La paradoja de Habermas: ¿Es posible el triunfo del diálogo?
El filósofo alemán Jürgen Habermas
plantea el diálogo como núcleo del ejercicio democrático. Pero ¿cómo garantizar el diálogo en una sociedad desigual?
Artículo
Fotografía original
Wolfram Huke
Jürgen Habermas (1929) es uno de los
intelectuales más influyentes del siglo XX. Miembro de la segunda generación de
la Escuela de Frankfurt, su propuesta más ambiciosa es la teoría de la acción
comunicativa, un complejo proyecto que intenta explicar cómo se construye el
entendimiento y el consenso en las sociedades modernas. A través de esta
teoría, el filósofo alemán pone el foco en la comunicación como núcleo de
la vida social y del ejercicio democrático. Empero, en el centro de
su planteamiento late una suerte de paradoja: su ideal de comunicación libre de
coerción se enfrenta constantemente a las limitaciones reales del lenguaje.
Esto es lo que algunos han dado en llamar la paradoja de Habermas.
Habermas parte de una pregunta central: ¿cómo es
posible el entendimiento entre individuos en sociedades complejas, jalonadas
por el conflicto y la desigualdad? Frente a la visión instrumental de la razón
dominante en la modernidad –destinada al cálculo y al control–, propone
una racionalidad comunicativa, es decir, una razón
orientada al entendimiento.
Cuando hablamos con los demás, no solo intercambiamos
información, también estamos procurando un acuerdo
En términos simples,
el de Düsseldorf asegura que cuando hablamos con los demás no solo
intercambiamos información, también estamos procurando un acuerdo. Para eso,
presupone que todos los participantes del diálogo se pueden expresar sin
coacción y de forma razonada. Este punto es denominado la situación ideal de
habla. En ella, nadie impone su punto de vista por medio del poder o de la
manipulación, sino que se trata de convencer al otro con argumentos.
Aquí es donde aflora la paradoja. Habermas mantiene
que el lenguaje contiene en sí mismo una orientación hacia el
entendimiento. Esto es, que cuando alguien afirma algo, está
dispuesto, al menos en teoría, a justificarlo racionalmente. El problema es que
el mundo real está lleno de relaciones asimétricas, de estructuras de poder, de
intereses económicos y políticos que distorsionan el diálogo. En otras
palabras, la comunicación está contaminada por el poder.
La paradoja de Habermas, dicho en plata, se produce al
construir una teoría normativa –un ideal de cómo debería funcionar la
comunicación– a partir de una práctica que rara vez existe en
condiciones ideales. Utiliza el lenguaje como herramienta para
criticar las distorsiones del propio lenguaje. Propone una utopía comunicativa
dentro de un mundo en el que esa utopía está, por definición, comprometida. Su
teoría está asentada en presupuestos que casi nunca se cumplen. Este aspecto ha
sido criticado por muchos. Y es que, ¿no está Habermas siendo ingenuo al
suponer que es posible una comunicación libre de dominación?
Habermas utiliza el lenguaje como
herramienta para criticar las distorsiones del propio lenguaje
A pesar de sus
tensiones internas, la teoría de la acción comunicativa brinda una poderosa
crítica a las formas en que el poder coloniza la vida cotidiana. Habermas
distingue el mundo sistémico (economía, burocracia…) del mundo de la vida
(interacciones cotidianas, cultura…). El problema es que, en las sociedades
modernas, el sistema tiende a invadir el mundo de la vida, imponiendo lógicas
instrumentales en espacios en los que debería prevalecer la comunicación
auténtica.
Esto se ve, vaya por
caso, cuando el discurso político se convierte en propaganda, o cuando las
relaciones humanas se rigen por criterios de eficiencia y rentabilidad. La
crítica habermasiana apunta a eso, es un intento por recuperar la capacidad de
los ciudadanos de argumentar y construir consensos racionales.
Desde luego, Habermas no niega que su propuesta es un
ideal, pero aduce que es un ideal necesario. La situación
ideal de habla no existe como realidad empírica, pero opera como un horizonte
normativo. No se trata de describir cómo son realmente las interacciones, sino
de establecer un criterio de evaluación y mejora.
La paradoja, por
ende, no invalida su teoría. Más bien, le otorga cierta fuerza crítica. Si no
existiera esa tensión entre lo que debería ser y lo que es, no habría forma de
cuestionar las estructuras que distorsionan la comunicación. La paradoja revela
la distancia entre el ideal democrático y las prácticas sociales reales, y en
esa brecha se abre la posibilidad de la crítica y el cambio.
Frente al relativismo dominante, sigue apostando, con
los grandes ilustrados, por la posibilidad de una vida en común fundada en el
entendimiento mutuo. Su propuesta exige, entre otras cosas, tiempo, atención, escucha, voluntad de argumentar y de
dejarse convencer. No es compatible con la lógica del espectáculo ni con la
polarización política, tan extendidas hoy.
Todos apreciamos la peligrosa
tendencia que sigue el debate público, no solo en el contexto doméstico, sino
en el internacional. Una tendencia hacia la fragmentación que emplea la
desinformación como arma para imponer el punto de vista propio. Ante este
estado de las cosas, el ideal habermasiano puede semejar excesivamente naíf.
Pero también es un recordatorio: si abandonamos la posibilidad de un diálogo
honesto y racional, solo quedan el ruido, la manipulación, el espectáculo
bochornoso o, directamente, la fuerza bruta.
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