Libros: El espíritu de la esperanza

 



En su nueva obra, el filósofo coreano Byung-Chul Han se aleja de los diversos escenarios apocalípticos que nos rodean para dirigirse hacia una visión más alentadora del hombre y buscar un poco de esperanza.


Aunque en su aislamiento la existencia se libera de las posibilidades ontológicas «insustanciales» del uno impersonal, lo cierto es que, al mismo tiempo, siempre se encuentra arrojada ya a determinadas posibilidades que están definidas y templadas: «La existencia, a la que es inherente una disposición afectiva, siempre está ya metida en determinadas posibilidades […]». La existencia no puede acceder a posibilidades ontológicas que todavía no hay y que son solo venideras. No es capaz de elevarse por encima de lo que ya ha sido. Haber sido es el tipo de temporalidad que corresponde a la situación existencial de haber sido arrojado. A la existencia «que se angustia» se le cierran las puertas del tiempo venidero como advenimiento.

La angustia constriñe radicalmente el campo de posibilidades, dificultando así el acceso a lo nuevo, a lo que todavía no es. Ya por este motivo se opone a la esperanza, que agudiza el sentido para captar lo posible y desata la pasión por lo nuevo, por lo totalmente distinto. Una analítica existencial que en lugar de basarse en la angustia lo hiciera en la esperanza se encontraría con una constitución totalmente distinta de la existencia, y hasta con un mundo distinto.

Con su tendencia a aislar la existencia, la angustia no genera un nosotros que actúe autónomamente. Incluso la coexistencia es entendida por Heidegger desde el aislamiento, desde el ser sí mismo. La «forma propia de ser solícito», es decir, la verdadera relación con el otro, no se expresa como amistad, amor o solidaridad, sino que, por el contrario, debemos exhortar al otro a que abrace su sí mismo y se aísle radicalmente. Una yuxtaposición de personas aisladas cada una en sí misma no crea ninguna comunidad. La «forma propia de ser solícito» mina la mancomunidad y acaba con la cohesión social.

Heidegger desconoce por completo esa otra forma de ser solícito que consiste en consagrarse al otro con amor y afecto, en ocuparse altruistamente de él, que es lo que podríamos llamar diligencia amorosa. A la «forma propia de ser solícito» Heidegger opone la forma «impropia», que trata de dominar y sojuzgar al otro: «Por así decirlo, uno puede quitarle al otro la responsabilidad de cuidar de sí mismo; puede atenderlo de modo que, al mismo tiempo, ocupe su lugar y lo reemplace. Cuando uno es solícito de esa manera, se encargará de procurarle al otro lo que necesita, pero lo hará tratando de ocupar su lugar. […] Atendiéndolo de esta manera, uno podrá sojuzgar y dominar al otro, incluso aunque ese sojuzgamiento sea tácito y el sojuzgado no sea consciente de ello».

 

Esta forma de ser solícito con el otro «ocupando su lugar» y «atendiéndolo» es «impropia», porque sojuzga y domina. Pero ¿quién tendría interés en atender a otro sojuzgándolo? Con todo, no menos desconcertante era aquella forma «propia» de ser solícito con el otro que, en vez de sojuzgarlo y dominarlo, constantemente lo exhorta a abrazar expresamente su sí mismo más propio.

El desmoronamiento de todas las instancias que infunden sentido y dan orientación se manifiesta como angustia. Según Heidegger, ese desmoronamiento solo puede subsanarse desde el sí mismo. Pero él obvia las formas de existir en las que el yo se trasciende a sí mismo en su dedicación a los demás. Para Heidegger, todo gira siempre solo en torno al yo. La formulación que hace Gabriel Marcel de la esperanza, «pensando en nosotros, he puesto mis esperanzas en ti», no tiene cabida en la analítica existencial heideggeriana de la «existencia».

 

La esperanza no saca sus fuerzas de la inmanencia del yo. Su centro no es el yo. Quien tiene esperanza, está camino del otro. Cuando uno tiene esperanza, confía en algo que lo trasciende. En eso la esperanza se parece a la fe. La instancia de lo distinto como trascendencia es la que me alienta en medio de la desesperación absoluta, la que me capacita para levantarme en el abismo. Quien tiene esperanza es sostenido por algo distinto. Justamente por eso cree Havel que la esperanza tiene su origen en la trascendencia y viene de la lejanía.

El estado de ánimo tiene la peculiaridad de que, a diferencia del sentimiento o la emoción, no se refiere a nada determinado. Quien tiene esperanza no pretende en principio alcanzar nada concreto. En cambio, el deseo o la expectativa siempre se refieren a un objeto concreto. Por eso, podemos pensar en una persona esencialmente esperanzada. Por el contrario, sería absurdo que un sujeto fuera esencialmente expectante o desiderativo sin referencia a nada concreto, ya que la expectativa y el deseo no son estados de ánimo ni, por tanto, estados ontológicos.

 

Ernst Bloch concibe la esperanza como una emoción. Pero, frente a Heidegger, desacredita el estado de ánimo. Le niega la peculiar capacidad de abrirnos al mundo, que es en lo que el estado de ánimo se diferencia de la emoción. El estado de ánimo nos abre al ser, porque define y templa nuestra estancia en el mundo. A diferencia del estado de ánimo, la emoción no engloba la estancia en el mundo. En cambio, el estado de ánimo es anterior a toda percepción de objetos, puesto que, de hecho, la fundamenta.

Para Bloch, el carácter fundamental del estado de ánimo es la «indefinición»: «Del estado de ánimo es esencial que solo se manifieste en su totalidad de forma difusa. El estado de ánimo nunca consiste en una emoción predominante y sobrecogedora, sino que siempre consta de una amplia mezcla de muchos sentimientos y emociones aún a medio gestar. Eso es justamente lo que convierte al estado de ánimo en algo tan cambiante, y lo que hace que, al mismo tiempo, el estado de ánimo se forme o se deforme tan fácilmente como esa realidad que percibimos en la vivencia impresionista (Debussy, Jacobsen) –por no hablar del caos sonoro, tan falto de intensidad y densidad, que precede al comienzo de toda pieza musical–. También Heidegger parte de esta indefinición impresionista cuando la describe, dejándose seducir al mismo tiempo por ella. […] Pero Heidegger no fue más allá de este hallazgo tan obtuso, tan deprimentemente paralizante y, a la vez, tan inane».

El estado de ánimo tiene una intencionalidad totalmente distinta que la emoción. Solo parece difuso porque no se refiere a ningún objeto determinado ni, en general, a nada que tengamos enfrente. Es justamente su intencionalidad no referida a ningún objeto, pero que define y templa por anticipado toda percepción, la que lo hace parecer difuso. Sin embargo, en realidad, siempre está totalmente determinado y templado. Frente a lo que supone Bloch, el estado de ánimo no deforma, sino que da forma. Es un estado de ánimo general, que configura la forma básica de estar en el mundo. Es lo menos parecido a la «realidad que percibimos en una vivencia impresionista». Antecede incluso a la vivencia, la cual siempre se produce posteriormente. Bloch no capta esta anterioridad del estado de ánimo.

 

El estado de ánimo abre el mundo en cuanto tal, antes de que en él aparezca nada. Lo suyo es el preludio de la percepción. El estado de ánimo es anterior a la emoción, la precede. Por eso, nos templa más y está él mismo más templado que toda «emoción predominante y sobrecogedora». Impera sin sojuzgar, sin sobrecoger. En eso radica la prioridad ontológica del estado de ánimo sobre la emoción.


Este texto es un fragmento de ‘El espíritu de la esperanza’ (Herder Editorial, 2024), de Byung-Chul Han.

Nota de ethic







 

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