Por Amir Hamed
Distopía. Las
ficciones de los últimos siglos nos han llevado a pensar que las distopías
ocurren en el futuro. El Brave New World de Aldous Huxley, el Fahrenheit de
Bradbury, La máquina del tiempo de H G Wells o Soy Leyenda de Richard Matheson,
seguidos por infinidad de películas y series de televisión nos convencieron de
que acaso una falla de nuestro mundo actual pueda desembocar en una utopía
negativa, o contrautopía, lo que se entiende es el opuesto de la utopía. Sin
embargo, es preciso, en primer lugar, entender que la oposición no es reversible:
la utopía no se contrapone a la distopía; la genera. Del mismo modo, al
distopista no se le puede confrontar una utopía. La distopía, en ficción, a
menudo muestra las fallas de un mundo que, en apariencia, es mejor que el
nuestro (es decir, es utópico), como en el caso de la narración de Wells, que
presenta a los eloi como seres inocentes y llenos de gracia, desentendidos de
la escritura y del trabajo, se dijera vueltos a una inocencia roussoniana o
edénica, si bien pronto se descubre que el eloi tiene menos de Edén que de
desayuno, ni bien emergen unas fuerzas del subsuelo, los morlocks, la otra rama
de la evolución de los humanos, que los cazan para comérselos. Y si bien una
utopía se puede revelar distopía encubierta, esto tampoco es reversible. No hay
forma de presentar una distopía y convertirla en algo utópico: no hay distopía
que sea, en el fondo, utópica.
Lo distópico, en términos narrativos, exhibe los límites del pensamiento
utopista. La palabra utopía fue amonedada, como todos sabemos, en 1516 por
Thomas Moore, al narrar un reino ficticio inspirado en las crónicas y
relaciones de viaje a aquellas tierras que los mapas de entonces dibujaban como
isla y nombraban como Terra incognita, y que hoy conocemos como continente bajo
el nombre de América. Utopía era la isla del rey Utopo, que gobernaba su
comunidad de fábula según ideales filosóficos y políticos, al modo de los
atlantes, pobladores de la sapientísima Atlántida imaginada por Platón. Ahora
bien, si Platón ubicaba la civilización ideal en el pretérito, para inspirar el
presente, Moore la situaba en un lugar imprecisable pero contemporáneo: en
cualquier momento, parecía decir Moore, casi sin quererlo, tropezamos con
Utopía.
La etimología de este nombre griego se puede derivar, o se ha derivado,
de los prefijos eu (bueno) o u (no) y topos (lugar). Don Francisco de Quevedo y
Villegas, individuo poquísimamente crédulo, en la centuria siguiente la
traduciría llanamente: “no hay tal lugar”. Estima el Oxford English Dictionay
que fue en el siglo XIX, hervidero de utopías sociales y tecnológicas, cuando
el utilitarista John Stuart Mill amonedó la otra voz en un discurso ante la
cámara de los comunes, al denunciar la política de tierras del gobierno
irlandés. “Sería un elogio demasiado grande llamarlos utopistas”, decía Mill.
“Habría que llamarlos, más bien, dis-topistas, o caco-topistas”. El “término
cacotopía, era más antiguo, o acuñado por Jeremy Bentham o por alguien más
antes que él; el de Mill tuvo más fortuna y, al yuxtaponerlo al otro, no deja
en claro que, si la utopía es un no-lugar, la distopía es un lugar malo.
Ahora bien, aunque la distopía depende de su contrario, tampoco en este
caso sucede lo opuesto. No es que sea algo bueno que por algún motivo empieza a
funcionar mal, sino un lugar que siempre fue malo, y cuya malignidad es
revelada por la proyección de su antítesis. Así, lo que Mill pone de relieve,
aunque no desarrolla, es que lo que se vuelve distópico ni bien nos prendemos a
una utopía es el presente. Dicho de otro modo, para el utopista el mundo en que
vive es una pesadilla, una máquina pésimamente ensamblada, la prueba
irrefutable de que reina Satanás, en fin, de que vive en Distopía.
No es que se trate, como en “Imagine”, la canción de John Lennon, de un
craso soñador. El utopista, no en vano un platónico, entiende que lo que es
real es aquel mundo de Utopo que no alcanzamos, en tanto que eso que los demás
llaman realidad, el “quevachaché”, el “esto es lo que hay, valor”, aquello a lo
que quieren que nos resignemos es en rigor ficción (ilusión, opinión, sombras).
El utopista, para decirlo de una vez, es el verdadero creador de la distopía en
que vive porque no se resigna a que la vida sea esa ilusión de Maya en que
creen todavía en la India y que, contemporáneo a Mill, y también en Europa,
asumió Arthur Schopenhauer.
Platón, sin ir más lejos, estaba convencido de que lo real eran las
Ideas, y de que esto que por aquí nos rodea son crasas apariencias,
alucinaciones, engaños, a los que nos alientan, entre otros, los estrategas,
los retóricos, los médicos, y en grado nada menor, los poetas miméticos (los
hacedores de ficción, Homero, los trágicos, Hesíodo) y es por eso que, cuando
puede dar cuenta del funcionamiento de una civilización ideal (La república)
los destierra. La ficción, que es sueño, o mejor, ensoñación, no tiene lugar en
un mundo en el que la realidad es otra, solo manejable y entendible por el
filósofo.
Cabe agregar que la distopía no precisa de morlocks eloifagos para
volverse invivible, ya que a veces se esconde detrás de máscaras plácidas, como
la programática y alucinógena que dramatiza el baudrilleardeano comienzo de The
Matrix, una idea simple y eficaz que los hermanos Larry y Andy Wachowski
estropearon al convertirla en saga; lo que nos recuerda la primera Matrix es
que el utopista quiere que le den la bienvenida a otra cosa, aunque ésta no sea
más, como explicita el guión, que el “desierto de lo real”. El utopista, por
decirlo así, es presidiario de una promesa, la de otro mundo, promesa que se
hace más visible cuanto más árido se le hace éste; necesita, como Moisés, como
luego los cenobíticos apologistas egipcios, padres del cristianismo, aquilatar
en cada grano de arena el desierto para, cuanto más ardido y reseco, empezar a
delinear los contornos de aquel mundo que prevé o — más precisamente— quiere
prever porque el sueño se lo promete.
No es sueño de soñador sino de visionario: este sueño es un mensaje de
los dioses, o de la Episteme, como en Platón, o dictado por las leyes del
materialismo, como en Karl Marx. Se trata de un preanuncio, una visión
verídica, legítima y legitimada, antípoda del sueño satánico en que, mientras
el utopista se arrebata, se aletargan los demás, la incontable muchedumbre de
los extraviados. Mi utopía, para decirlo así, es invariablemente la pesadilla
de los conformistas, en tanto el sueño de los demás (llamemos así a esos
conformistas) es mi pesadilla.
Revolución. Hay un momento en el que los sueños divergentes convergen en unánime
pesadilla. Ese momento tiene un nombre adorable: revolución. Para el utopista
se trata de una pesadilla jubilosa, un pánico festival de sangre, de balas y
detonaciones; un ininterrumpido concierto de ajusticiamientos y sangre
sacrificial. Es ese período de tránsito (de necesario, inevitable tránsito) entre
Satanás y el advenimiento de la utopía, bajo el formato que le prefiramos
(patria, igualdad social, Nirvana pansexual, Reino de los Cielos): cuantas más
víctimas le sacrifiquemos, más rápido la utopía, divinidad golosa, bajará hacia
nosotros. Así la Revolución Francesa abrió la modernidad en magnos carnavales
de sangre estelarizados por su gran diva, la Guillotina, que bajaba incansable
seccionando cabezas, primero de aristócratas, y luego, cuando le mezquinaron
los aristócratas, de traidores antirrevolucionarios. Como caían las cabezas de
los sacrificados por los escalones de las pirámides aztecas para sostener el
fulgor del sol que languidece, así, para delicia de los ciudadanos de Francia,
se vaciaban de repollos los canastos que ahora se iban llenando con testas
recién cortadas.
Es que, por más pacífico que se pretenda el cielo, el cielo es la
guerra, como dice Jesús en el Evangelio cuando avisa que vino a poner al hijo
contra el padre. Por eso, si la utopía se festeja como la revuelta del lobo y el
cordero, que alguna vez dormirán juntos, lo cierto es que, de momento, el lobo
asesina y la oveja tiembla, aunque luego la oveja mute, se haga homicida, y sea
ahora el pobre lobo el que se estremezca.
Por los días de Termidor y Brumario, cuando el ascenso de los burgueses
en el filo de la guillotina hacía preciso cambiar el calendario, ya se temblaba
menos de hambre y de frío, como temblaban los pobres en el régimen anterior, y
se pasaba a temblar de miedo, de terror, y agréguese, también de júbilo
revolucionario. Cuando los campesinos se sublevaron, en primera instancia, la
aristocracia entendió que se trataba del Gran Miedo, pero cuando se guillotinó
al rey y se declararon los Derechos del Hombre que hoy veneramos, Robespierre
decretó un reino alternativo, un miedo actualizado a la medida de la
Revolución, el Reino del Terror (1793-1794), apoyado en una guillotina cada vez
más insaciable que iba cebándose, ahora de a miles, en todo aquello que le
sirvieran como antirrevolucionario.
El Terror, es decir, el Terrorismo de Estado, ciertamente precipitó este
mundo nuestro: abolió la esclavitud, censó los indigentes, proyectó el código
civil, sin mencionar que obligó al tuteo, que es esa relación sin ceremonia ni
vasallaje que seguimos sosteniendo con quienes nos rodean. La guillotina,
emblema del Terror, terminó, como no podría ser de otra manera, segando la
cabeza del propio Robespierre, cuando fuera vencido por la Reacción de Termidor
de 1794. Desde ese día, o desde la cabeza sajada de Robespierre, a los otros, a
los servidores de Satanás o Distopía, los conocemos bajo el nombre de
reaccionarios.
Primaveras. Durante todo el siglo XIX Europa devendría péndulo entre revolución y
reacción, entre utopías precipitadas y distopías que regresaban a lo boomerang
para reclamar sus fueros. Ya para el siglo XX, las utopías se habían disparado
a otros puntos, hacia revoluciones en cuarto intermedio como la Dictadura del
Proletariado en la Unión Soviética, ya hace dos décadas difunta, o hacia la
China que hoy se mastica al capitalismo, o hacia la última gran esperanza
revolucionaria, América Latina, con aquel hombre nuevo y revolucionado que
voceaba el Che Guevara. Si la Cortina de Hierro, en su momento, había privado a
todos del gran espectáculo de sangre, ya luego habríamos de enterarnos de que
la utopía soviética, por ejemplo, y a saber por sus decenas de millones de
muertos, se escribía con la misma h de hecatombe con que se escribía el
hiper-mega-miedo planetario que marcó la Guerra Fría.
En este punto se puede decir que la distopía, tras la caída de la Unión
Soviética, quedó consolidada, ya no como conformismo ni como reacción sino como
traición crasa de lo revolucionario, o mejor, como traición que nos ha hecho la
propia utopía, que se nos promete bajo formas engañosas, sin cancelar, en todo
caso, su imperativo, que es el imperativo de revolución. Es que la utopía no
existe ya, y las ficciones de aquí en más serán solo distópicas y/o
apocalípticas, pero el imperativo de la revolución seguirá vigente y festejable
siempre que podamos deslavarlo de sangre, proclamando revoluciones epistémicas,
espirituales, tecnológicas, gastronómicas, futbolísticas, televisivas,
empresariales, odontológicas, fiduciarias, del centro, de etiqueta, de
software, de hardware, de conectividad, de alumbrado público, de la industria
Disney, del reggaetón, del tatuaje, de la soja, educativas, eucarísticas,
turísticas, museísticas.
De más está decir que, en caso de ser la mitad de ellas ciertas, es
decir, verdaderas revoluciones, no la Tierra sino la Vía Láctea sería incapaz
de resistirlas. De más está decir, también, que la idea original de The Matrix,
eficaz en un comienzo, se torpedea a sí misma cuando su tercer capítulo se
proclama “Revolutions”. Por más que su trama denuncie la carne humana que
sostiene un cibermundo gobernado por máquinas, lo cierto es que, en The Matrix,
todo finalmente es un asunto de software que relativiza la guerra y la muerte;
tiene algo de videojuego, o más aún, de guerra entre drones, un video juego con
armas exterminadoras que, por virtud de la trama, ahora a nadie matan, salvo,
por remoto, a ellas mismas. No es solo un juego de guerra sino un juego de guerra
soft, y no sólo por lo suave: ya nadie muere, salvo aquel software que se
demuestre obsoleto frente al triunfante.
Estas trivializaciones nos hablan, de todos modos, de la necesidad de
enunciar la revolución, un valor siempre deseable, pero mintiéndola indolora.
Así, en los últimos tiempos, la inconsolable estupidez de nuestros días, que no
cesa de confundir la realidad con el branding publicitario, la secuestra, sea
bajo adjetivos, sea bajo sinónimos forzados. Como se sabe que la revolución,
más allá de The Matrix, duele, a una serie de rebeliones populares de la pasada
década, que abarcaron desde Myanmar a Líbano, si bien se les adjudicaba el
nombre de revolución se las recluía en una paleta chic, por la cual adquirían
colores, texturas y fragancias (revolución de cedro, anaranjada, de
terciopelo), la mayoría abortadas.
“La vida es dura. Amarga y pesa! ¡Ya no hay princesa que cantar!”,
advertía hace un siglo aquel campeón de las sinestesias, Rubén Darío, en su
“Canción de otoño en primavera”, advertencia largamente desoía en estos días.
Lástima que nadie lo recuerde, o que estos publicistas sajones no se hayan
enterado del Divino Rubén. Agotadas las sinestesias de la paleta revolucionaria
du jour, han querido encontrar la revolución en las manifestaciones en países
árabes, episodios que catalogaron como “primaveras”, es decir, como
revoluciones plácidas, con aire de picnic.
Confundir la revolución con raves de sociedad civil, con Woodstocks de
la política liderados por las redes sociales, es como confundir a Jimi Hendrix
con música de ascensor o a Wagner con Natalia Oreiro: es que estos tiempos
ansiosos han olvidado no solo las lecciones de la historia, ese esquema lineal
en que pensamos los occidentales, sino los dictados de la naturaleza, que nos hace
augurar, detrás de cada primavera, la enérgica reacción del otoño y el
invierno. Véase, si no, la indescriptible matanza que se sucede en Siria desde
hace dos años y las que, es de augurar, seguirán sucediéndose en Egipto que ya
va por su primera contrarrevolución, o contragolpe.
Amir
Hamed
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Ha publicado, entre otros, las novelas Artigas Blues Band, Troya Blanda y Semidiós, los volúmenes de relatos Qué nos ponemos esta noche y Buenas noches, América, y, en 2003, el volumen ensayísticoRetroescritura, Orientales: Uruguay a través de su poesía
Siglo XX (nueva edición, 2010). En 2007 publicó el
libro de ensayo Mal y neomal. Rudimentos de geoidiocia. Tradujo The Two Noble Kinsmen, de William Shakespeare & John
Fletcher. En mayo de 2013 publicó la obra de
narrativa Cielo ½. Es PhD en literatura hispanoamericana y teoría por
la Northwestern University. Se desempeñó comoredactor en jefe de la Guía del Mundo: el mundo visto desde el sur y editor de Social
Watch. Desde 2003, compone música de rock y canta. Banda actual: Amir y los elefantes.
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