Fernando Herrera: La tumba del hijastro

 


Fernando Herrera

El metro y los paraderos de autobuses de París en el otoño de 1.979, estaban cubiertos con los anuncios de la reciente película de moda: Calígula, dirigida por Tinto Brass, con un sobreactuado Malcom Mc Dowell, en el papel protagónico, y el siempre espléndido Peter O’Toole como coprotagonista. Era la cinta que había que ver en el momento y, aunque el bolsillo nunca estaba en condiciones para esos gastos exorbitantes, decidimos con William Ospina y otro amigo cuyo nombre no recuerdo - pero que pronto viajó a terminar sus estudios de filosofía en Alemania - ir a ver ese film del que tanto se hablaba. Lo estaban dando en las salas del Centro Montparnasse, en los bajos de la torre del mismo nombre, desde donde, según el chiste en boga, era el sitio de donde mejor se veía París, justamente porque desde allí, no se veía la Torre de Montparnasse. Cuando llegamos, ya se habían agotado las boletas, y compramos unas entradas para la función siguiente. La espera sería larga. ¿Qué hacer en esas tres horas vacías mientras empezaba la siguiente función? Caminamos mirando sin mucho entusiasmo las vitrinas de los almacenes de los alrededores. Pronto recordé que, en la biografía de Baudelaire de Camille Mauclaire, que había leído un tiempo atrás, decía que el poeta estaba enterrado justamente en el Cementerio de Montparnasse. A diferencia del Cementerio de Pere Lachaise, de negros mármoles lustrosos y con tumbas como automóviles de lujo en los que viajan a un más allá de esplendores Óscar Wild, Jim Morrison, Marcel Proust y otros ilustres desconocidos, el Cementerio de Montparnasse, es un cementerio discreto de adobes sencillos cuyos sepulcros discurren entre avenidas de plátanos y castaños y arriates de geranios. Decidimos ir a buscar la tumba del poeta. A la entrada no pudimos ubicar en el mapa el lugar en el que descansan los huesos del que cultivó “flores enfermizas”.

Como teníamos suficiente tiempo, nos fuimos adentrando por los corredores, mientras leíamos los nombres de los contertulios de nuestro amigo. Por ninguna parte, ni con números ni siguiendo el orden alfabético lográbamos dar con su paradero. ¿Qué hacer? Porque lo cierto era que allí se encontraba, y yo tenía toda la certeza.  En algún momento de la búsqueda infructuosa dije - como gracejo de mal gusto - que era posible que estuviera con su padrastro. Como se sabe, Charles Baudelaire no fue propiamente un joven ejemplar, y fueron muchas las escaramuzas que protagonizó para descontento de su madre e irritación de su padrastro, a quien malquería con virulencia. Tampoco para éste - un militar severo y estricto - debió haber sido fácil tolerar la vida escandalosa y disoluta del hijo de su esposa. Muy cerca de nosotros, un hombre humilde, de cara aceitunada, sin duda un inmigrante de Argelia o de alguna de las antiguas colonias francesas en el norte de África, en cuclillas, con ese pequeño promontorio abultando el labio superior, en el que guardan - envuelta en un papelillo de liar, esa mezcla asesina de tabaco y vidrio molido, cuyos jugos estimulantes penetran en el cuerpo a través de las mínimas incisiones -  aquel hombre que deshierbaba los adoquines del suelo, al preguntarle nosotros por la tumba del poeta, sonrió, y nos guio, sin la menor dificultad, hacia el mausoleo. Allí se encontraba una tumba austera, moderadamente alta, en la que podía leerse con claridad: General Gustave Aupick, héroe de Francia en Madagascar, etc, etc, (y algunas otras de las batallas y de los servicios que el General había prestado a la República francesa), más abajo, en letras un poco más pequeñas, Josephine Baudelaire, su esposa, y más abajo todavía, y en letras apenas legibles: Charles, son bau fils ( Charles, su hijastro). 

Además de la humillación de aparecer mencionado sólo como el hijastro del General, y de reposar en su mausoleo personal, la vida y la poesía habían tomado su revancha con esa clara ironía a favor del poeta: si hubiéramos preguntado por la tumba del General Aupick, lo más probable hubiera sido que aquel  sonriente hombre que cuidaba los jardines, no lo supiera; pero incluso para él, un inmigrante raso, un modesto jardinero, y con seguridad un hombre  ajeno al mundo de las letras, no era un secreto que bajo esa loza casi anónima, reposaban los restos del gran poeta de Francia que supo que también el horror y la pesadumbre, hacen parte de la belleza en la tumultuosa existencia de los hombres.

 

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