Por
Fernando Mires
http://polisfmires.blogspot.com
Todo
es como es y las cosas son como son (“El viejo que saltó por la ventana y
se largó”)
Uno de los logros más altos de la cultura es el humor, sostenía Freud. Y si se tiene en cuenta como en sus últimos trabajos el genio psicoanalista centró sus ideas no tanto en el inconsciente “en sí”, sino en la pulsión de la muerte, es porque ya había percibido desde lo tiempos en que escribió “El chiste y su relación con el inconsciente” algo que latía en sus tristes enfermos: un sentimiento trágico de la vida.
Por
eso, si alguien ha probado el fruto del árbol del conocimiento y enfrentado
cada minuto a la noche intensa de la finitud y a pesar de todo puede reír y,
además, hacer reír, es porque ha logrado aventar la presencia de su muerte. Una
vida sin humor –llegó a sostener Freud- es patológica.
Saber
pensar sobre nuestra muerte sin sentir miedo nos hace grandes. Saber pensar
sobre la muerte con una sonrisa nos hace casi divinos. Esa es la razón
por la cual siempre he sostenido que una narración literaria, por muy trágica o
triste que ella sea, si no contiene ni siquiera una pizca de humor, no merece
ser leída por nadie.
Hasta
las novelas más “negras” como son -entre otras del “boom” sueco- las de Henning
Mankell, Stieg Larsson y Ake Edwardson, producen placer cuando en medio del más
horrible drama asoma la punzada irónica, la chispa del dialogo o la frase
ocurrente que llama a la risa.
Sin
embargo, con Jonas Jonasson, otro de los grandes escritores suecos de nuestros
días -muy bien llamado el “anti-Larsson”- ocurre exactamente lo contrario.
En
medio de la risa que provoca el increíble y hasta ahora único libro de Jonas
Jonasson asoma la reflexión ante la vida de un hombre cuya más grande sabiduría
proviene de una inquietante ingenuidad, la de Allan Karlson, ese viejo que
justo el día cuando cumplió cien años saltó por la ventana del dormitorio del
asilo de ancianos y echó a vagar por el mundo, como lo había hecho siempre
antes.
La
insólita novela trata de dos historias entrecruzadas sobre la base de un mismo
plano. Una historia es la que ocurrió antes de que el anciano saltara por la
ventana. Otra, después.
La
primera es una historia en “la historia”, donde el joven Allan estableció
relaciones personales con personajes nada de ficticios como Truman, Franco,
Stalin, Mao. En esa historia los poderes omnímodos del siglo XX fueron puestos
en el más absoluto ridículo por la sencillez de un hombre castrado por un
médico racista, experto en la tecnología de las explosiones y poseedor casual
de los más íntimos secretos atómicos.
Allan
Karlson, a pesar de codearse con la historia universal (o quizás por eso) no
entiende nada de ideologías ni de religiones. Su filosofía, si así se puede
nombrar a su posición frente a la vida, está basada en el sentido común y en el
amor por las cosas simples las que en él se satisfacen con un lecho tibio, una
comida caliente al día y –sobre todo- un par de jarros de aguardiente. Más no
pedía Allan a esa vida que le dio mucho, entre otras cosas, una larga prisión
en el Gulag en donde su “único” problema era la falta de aguardiente.
La
segunda historia ocurre después de saltar por la ventana y comienza desde el
momento en que Allan -en el mejor estilo de “el extranjero” de Camus-
cometió un acto existencial gratuito al hacerse con la valija llena de dinero
que portaba un miembro de una banda de maleantes.
A
lo largo de las más absurdas peripecias Jonasson relata episodios de un Allan
centenario convertido en el mesías redentor de un grupo de “apóstoles” entre
los que se cuentan un bandido de baja monta, un bandido de alta monta, un
estudiante eterno, un adulterador de melones azucarados, una maldiciente
colorina a la que su enamorado, el estudiante eterno, bautizó como “la bella
mujer”, un perro y – por si fuera poco- un elefante.
Cuando
uno termina de reír o lo que, en este caso es lo mismo, de leer, resulta
imposible no pensar en la ventana a través de la cual saltó el viejo. Y eso, he
de confesarlo, no es para la risa. Pues esa ventana, lo hubiera o no querido
así Jonasson, encierra un profundo sentido metafórico.
Hacia
dentro de la ventana: la vida normativizada, los reglamentos, las leyes, todo
lo que funciona y no “es”.
Hacia
fuera de la ventana: el mundo de “lo otro” que no es el de “lo esto”: lo
desconocido, la trascendencia, lo inimaginable.
Hay
que saber entonces saltar por la ventana en el momento preciso.
Frente
a la mesa de mi escritorio hay una ventana.
“Cuando
cumpla cien años yo también saltaré por la ventana”
“Por el momento basta con mantenerla
entreabierta”.
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