Las sirvientas del domingo: el irónico humanismo de Elías Scherbacovsky

 



 

Por Luis Benítez

Que para los buenos escritores no existen temas menores es algo bien sabido y en ocasiones hasta damos con sus mejores ejemplos. Un episodio como el asesinato de una anciana usurera a manos de un mísero estudiante, que acosado por un inspector de policía termina confesando su culpa, es hoy –en medio de tantos horrores como describe la prensa- apenas digno de 15 líneas en las últimas páginas de un medio amarillista. Pero lo toma como excusa para la mejor prosa alguien como Fiódor Mijáilovich Dostoyevski y nos deja Crimen y castigo. 

 

Ese acierto vuelve  a confirmarse en el caso de Las sirvientas del domingo, nueva entrega de Elías Samuel Scherbacovsky (La Plata, Argentina, 1936), quien ya anteriormente demostró sus capacidades narrativas en novelas como La Monalisa de Jerusalén, El padre de los monos, Los resentidos de la Patagonia –más los relatos reunidos en Obituarios escogidos-, Galia y el limpiador de edificios y Soleá: Un gitano en el kibutz.

 

Las sirvientas del domingo es un volumen de cuentos lanzado por Ediciones Simurg (www.edicionessimurg.com.ar), de Argentina, hace pocos meses (ISBN 978-987-554-229-7, 128 pp., Buenos Aires, 2021) que reúne en sus páginas cinco relatos titulados por Scherbacovsky: “Gastón Lerchundi entre la vida y la perfección”, “Bacigalupo me visita en Jerusalén”, “Las sirvientas del domingo”, “Méndele Saratogo y la fidelidad” y “El testimonio de Olinda”.

 

Con pareja calidad, este quinteto de historias se ocupa de existencias dominadas por la sordidez que empaña lo cotidiano, donde la infelicidad, los añejos desengaños, la ambición sin fundamento ni puerto posible, el desmadre emocional y el vacío interior que retrata el autor con fidelidad fotográfica –un preciso blanco y negro que no necesita de añadidas coloraturas- no le impiden a este sugerir qué dignos de ternura y compasión resultan ser sus personajes, a los que reviste de una carnadura que nos resulta preocupantemente familiar.

 

Scherbacovsky bien conoce los entresijos y las esquinas que ofrece la condición humana, sus contradicciones y límites, pero solo con ese saber no se edifica una obra literaria de los calibres que demuestran sus relatos. Es necesario poseer su maestría para los juegos de indicios, las pistas que el autor sabe cómo brindar con la mera descripción de un tic, la pausa de un silencio, un premeditado equívoco, la falta de término de una frase, la pintura más acabada de los caracteres que ha ficcionalizado para volverlos más reales todavía que muchas personas a las que suponemos conocer y que tratamos en la vida diaria sin prestarles mayor atención. Sujetos que guardan, como Gastón Lerchundi, tal como Atilio Bacigalupo, Enrique Carrera Gutiérrez, Méndele Saratogo o el inefable y kafkiano señor R. y la enternecedora Olinda –dúo inolvidable del muy logrado cuento que cierra el volumen-, una relación directa con esa realidad que, gracias al arte de escritores como quien nos ocupa, se transforma en representación de sus ficciones.

 

Estamos refiriéndonos a un autor que domina como pocos  la habilidad de resumir en una frase, un párrafo corto, la vacilación que teclea en falso dentro de una respuesta, un conjunto de visiones y perspectivas que en otros textos necesitan de páginas enteras para conducirnos a un sitio similar. Y Scherbacovsky lo logra, además, sin apelar a enrarecimientos de la escritura, citas ripiosas, falsos atajos que demoran y entorpecen el acceso al potente núcleo de sentidos que logra desnudar ante nosotros. Su discurso narrativo tiene una fluidez acuática, tan natural que nos lleva con ella a donde nos quiere conducir sin tropiezos ni desvíos; una sencillez expresiva que el lector avezado inmediatamente reconoce como resultado de un complejo trabajo narrativo que simula ser casual, como al desgaire, para así acrecentar todavía más su vigorosa irrupción –y permanencia- en la sensibilidad de quien lee. 

Y la ironía, otro elemento fundamental en el arsenal literario de que dispone el escritor que anima estas ficciones,  está dirigida invariablemente a poner de relieve esas bajezas, miserias, debilidades y efímeras grandezas que nos constituyen y nos dan entidad diferenciada, por lo que Scherbacovsky la utiliza para mejor pintar qué es lo humano y apiadarse de ello, apiadarse siempre, aunque sonría amargamente cada vez que  ella surge bajo el pulso de sus dedos.

 

Sin duda se trata de un texto de relevancia visible y palpable, cuyo único defecto estriba en su brevedad: uno de esos que hace lamentar al lector que acabe y no continúe más allá de su última página.

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