En mayo del año 2015, por un arrebato de arrogancia, proclamé desde mi bien conocido anonimato literario como autora venezolana de apenas seis libros, que Leonardo Padura, el controvertido escritor cubano, debía ser proclamado ganador del Premio Nobel de Literatura. Lo hice arrobada, bajo el influjo de dos de sus mejores novelas, El Hombre que amaba a los Perros y Herejes (ambos bajo del sello de Tusquets, en 2009 y 2013 respectivamente).
Hablo de arrogancia pues bien sabido es que la Academia Sueca solo recibe postulaciones provenientes de instituciones y organismos mundialmente reconocidos. Hablo de arrogancia pues me salto la inmensa lista de escritores vivos y finados que infructuosamente han merecido dicho reconocimiento, empezando por Jorge Luis Borges, Thomas Pynchon o Philipe Roth entre otros a quienes se le ha negado posiblemente por razones extraliterarias.
Hoy, siete años después, como si se tratara de un subtítulo cinematográfico, ratifico con creces mi postulación de Leonardo Padura al Premio Nobel de Literatura. Una reincidencia arrogante sí,pero con historia y con fundamentación, dos de los componentes primordiales (aunque no los únicos) de al menos tres de las novelas de Padura. Siendo la tercera, Personas Decentes (nuevamente Tusquets 2022), aunque esta última se valga de subterfugio y de alter ego.
Subterfugio e ingenio caracterizaron también la obra de Borges, Pynchon y Roth. Acaso sean propiedades deleznables para algunos jurados, críticos y detractores, pero si algo tienen en común los nombrados radica en su capacidad de denunciar las falencias de la condición humana, política, social o esotérica con maestría de investigación, de imaginación y de habilidad narrativa; tres elementos que combinan en una trenza capaz de resistir censura.
Con El hombre que amaba a los perros, Padura logró desvelar para los cubanos a un personaje tan vedado como lo fue Trotsky. Logró también meterse en el pellejo de su asesino, pero sobre todo en el de un hombre común, el tercero en discordia, un cubano a quien la choza se le viene encima como metáfora de la realidad social y política de su tiempo. En Herejes, Padura denuncia el desconsuelo de una juventud que se desangra, aunque ésa no sea la trama principal.
Ahora, en Personas decentes, su novela más policial, Padura se vale de su alter ego, el detective Conde, para denunciar desde el abuso de poder hasta la violación de los derechos humanos; desde el amor hasta la venganza; desde la corrupción hasta la degradación. Trenza investigación histórica y ficción; recursos periodísticos y literarios; sus lecturas de los clásicos y las de novela negra; todo ello para retratar la idiosincrasia cubana.
Padura/Conde descubre en la vejez un refugio en la amistad, en la lengua, en el arte y en la literatura “manque mal paguen”. Muchos detractores le reclaman esto último. El que le vaya bien, el que haya tenido éxito, el que tenga “rabo de paja” que le permita ciertas libertades con el régimen. He de nombrar a mi socio en Ala de Cuervo, el escritor Teódulo López Meléndez cuando dice: “Hay que aprender a escribir en dictadura”.
Y agrego: Hay que premiar y proteger al escritor cubano que escribe desde adentro, que describe a los torturados, a los muertos, a sus victimarios; a los exiliados, a los rezagados, a los aprovechadores, a los cómplices, a los burócratas, a los artistas, a los escritores, a personas reales o imaginarias del pueblo cubano sometidos todos a la fuerza impetuosa de la realidad y de la ficción en permanente ebullición literaria.
Padura hace de su idioma vernáculo un asunto universal aun a sabiendas de las limitaciones de la denuncia. No en vano comienza el último capítulo de Personas decentes parafraseando al poetaMandeltam
“…nuestras palabras no se escuchan a diez
pasos”.
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