Por Renato
Sandoval Bacigalupo
La plaga nos llegó como una nueva forma
de colonización.
Reemplazó nuestras plumas por jeringas, y el sol
por la gota congelada de la luna en el sidario.
Pedro
Lemebel
¿A cien años del inicio del sida?
Eso
es lo que postulan recientes investigaciones sobre el origen del sida. Este
virus – que ha ocasionado la muerte de más de cuarenta millones de personas-, habría
surgido a principios de 1920 en Kinshasa (ex Leopoldville), actual capital de
la República Democrática del Congo (ex Congo Belga), para luego expandirse por
el resto del mundo a partir de los años 60 y ser identificada y bautizada
oficialmente como VIH-SIDA el 5 de junio de 1981. Desde entonces hasta la fecha
muchos ríos de todo tipo han pasado bajo los puentes, entre ellos los hechos de
tinta y papel transformados en libros de literatura de ficción (sic) sobre este
candente tema, que abarrotan los anaqueles de las librerías en todos los
confines del planeta. (Ver una breve lista de libros en recuadro)
Por cierto, pese a la reciente
pandemia del Covid-19 que nos ha puesto en serios aprietos hasta que surja una
vacuna que la controle, el sida sigue presente entre nosotros, aunque para
muchos su demoledora existencia ya es casi un asunto pasado. “Pero yo no hablaría de ningún modo
de falta de vigencia del sida”, protesta George Stambolian, profesor
universitario y editor de antologías de gay fiction. “Diría más bien
que, por ejemplo, en lo concerniente a la guerra de Vietnam -sobre la que las
primeras novelas decentes aparecieron diez o quince años después-, los tiempos
de reacción han sido mucho más rápidos. Y poco antes de esta serie de novelas,
ha habido textos teatrales, poesía y cuentos.” Hay que suponer que algo similar
sucedería dentro de algunos años, cuando el covid haya sido controlado luego de
haber asolado medio mundo, o casi. De la misma manera que, por ejemplo, en el
Perú, a partir de la década de 1990 empezó a desarrollarse una narrativa que
hasta hoy está tratando de dar cuenta de la devastadora violencia ocasionada
por Sendero Luminoso y el MRTA, desatada una década antes.
Pero volviendo a
Stambolian, este retoma el aire y añade: “Después de la segunda guerra mundial,
muchos escritores se preguntaban cómo hablar de los campos de concentración
(seguramente él pensaba en Adorno, quien en su momento se preguntaba si era
válido escribir poesía luego de Auschwitz). Pues bien, el sida es como
Auschwitz: un tema imposible. Para llegar hasta el horror, se corre el riesgo
de caer en lo melodramático.” Pero también es cierto que escribir sobre el sida
resulta peligroso porque es un asunto muy politizado, de manera especial en
países con regímenes teocráticos y autocráticos, sean de derecha o izquierda. Con
todo, quien escribe sabe que no solo sería juzgado únicamente a partir de la
eficacia de su prosa, sino también según los criterios de lo políticamente
correcto.
Tema y
variaciones
Pero ¿cuáles son
los temas de este género literario? En principio, preguntas como: ¿por qué
estamos en el mundo? ¿por qué debemos morir? ¿por qué nosotros? ¿por qué ahora?
Existe también un fuerte sentimiento de pérdida de la comunidad dionisíaca,
basada en el placer, mientras dicha comunidad se transforma mediante la
aparición de “variables” como la compasión y la fraternidad, las cuales hacen
que se estrechen los lazos entre los caídos en el campo de batalla del amor sin
barreras.
Sin embargo, si nos limitamos a los primeros autores
que se estrenaron en este asunto, ha habido y aún hay quienes no se solidarizan
con la delicada situación. Tal es el caso de David Leavitt, de El idioma
perdido de las grullas, en donde se menciona solo una vez al sida. Aunque
en la perturbadora novela Salón de belleza, Mario Bellatín calla
estupendamente ese término en todos los idiomas. “Para mí no ha sido, como para
ellos, una invasión que ha arrasado con mi vida”, se defiende Leavitt. “Lo que
no significa que no esté interesado o comprometido. Pero desde el punto de
vista artístico, un escritor responde a lo que le toca personalmente. De hecho,
no escribo como si el sida no existiera. Todo lo contrario. En la novela que he
escrito se cuenta acerca de una pareja monógama, lo que es significativo: cuando
uno de los dos traiciona, lo hace dejándose caer obsesivamente en el sexo vía
la computadora todas las tardes en su oficina.”
El sida
como experiencia auténtica
De otro lado,
ocurre que muchos le hablan a Paul Monette de su libro Amor en soledad
como “tu libro”, mientras que en realidad se trata de un informe desgarrador
sobre la enfermedad y la muerte de su compañero. Es como para recordar la
película del Filadelfia de Jonathan Demme, basada en una novela homónima
de Christopher Davis (ahí lucen la pareja Tom Hanks-Antonio Banderas y su
abogado Denzel Washington), con una trama parecida. Y muchos otros han pensado
que el mencionado Davis, autor también de Valle de las sombras,
estuviera de veras enfermo. El hecho, por ejemplo, de que el libro se
interrumpa en las palabras “Yo recuerdo”, sin el punto, indicaría que el
escritor ha muerto. Sin embargo, no lo está y más bien defiende la así llamada
promiscuidad de los 70 y 80 del siglo pasado. Dice: “Es innegable que aquel
estilo de vida se ha hecho peligroso, pero ello no debería ser medido con un
criterio moral. Había allí un sentido extraordinario de fusión, lo que me hace
recordar que los momentos sexuales más memorables de mi vida han sido con
desconocidos.” Y a esto viene a cuento la estremecida canción con que cierra la
película mencionada: The fuse (La fusión) de Bruce Springsteen.
Algo semejante ocurría
con el dramaturgo y novelista francés Cyril Collard, quien llevó al cine su
propia vida con el título Las noches salvajes (1993), que ese año obtuvo
el premio César de la Academia Francesa, solo que tres días antes de su entrega
murió por causa del sida. En la intensísima cinta, Collard se representaba a sí
mismo, bisexual portador del VIH como en realidad lo era, y donde la pasión, el
desenfreno y la autodestrucción iban de la mano. Tremenda esa escena en la que
se le ve bajo un puente casi derruido del Sena, donde tenía sexo con grupos de
otros hombres como él, totalmente desconocidos y cuyos rostros ocultaba la penumbra.
Pero no siempre
las cosas son melodramáticas. Se dan también melodramáticas, nostálgicas o de
negro humor. Es el caso de la reciente novela-cómic Trapicheos en la Segunda
Avenida (2018) de la norteamericana Joyce Brabner. En ella se muestra la
historia real de un grupo de artistas y activistas neoyorquinos que subían a
una furgoneta con dirección a la frontera mexicana con miras a conseguir,
mediante el contrabando, una medicina ilegal que todos consideraban como la
única manera de curar a sus amigos y compañeros.
También hay
episodios macabros y a la vez desopilantes; la rivalidad y la vanidad no se
detienen ni siquiera al pie del lecho de muerte. Como aquel escritor que viendo
al “rival” en la portada de una revista, estalla de rabia, diciendo. “¡Pero
quién se cree este! ¡Yo tengo más sarcomas de Kaposi que él!” O el chiste que
en su película le cuenta Collard a su amante: de un tipo moribundo que aparentemente
tiene tatuado en su pene la palabra “AIDS” (SIDA), pero cuando empieza a
masturbarse y crece su miembro aparece el tatuaje completo: ya no decía “AIDS”
sino “ADIDAS”, la marca olímpica.
Como se puede ver, la narrativa
sobre el sida tiene muchas tonalidades, algunas de las cuales son por lo demás
fantasiosas y alucinantes, lo que no necesariamente las dota de especial
calidad literaria. Tomemos, por ejemplo, El segundo hijo de Robert
Ferro. En ese libro no se profiere la palabra sida, solo se le llama “eso”,
pero narra la historia de dos amantes que sueñan escapar de él participando en
una expedición gay espacial hasta la estrella Sirio, sometiéndose a una cura
que supone vampirescas transfusiones de sangre por parte de padres y hermanos; mientras
tanto se dirigen a una cabaña en donde los visita un gato negro que es tal vez
la reencarnación de un ex amante de uno de los dos.
En esa obra,
paradójicamente, el miedo se acaba porque ambos protagonistas tienen la
enfermedad y ya no se atormentan con el riesgo de contagiarse o de ser
contagiados. “Me planteé el problema de si tenía o no el derecho a escribirlo”,
señala Ferro. “Pero a la postre decidí que sí porque estaba demasiado
involucrado en el asunto y porque no soportaba lo que se decía o escribía sobre
el sida; quería luchar contra la tendencia a culpar a las víctimas, como si un
vicio tuviese criterios morales. Había también un motivo un tanto supersticioso
en mi vacilación. Temía que escribir me hiciese vulnerable, como si en el fondo
uno se diera el permiso de enfermarse.”
Asimismo, hay historietas cruciales dirigidas a niños o adolescentes,
como es el caso de La cometa rota de Paula Fox, que cuenta sobre un
padre homosexual que en la última fase de la enfermedad pugna para que su hijo
acepte su condición, algo que este rechaza y que sigue rechazándolo aun después
del deceso de su padre. Otros autores se destacan más bien por el furor y la
ferocidad con que desarrolla el tema, pero no con un afán autodestructivo sino
para denunciar la marginación, la injusticia y el desprecio de la sociedad
pacata, hipócrita y despreciable que los alberga. Notables en ese sentido son
los casos del estadounidense Tom Spanbauer, del español Luis Antonio de Villena
y del chileno Pedro Lemebel. Del primero es conocida su “escritura peligrosa” (dangerous
writing) que busca siempre producir en los lectores miedo, vergüenza y conmoción
aristotélica, lo que sin embargo a veces puede ser efectista y sencillamente manipulador.
Casi en la misma línea, aunque con más autenticidad y desenfado y por lo mismo
más eficaz, se encuentra la obra de de Villena, uno de los más reconocidos del
epicureísmo homoerótico en España.
Pero es en el caso único del chileno Pedro Lemebel donde todas las
rabias, las furias y los dolores producidos por la enfermedad entre travestis,
potenciadas al infinito en el submundo urbano de su natal Santiago, se
transustancian en una belleza inconmensurable, intensa y alucinante como pocas,
y que se inflama a raíz de un lenguaje barroco, lleno de metáforas que
deslumbran por mostrar la íntima conexión que puede haber entre lo más pestífero
del mundo con las ganas eternas de supervivencia y quizás también de una pizca
de amor. En Loco afán: crónicas de un sudario, entre las muchas frases
que dejan sin aliento al lector, encontramos, por ejemplo: “Agradezco a Dios
por tener sida porque así me da más ganas de vivir.” O “El sida, para la Loba
trastornada, se había transformado en promesa de vida, imaginándose portadora
de un bebé incubado en su ano por el semen fatal de ese amor perdido. Ese
príncipe le había plantado la fruta una noche de galera romana, y después, al
alba, se había marchado dejándolo preñada de naufragio.” O aún: “Unos glúteos
asomados por el drapeado de las sábanas, goteando el suero proletario de la
tropa soldadesca. Una mano abierta que soltó la matraca para agarrar el caño desinflado
de la eyaculada guerra.” (Ver más en el recuadro)
Develamiento
y gueto
Por su parte,
George Whitmore, autor de Nebraska, hablaba con extremo pudor de su mal,
que lo llevó a la muerte en 1989, a los 44 años. Entonces él aún conservaba la
belleza que siempre le había sido característica. “Admitir que se tiene sida es
como salir al frente con tu homosexualidad por segunda vez. Corres riesgos
emotivos y riesgos sociales, y los primeros son los peores. Pero he creído que
debía violar mi privacidad porque pensaba que era inmoral pedir a la gente que
pusiera su alma al desnudo y no hacerlo después yo. Tengo la presunción de que
mi libro no sea motivo de propaganda ni de polémica. Mi objetivo es llevarle al
lector un mundo que no conoce. ¿No es este en el fondo el propósito de toda
novela? Aún estamos tratando de decidir qué lenguaje usar. La cultura gay
urbana no está a un nivel respetable.” Pero considerando que hoy, a leguas de las
sombrías palabras de entonces, el movimiento LGTBI+ ha ganado fuerza y
reconocimiento en gran parte del mundo, a Whitmore este hecho le habría
tranquilizado y alegrado.
Edmund White,
autor de la muy exitosa El cuarto hermoso está vacío, comparaba el
estado de esta literatura en Estados Unidos y Francia. Él está felizmente
casado desde 2012 con Michael Carroll, con quien -dice, ufano- se lleva mucho
mejor luego de dos infartos que White sufrió durante su matrimonio. “En Estados
Unidos todo funciona con guetos. La novela judía, la negra, la femenina, la
cultural y, claro, la gay, que se exhiben con sus respectivos cartelitos en los
estantes de las librerías. Esto desbarata una de las mayores ambiciones de la
literatura que es la de ligar diversas experiencias. La verdad es que en este
país yo soy leído sobre todo como gay, mientras que en Francia, donde he vivido
muchos años, escritores como Reynaud Camus, Ives Navarre, Dominique Fernandez,
por completo gays, son reconocidos por el establishment literario.” Así
se expresa White, sin tratar de disimular su contrariedad y embarazo. Y añade:
“Solo desde hace relativamente poco tiempo las novelas gay aquí son comentadas
en los grandes diarios, y a menudo con la pregunta: ‘¿Pero por qué todo este
sexo? ¿Pero por qué casi todos los personajes son gays?’; como si uno
preguntase a un escritor determinado la razón por la que todos sus personajes
son heterosexuales.”
Camino al
holocausto
Por último, el
ya mencionado Paul Monette y con varios libros taquilleros en su haber, hasta
poco antes de su muerte por el virus en 1995, a los 49 años, espetaba siempre
con urgencia y atrabiliario humor: “El sida es sangre y es mierda… Yo escribo
para aquellos que leerán dentro de cincuenta años. Ellos verán la mayor parte
de la producción gay actual y no entenderán su ‘frivolidad’. Es un poco como ir
a la Ópera de Mónaco durante la segunda guerra mundial. Yo tenía muy en claro
que quería escribir el equivalente a El diario de Ana Frank. Pues lo que
está sucediendo es ni más ni menos que nuestro holocausto.”
Si eso en
realidad sucede o sucederá, se espera que mantendremos vivo el arte. Él nos
dará fe de las vicisitudes y prerrogativas del ser humano y revelará que alguna
vez hicimos lo mejor para lograrlo todo, aunque a la postre no pudimos
conseguir nada. (RSB)
55
novelas sobre el sida en español
-Antes [de] que anochezca (1992), de Reynaldo Arenas.
-Loco afán. Crónicas
de sidario (1997), de Pedro Lemebel.
-El
desbarrancadero (2001), de Fernando Vallejo.
-Salón de
belleza (1994; 2019, versión definitiva), de Mario Bellatín.
-Pájaros de
la playa (1993), de Severo Sarduy.
-Vivir afuera
(1998), de Rodolfo Fogwill.
-Más grande
que el amor (1990), de Dominique Lapierre.
-Moriré, pero
mi memoria sobrevivirá (2014), de Henning Mankell.
-Hasta la
derrota siempre (1998), de Gerardo Markuleta.
-Loco por
Vincent (1989), de Hervé Guibert.
-Al amigo que
no me salvó la vida (1990), Hervé Guibert.
-El protocolo
compasivo (1991), de Hervé Guibert.
-Paraíso
(1993), de Hervé Guibert.
-Citomegalovirus
(1994), de Hervé Guibert.
-Un año sin
amor: diario del sida (1998), de Pablo Pérez.
-Deja escapar
a los lobos (2012), de Carol Rifka Brunt.
-Hacia la
boda (1995), de John Berger.
-Un asunto de
vida y sexo (1991), de Oscar Moore.
-¿Por qué a
mí? (1997), de Valeria Pissa Polizzi.
-Amando en
tiempos de silencio (1995), de Timothy Conigrave.
-El destino
mío (1993), de Larry Kramer.
-Crónica de
la noche (1998), de Colm Tóibín.
-El faro de
Blackwater (2001), de Colm Tóibín.
-Ángeles en
América: una fantasía gay sobre temas nacionales (1992), de Tony Kushner.
-Sida, mi
camino en la vida (1996), de Markus Commerçon.
-Un corazón
normal (1990), de Josep Costa.
-Esta salvaje
oscuridad: la historia de mi muerte (1996), de Harold Brodkey.
-El corazón
oscuro de la tierra (1998), de Scott Heim.
-No llores,
Laura (1999), de Francesca Aliern Pons.
-La vida
hacia atrás (1995), de Anne Duguël.
-Gente en
apuros (1993), de Sarah Schulman.
-La mejor
parte de los hombres (2008), de Tristán García.
-Ravelstein
(2000) de Saul Bellow.
-Los ojos del
perro siberiano (1998), de Antonio Santa Ana.
-Hasta lo que
sea (1996), de Martha Humphreys.
-Blau
turquesa (1999), de Marina Rubio.
-Las
provincias del alma (2003), de Lydia Cacho.
-La ansiedad.
Novela trash (2004), de Daniel Link.
-Trapicheos
en la Segunda Avenida (cómic) (2018), de Joyce Brabner.
-París-Austerlitz
(2016), de Rafael Chirbes.
-Futuro imperfecto
(2010), de Xulia Alonso Díaz.
-Píldoras azules
(cómic) (2004), de Frederik Peeters.
-Amor sin
decir Amalia (2002), de Elena Pita.
-La ciudad de
los cazadores tímidos (2001), de Tom Spanbauer.
-La cometa
rota (cómic) (2004), de Paula Fox.
-¿Dónde están
tus zapatos? (2009), de Patricia Soler.
-La historia
de la familia Roccamatio de Helsinki (2004), de Yann Martel.
-La línea de
la belleza (2004), de Alan Hollinghurst.
-La mar no
está sola (1996), de Robert Saladrigas.
-Mi hermano (1997),
de Jamaica Kincaid.
-Personas
como yo (2012), de John Irving.
-Hasta la
derrota, siempre (1998), de Juan Luis Zabala.
-Malditos
(2016), de Luis Antonio de Villena.
-Las noches
salvajes (1989), de Cyril Collard.
Un
fragmento de Loco afán. Crónicas de un sidario (1996), de Pedro Lemebel
En uno de estos
lugares, al calor delirante de la farra marucha, es fácil encontrar una loca
positiva que acceda a contestar algunas preguntas sobre el tema, sin la
mascarada cristiana de la entrevista televisiva, sin ese tono masculino que
adoptan los enfermos frente a las cámaras, para no ser segregados doblemente.
Más bien jugando un poco con el aura star de la epidemia, así, revertir el
testimonio, el indigno interrogatorio que siempre coloca en el banquillo de los
acusados al homosexual portador.
-¿Por qué
portador?
-Tiene que ver
con puerta.
-¿Cómo es eso?
-La mía es una
reja, pero no de cárcel ni de encierro. Es una reja de jardín llena de
florcitas y pájaros.
-¿Barroca?
-No sé lo que es
eso, puede ser, una verja llena de cardenales.
-¿Y adónde
conduce?
-Al jardín del
amor.
-¿Se abre?
-Siempre está
abierta de par en par.
-¿Y qué hay en
el jardín?
-Un asiento
también de fierro, igual que la reja llena de...
-Pájaros y
florcitas.
-Y también
corazones.
-¿Partidos?
-Bueno un
poquito, alguna trizadura por aquí, otra por acá, pero sin flechas. Eso del
angelito cupido es cuento hétero, en vez de flechas, jeringas.
-¡Uy qué heavy!
-¿Qué tanto? Si
los pinchazos ahora me excitan.
-Bueno,
estábamos en el amor. El jardín portador del amor. ¿No crees que te corres del
tema?
-Siempre, nunca
tienen que saber lo que estás pensando.
-¿En qué estás
pensando?
-Yo no pienso,
soy una muñeca parlante. Como esas Barbys que dicen 1 love you.
-¿Hablas inglés?
-El sida habla
inglés.
-¿Cómo es eso?
-Tú dices
Darling, I must die, y no lo sientes, no sientes lo que dices, no te duele,
repites la propaganda gringa. A ellos les duele.
-¿Y a ti?
-Casi nada, hay
muchas cosas por las que vivir. El mismo sida es una razón para vivir. Yo tengo
sida y eso es una razón para amar la vida. La gente sana no tiene por qué amar
la vida, y cada minuto se les escapa como una cañería rota.
-¿Es un
privilegio?
-Completamente,
me hace especial, seductoramente especial. Además, tengo todas las garantías.
-¿Cómo así?
-Mira, como
portador, tengo médico, sicólogo, dentista, gratis. Estudio gratis. A quien le
cuento el drama se compadece y me dice al tiro que sí a lo que pido.
-Menos al amor.
-Bueno, a la
gente le gusta que tú te mueras, se sienten más vivos, más seguros. Pero los
portadores estamos más allá del amor. Sabemos más de la vida, pero por
descuentos. Este mismo minuto yo soy más feliz porque no habrá otro.
-Nunca hay otro
para nadie.
-Pero no es lo
mismo; tú verás nevar alguna vez si vas a Farellones o a otra parte donde van
los ricos. Pero yo nunca, porque puede que ya no esté. Y esa nieve se derrite
siempre antes que yo llegue. Es un sueño que siempre tengo. Pongo la mano para
recibir un copo y me cae agua. ¿Te fijas? Algo siempre está partiendo.
-¿Cómo una
carrera contra el tiempo?
-Se me evapora
el alma antes de llegar.
-¿Cómo la
canción?
-Claro, pero sin
música. Los deseos, las ganas. Ahí estamos tratando de agarrarlos.
-¿Y ser viejo?
-Bueno, ahí
tienes otra garantía. Nunca seré vieja, como las estrellas. Me recordarán
siempre joven.
-¿Y si
encuentran el remedio?
-Me muero igual,
porque de aquí a que llegue a Latinoamérica, y a qué precio. ¿Te imaginas lo
que va a costar? Como siempre, se salvan las ricas primero.
-Como el AZT
-Sí, pero para
mí, el AZT es como la silicona, te alarga, te agranda, te engorda, te pone unos
tiempos más de duración. Hay travestis que se lo inyectan ellos solos.
-¿El AZT?
-No, la
silicona. En
-Eso era en
Talca. ¿Hay mucho sida por allá?
-Igual que en
todas partes. Ahí supe que los travestis le dicen la sombra.
-¿Cómo?
-Se pegó la
sombra dicen. Es bonito fija té. Es como la sombra de los ojos. ¿Te Fijas que
todos los que tenemos sida, tenemos una mirada matadora?
-Sin regreso...
-¿Te fijas que
algo se va cuando dejas de mirarme? Algo se rompe. Mírame
-Te estoy
mirando.
-No, no me estás
mirando a mí, estás mirando mi muerte. La muerte tomó vacaciones en mis ojos.
-¿Por qué tanta
poesía? ¿Te ablanda el drama? ¿Es más soportable?
-Mira, yo no
hablo de poesía, más bien de poseída.
-¿Y escribes?
-A veces, en
esos días abochornados cuando está a punto de llover. Me gustaría que estuviera
lloviendo cuando... Cuando me llegue la hora pues, las flores duran más tiempo
con el agua.
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