Para el filósofo alemán, el lenguaje dista de ser
una mera herramienta por medio de la cual los humanos nos podemos comunicar.
Por Alejandro
Villamor
Alejaa relación entre filosofía y lenguaje se
remonta a los orígenes de la primera. Y, sin embargo, nunca se ha hecho tanto
hincapié en ella como en el intervalo que va desde el ocaso del siglo XIX hasta
hoy. En este contexto, el filósofo alemán Walter Benjamin (1892-1940) fue, como todos, un hijo de su
época. De ello dan cuenta su trágico final –es de sobra conocido su suicidio en
la frontera española tras escapar del régimen nazi– y su interés por el
lenguaje.
Adalid de
una espiritualidad proveniente de sus influencias románticas y del misticismo
hebreo, para Benjamin el lenguaje dista de ser una mera herramienta por medio
de la cual los humanos nos podemos comunicar. De hecho, contra la opinión del
prestigioso lingüista suizo Ferdinand de Saussure (1857-1913), la palabra no es un simple significante,
un símbolo convencional como cualquier otro que nos permite transmitir
pensamientos.
La visión
del alemán parte de la tesis de que el lenguaje está por doquier. Todo reside
en el lenguaje, aunque no todo posee el lenguaje humano. La razón de ser del
lenguaje que lo circunda todo se halla en la creatio divina.
Dios, que no el humano, es el hacedor último del lenguaje, mediante el cual, de
hecho, creó el mundo a partir de la nada. Así pues, todos los lenguajes son
ramificaciones de ese lenguaje
puro situado en el origen.
Ahora bien,
a diferencia de los otros, el lenguaje propio de los humanos guarece en su seno
una capacidad sui géneris: la de nombrar. Decir de un objeto que es un «roble» no es simple y
llanamente una etiqueta arbitraria; nombrar algo conlleva para Benjamin extraer
de cada cosa aquello que la hace ser tal cosa y no otra. Es decir, en el
bautizo nominal la conexión entre lenguaje y mundo revela la esencia de este
último. Algo que Saussure y sus seguidores rechazaron con furor.
Esta suerte
de trenza mística entre lenguaje y objeto expresa la disconformidad del
filósofo con la comprensión del fenómeno lingüístico como un vehículo de
transmisión de información. Esta cosmovisión empobrecedora margina la dimensión
poética, drena la hondura ontológica que reside en nuestra forma de designar el
mundo. Y con ello no obtenemos a cambio nada más que una perspectiva
utilitaria, gris, de cuanto nos rodea.
En La
tarea del traductor (1923), Benjamin critica la comprensión de
la traducción como un trasvase del significado de una
lengua a otra, como quien vierte el contenido de un vaso en otro. El lenguaje
puro, matriz (divino), que cimienta al resto resplandece en esta tarea de
traducción. Su objetivo no es el de albergar, como en un museo, un significado
semántico original, sino mostrar, en un idioma distinto, la esencia de lo dicho. Es esta
esencia la que, centelleante, el buen traductor consigue plasmar en sus obras
aun cuando no conserve el sentido literal del texto original.
Nombrar algo conlleva para Benjamin extraer de cada
cosa aquello que la hace ser tal cosa y no otra
De ahí que
la acción de traducir se asemeje a una liturgia, a un acto ritual en el que una
lengua hace resonar las vibraciones de otra sin suplantarla. Las lenguas no
son sistemas cerrados,
sino fragmentos de una totalidad cuya unidad entrevemos en ciertas
correspondencias sutiles. En ese sentido, la traducción no busca equivalencias,
sino afinidades, no replica significados, sino evocaciones de un weltanschauung común.
Este todo
lingüístico debe ser por fuerza autorreferencial, lo que propicia en cierta
medida que no pueda ser predicado de él ningún fundamento allende el divino.
Cualquier reflexión sobre el lenguaje es necesariamente lingüística, forma
parte del juego al que siempre se está jugando, lo que le dota de una mística
casi inexplicable pues, a la postre, no podemos salirnos del lenguaje para contemplarlo desde fuera.
Hasta cierto punto, esta espiritualidad no debe ser confundida con un
irracionalismo que renuncia al entendimiento del lenguaje. Más bien, con un
aroma que, salvando las notables distancias, nos recuerda a Ludwig Wittgenstein
(1889-1951), consiste en el reconocimiento de los límites lingüísticos
presentes en nuestro conocimiento del mundo.
Aquí aflora
una de las ideas más radicales de Benjamin: la esperanza de redención a través del lenguaje. No una
redención social ni moral en un sentido clásico, sino una forma de restitución
simbólica del sentido perdido, como si ciertos usos del lenguaje (como el
poético) pudieran despejar el velo que cubre todas las cosas. Es en este punto
donde se entrecruzan a las claras mística y filología. Es así que el lenguaje,
usado con fidelidad en su potencia reveladora, nos permite señalar más allá de
lo que se puede decir con palabras.
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