Por Luis Benítez
Que para los buenos escritores no existen temas menores es algo bien sabido y en ocasiones hasta damos con sus mejores ejemplos. Un episodio como el asesinato de una anciana usurera a manos de un mísero estudiante, que acosado por un inspector de policía termina confesando su culpa, es hoy –en medio de tantos horrores como describe la prensa- apenas digno de 15 líneas en las últimas páginas de un medio amarillista. Pero lo toma como excusa para la mejor prosa alguien como Fiódor Mijáilovich Dostoyevski y nos deja Crimen y castigo.
Ese acierto vuelve
a confirmarse en el caso de Las
sirvientas del domingo, nueva entrega de Elías Samuel Scherbacovsky (
Las sirvientas del domingo es un volumen de cuentos
lanzado por Ediciones Simurg (www.edicionessimurg.com.ar), de Argentina, hace
pocos meses (ISBN 978-987-554-229-7, 128 pp., Buenos Aires, 2021) que reúne en
sus páginas cinco relatos titulados por Scherbacovsky: “Gastón Lerchundi entre
la vida y la perfección”, “Bacigalupo me visita en Jerusalén”, “Las sirvientas
del domingo”, “Méndele Saratogo y la fidelidad” y “El testimonio de Olinda”.
Con pareja calidad, este quinteto de historias se ocupa
de existencias dominadas por la sordidez que empaña lo cotidiano, donde la
infelicidad, los añejos desengaños, la ambición sin fundamento ni puerto
posible, el desmadre emocional y el vacío interior que retrata el autor con
fidelidad fotográfica –un preciso blanco y negro que no necesita de añadidas
coloraturas- no le impiden a este sugerir qué dignos de ternura y compasión
resultan ser sus personajes, a los que reviste de una carnadura que nos resulta
preocupantemente familiar.
Scherbacovsky bien conoce los entresijos y las esquinas
que ofrece la condición humana, sus contradicciones y límites, pero solo con
ese saber no se edifica una obra literaria de los calibres que demuestran sus
relatos. Es necesario poseer su maestría para los juegos de indicios, las
pistas que el autor sabe cómo brindar con la mera descripción de un tic, la
pausa de un silencio, un premeditado equívoco, la falta de término de una
frase, la pintura más acabada de los caracteres que ha ficcionalizado para
volverlos más reales todavía que muchas personas a las que suponemos conocer y
que tratamos en la vida diaria sin prestarles mayor atención. Sujetos que
guardan, como Gastón Lerchundi, tal como Atilio Bacigalupo, Enrique Carrera
Gutiérrez, Méndele Saratogo o el inefable y kafkiano señor R. y la
enternecedora Olinda –dúo inolvidable del muy logrado cuento que cierra el
volumen-, una relación directa con esa realidad que, gracias al arte de
escritores como quien nos ocupa, se transforma en representación de sus
ficciones.
Estamos refiriéndonos a un autor que domina como
pocos la habilidad de resumir en una
frase, un párrafo corto, la vacilación que teclea en falso dentro de una
respuesta, un conjunto de visiones y perspectivas que en otros textos necesitan
de páginas enteras para conducirnos a un sitio similar. Y Scherbacovsky lo
logra, además, sin apelar a enrarecimientos de la escritura, citas ripiosas,
falsos atajos que demoran y entorpecen el acceso al potente núcleo de sentidos
que logra desnudar ante nosotros. Su discurso narrativo tiene una fluidez
acuática, tan natural que nos lleva con ella a donde nos quiere conducir sin
tropiezos ni desvíos; una sencillez expresiva que el lector avezado
inmediatamente reconoce como resultado de un complejo trabajo narrativo que simula
ser casual, como al desgaire, para así acrecentar todavía más su vigorosa
irrupción –y permanencia- en la sensibilidad de quien lee.
Y la ironía, otro elemento fundamental en el arsenal
literario de que dispone el escritor que anima estas ficciones, está dirigida invariablemente a poner de
relieve esas bajezas, miserias, debilidades y efímeras grandezas que nos
constituyen y nos dan entidad diferenciada, por lo que Scherbacovsky la utiliza
para mejor pintar qué es lo humano y apiadarse de ello, apiadarse siempre,
aunque sonría amargamente cada vez que ella
surge bajo el pulso de sus dedos.
Sin duda se trata de un texto de relevancia visible y
palpable, cuyo único defecto estriba en su brevedad: uno de esos que hace
lamentar al lector que acabe y no continúe más allá de su última página.
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