, desde donde
mantenía informada a su hija de todos los detalles de lo que estaba haciendo
Poe— Whitman
aceptó casarse inmediatamente pero con la condición de que Poe dejase
de beber. Al día siguiente Poe bebió en público, aunque consiguió que su
reciente prometida le perdonase esto; al tercer día (la boda se celebraría
esa misma semana) Poe fue a la biblioteca pública con Whitman, y a ésta se le
entregó en la mano, por parte de alguien no especificado (pero fue algo
probablemente instigado por Poe mismo), una carta anónima que relataba todas
las acciones de Poe, sus múltiples compromisos simultáneos, sus excesos de
todo tipo. Esto rompió el compromiso, y un Poe destrozado que se había
arrojado de rodillas frente al sillón donde yacía Sarah, quien se había
dopado con éter, fue echado a patadas de la casa de su ex prometida, y ese
mismo día se fue de Providence, a donde nunca volvería. Poe había entendido
perfectamente el axioma fundamental del romanticismo, pues, en esa
consecución frenética de su yo, incorruptiblemente solo en su búsqueda en
espejo. En correspondencia con un reverendo de la iglesia, nada menos,
afirmó: “Mi naturaleza entera directamente se revuelve ante la idea de
que pudiera haber algún Ser en el Universo superior a mí mismo”.
Baudelaire, a su turno, vio lo fundamental del
experimento existencial de Poe, arjé completo y realizado por vez
primera del poeta decadente moderno, y procedió a tematizarlo. En varios
ensayos (como los que dedicó a Poe, o como el famoso “El pintor de la vida moderna”),
así como en sus poemas, se convirtió acaso en el primer constructor
sistemático de la imagen del poeta tal como aun en general se la supone, sin
decirla explícitamente —esa imagen de poeta, artista o intelectual que
aun trabaja en las redes sociales contemporáneas. Contribuyó Baudelaire
también alguna tematización, al estilo de lo que varios ingleses estaban ya
haciendo, de drogas, paraísos artificiales y ciencias ocultas; también se
encargó de meter en el Olimpo de las categorías ya ensayadas a algunas que
resultan fundamentales en el repertorio de todo yo antiguo o moderno
contemporáneo pretendidamente harto del mundo —verbigracia, el spleen.
Hombre de mucho talento, llegó a algunas formulaciones sintéticas. Por
ejemplo, en sus Diarios íntimos (cuya primera traducción castellana
hay que agradecer a Rafael Alberti, que la hizo en 1947 en la playa de Punta Fría,
Uruguay), el cuaderno titulado “Mi corazón al desnudo” abre así: “Sobre la
evaporación y la centralización del yo. Todo consiste en eso”.
Tal figura bohemia, sufriente, del artista e
intelectual “moderno”, puede ser emocionalmente inconsistente y traicionera,
pero viene sublimemente dotada para tocar esa forma perfectamente irreal que
siempre puede a las criaturas terrenales. El esquema propagandístico de la
bohemia se benefició con abundancia, pues, de Baudelaire y de su
interpretación de Poe, y proliferó en el Barrio Latino en una tropa de
nombres que solo existen en las historias literarias. Ganaron su rol como
polizones en el barco letrado, pero difícilmente se los pueda leer. Los
poetas sudamericanos, que se comunicaban con el mundo a través de letras
escritas, conocieron sus nombres y a veces los repitieron como si fuesen
alguien, porque esos nombres eran la contraseña de la cultura contemporánea
de entonces. Hoy que las obras están todas a disposición de quien las busque,
es sorprendente —como pasa con algunos nombres de poetas siempre
promiscuos en las historias de la literatura uruguaya, por cierto— el
carácter de poca cosa y de nada que sus flaquísimas “obras” exhiben. Pero
compartieron el café, en distintas temporadas, con Baudelaire, Rimbaud,
Verlaine o Villiers de l’Isle Adam.
Al final, siempre se arriesga el mismo error, de tipo metonímico. Puesto que la morfina estuvo cerca de Herrera y Reissig, el alcohol cerca de Poe, el opio cerca de Baudelaire, el suicidio cerca de Quiroga, la soledad existencial incurable cerca de César Vallejo, se supone que si uno se adosa el primero de los elementos, éste va a traer pegoteado consigo algún ingrediente genial. Es curioso cómo ha concitado tanta adhesión una idea que se ha demostrado que, por lo general, no funciona.
***
Coda metafísica
Ya se sabe que el recurso que se antepone a
párrafos que, como los anteriores, lleven implícita alguna división más o
menos “dura” entre escribir y no escribir (obsérvese que no digo “escribir
bien”; la distinción no es estética, es peor: es metafísica, porque tiene que
ver con la naturaleza del objeto producido o no), es “quién sabe lo que es
bueno”, o el más agresivo “quién es usted para decir quién es escritor y
quién no”. Quien eso argumente tiene una fe (acaso, una esperanza)
extraordinaria en que nadie podrá juzgarlo, pero insiste en desconocer los
extraños mecanismos por los cuales hay (sigue habiendo) juicio final
literario. Que las formas de ese juicio cambien con los tiempos es menos
interesante que constatar que lo sigue habiendo, y que la abrumadora mayoría
de la gente a la que al final le va más o menos bien en el juicio —las
editoriales los publican sin pedirles dinero, son leídos en distintos tiempos
y su adaptación a nuevas lectorías es relativamente vital— es gente
que, en lugar de tratar de anular la literatura en una indefinición teórica y
práctica —o de
convencer a los demás de que la literatura ha muerto en la chirlería de la
posmodernidad—, ha intentado, más modesta y artesanalmente, practicarla lo
mejor que pudo y decir algo honesto y sustancial con cierta prescindencia de
la opinión común, entendiendo que quizá sí hubiera mejor y peor y, en lugar
de negarlo, uno pudiese someterse a ello cuando lo siente llegar.
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