A propósito de
la actual muestra “¡El surrealismo soy yo!”
Por Renato Sandoval Bacigalupo
“Sí, estoy
convencido de ser el salvador del arte moderno, el único capaz de racionalizar
imperialmente, embelleciéndolas, todas las experiencias de los tiempos modernos,
dentro de la gran tradición clásica del realismo y del misticismo que
constituyen la misión suprema y gloriosa de España.”
Así se
autoproclamaba el impío y excomulgado Salvador Dalí i Domènech (1904-1989), a
poco tiempo de mudarse para siempre al cielo de los elegidos, donde
probablemente su presencia no sería grata. Es el artista, mitad bufón, mitad
demonio, el de los bigotes alados, el Hermes de las locuras, maestro de la
megalomanía y de la extravagancia, quien hasta los últimos instantes de su vida
supo suscitar el asombro y el desconcierto de muchedumbres que lo admiraban o
maldecían. Al igual que su vida, el postrer tránsito llegó a concitar el
interés de la prensa y de la opinión pública mundial, a las que él supo hábil y
tal vez malignamente manipular. Las largas horas y los jadeantes días su agonía
parecerían al más suspicaz la forma más maquiavélica, pero también desopilante,
de hacerse propaganda hasta in extremis, dando tiempo a los periodistas
para preparar los extensos y bien informados obituarios correspondientes a su
real y definitiva muerte. Algunos reporteros nada reservados aseveraban que Dalí,
desde su lecho de moribundo, aprobaba, corregía o rechazaba los textos que llegaban
a sus manos temblorosas.
¿YO, EGÓLATRA?
Es claro,
empero, que la crítica lo detestaba. Dalí era egocéntrico (seamos sinceros, ¿qué
artista no lo es?) y de mal carácter, lo suficiente como para alejar de sí a
los críticos que veían en su arte un desdoblamiento de la ética. Resulta
evidente que sus declaraciones fanfarronas, los libros en que se glorificaba,
sus alardes de genialidad, lo apartaban de los reductos “serios” del arte. En
este punto y guardando las distancias, me pregunto si algo semejante sucedía
con nuestro Abraham Valdelomar, autobautizado como Conde de Lemos, quien cuando
saludaba con la mano a alguien, a este le decía que el Perú era él, solo él.
Como sea, la prensa de hecho le tenía adoración a Dalí, lo mismo que este a
ella.
Difícil, muy
difícil, imaginarlo sin compañía de los medios de comunicación que lo
vedetizaron, convirtiéndolo en una estrella o en un ser divino al que solo Dios
le podía acompañar. Era imposible, eso sí, un reportaje sin suceso cuando el
artista explicaba el marxismo a través de la barba de Marx y los bigotes de
Stalin, el inventor del mostacho vertical, mientras que los suyos, a su decir,
nunca hubieron podido servir al comunismo porque eran “súper alegres y
verticalmente ascendentes”. Declaraciones en apariencia tan sacrílegas como
estas provocaron su expulsión, en 1934, del grupo surrealista, capitaneado por
André Breton. Ironía estupenda: los escandalizadores por antonomasia se habían
encontrado por fin con la horma de su zapato.
EL REACCIONARIO Y LA VANGUARDIA
Monarquista
convicto y confeso (casi como Martín Adán, reaccionario, clerical y civilista),
además de casi incondicional del abyecto gobierno de Franco, Dalí no aceptaba
la idea de los surrealistas de una política revolucionaria, pese a haber
revolucionado él mismo el concepto de artista en el siglo veinte. No solo fue
la imagen del surrealismo lo que acondicionó; también se constituyó en uno de
los que contribuyeron a popularizar (sic) el inconsciente, una de las nociones
centrales de nuestra cultura psicoanalizada y neurótica. Y en esto Dalí debería
ser considerado un hombre de vanguardia. No importa aquí que sarcásticamente
Freud (de quien Darío hizo un retrato 1934) hubiera dicho a Arnold Hauser,
insigne historiador de arte, que solo le interesaba el aspecto técnico y
consciente de su pintura.
Puede que como
pintor fuese inferior a Picasso o sin la inteligencia fría y deslumbrante de
Duchamp, pero resulta innegable que inventó el modelo mitológico del artista
del siglo pasado, el cual fuera adaptado por Andy Warhol en el mundo chic de
Nueva York. Técnicamente, las innovaciones de Dalí pertenecen más a sus
temáticas delirantes que al arsenal de procedimientos estéticos que el arte
moderno puso en manos de los artistas.
¿DALÍ, FARSANTE?
¿Pero fue él nada
más que un fanfarrón con éxito y con un apetito desmesurado por el dinero
(“Avida Dollars”, fue el célebre anagrama que Breton acuñara con su nombre)?
Para Buñuel -con quien Luis Buñuel realizó en 1929 El perro andaluz,
colaborando al año siguiente en el guion de La edad de oro- la respuesta
era negativa. Según él, lo que Dalí hacía de extravagante no era pose. Si él
sentía ganas de masturbarse delante de un Vermeer -su pintor favorito con
Velázquez y Rafael- no era por payasada, sino porque en realidad tenía ganas de
hacerlo, así de simple.
Con todo,
artísticamente hablando, el Señor de Figueras, su pueblo natal, realizó su obra
más interesante y valiosa entre 1925 y 1935. Lo posterior a esa época inspira,
por decir lo menos, inquietud y desconfianza en lo que atañe a su calidad y
autenticidad. Dalí empezó experimentando la influencia de las escuelas de
vanguardia de las dos primeras décadas del siglo: cubismo, futurismo, cinetismo,
pintura metafísica. De su admiración por De Chirico hay testimonio en su Naturaleza
muerta (1924), en la cual si la retórica objetiva pertenece a la tendencia
italiana, la sensibilidad para la agrupación de los objetos denuncia ya a un
artista original. En 1926, una Cesta de pan demuestra su interés por los
problemas estrictamente técnicos y a la vez su conocimiento de la tradición.
DEL RENACENTISMO
AL MÉTODO PARANOICO CRÍTICO
Dalí no solo
habría de propender al expresionismo, a esa recuperación del ilusionismo
sensorial, sino que con el tiempo habría de partir de esa base para intentar la
reactivación de la técnica renacentista y barroca. Tras una etapa en la que
combina la modalidad realista con experimentaciones aún derivadas del cubismo y
de la pintura metafísica, se manifiesta ya con plenitud la eclosión imaginativa,
estimulada por el surrealismo, tal como se puede advertir en La sangre es
más dulce que la miel o en Las acomodaciones de los deseos (1929).
La imagen
daliniana avanza rápidamente conducida por varios preceptos: la admisión de
recuerdos oníricos; la representación, en una misma obra, de momentos distintos
en el tiempo; y la multiplicación de sentidos representativos en una misma
figura o conjunto de figuras. La relación entre la presencia y la ausencia, el
dinamismo del tiempo, surgen con frecuencia en los cuadros de este período.
El Señor de
Figueras, en su anhelo de ir allende el automatismo de la visión y de la
imagen, descubre el método paranoico crítico que, suponemos, consiste (en
realidad ni él mismo lo supo) en la autoprovocación de delirios imaginativos
partiendo de un estímulo contemplado hasta la obsesión.
A propósito de
esto, en 1958, decía: “Hace treinta años que lo inventé y que lo practico con
éxito, aunque no sepa hasta ahora muy bien en qué consiste exactamente. En
términos generales, se trata de la sistematización más rigurosa de los
fenómenos y materiales más delirantes, con la intención de hacer tangiblemente
creadoras mis ideas más obsesivamente peligrosas.” Y así remata esta
declaración: “Este método no funciona si no se posee un motor de origen divino,
un núcleo viviente, una Gala. Y solo hay una.”
DESDE GALA HASTA
LA ETERNIDAD
Inevitable,
pues, mencionar en este tramo a la rusa Gala, ex mujer del poeta francés Paul
Éluard, quien sin duda fue la única y más grande pasión del pintor. Él se la
robó, literalmente, a Éluard en la década de 1920 al cubrirse con excremento de
cabra y saltando como un troglodita. El estrambótico galanteo del artista
funcionó a la perfección. El padre de Dalí, un notario público, maliciaba de
que Gala era en realidad una espía soviética, por lo que expulsó de casa a la
pareja de lunáticos. Error paterno. Gala colocó a Dalí en las vías del
capitalismo mondo y lirondo, pues fue ella la que le enseñó a su amado amante el
dulce valor del vil metal. Los amigos de la causa surrealista tacharon, en su
momento, ese amor como la mayor desgracia sucedida a Salvador, como si la mujer
lo hubiera convertido en una vedette a la caza de dólares.
Es verdad que
Gala se esforzó para volverse millonaria y era maniática y devota del dinero.
Sus razones tendría para ello. Como quiera que fuese, con la valorización del
arte moderno, habría sido muy difícil que un artista de la talla de Dalí no se
hiciera de un buen capital. Picasso, Matisse, Miró, Tapiès, no tuvieron el
mismo fin que Van Gogh o Gauguin.
Sin embargo, como
bien sabemos, la muerte nos hace igual a todos. Lo mismo que a Dalí, el divino,
el “salvador” del arte moderno, así como a Gala, la única diosa terrestre.
Ahora Dalí, a contrapelo de lo que él quería, sigue siendo embalsamado entre
cientos de obras suyas en su casa-museo de Figueras. ¿Resistirán su pose
arrogante y su mostacho aéreo a los implacables embates del Silencio y del
Tiempo? (RSB)
DOS NOTAS ESCRITAS
POR DALÍ
Noticias de
último minuto sobre Dalí
Es difícil
mantener despierta la atención del mundo por más de media hora seguida. Yo he
conseguido hacerlo durante más de cincuenta años. Mi lema ha sido: “Que se
hablé de Dalí, aunque sea para bien.” He logrado durante ese lapso que los
periódicos publiquen las noticias más fantásticas de nuestra época, enviadas
por teletipo:
París.- Dalí
ha dado una conferencia en La Sorbona sobre La encajera de Vermeer, y el
Rinoceronte. Ha llegado en un Rolls Royce blanco que contiene mil coliflores
blancas.
Roma.- En
los jardines de la princesa Pallavicini, iluminados con antorchas, Dalí renace,
surgiendo de pronto de un huevo cúbico recubierto de inscripciones mágicas de
Raimundo Llul, y pronuncia un discurso explosivo en latín.
Gerona, España.-
Dalí
acaba de celebrar matrimonio litúrgico secreto con Gala, en la ermita de
Nuestra Señora de los Ángeles. Declara: “¡Ahora somos seres arcangélicos!”
París.- En
Montmartre, delante de la Galette, Dalí se dispone a ilustrar su Don Quijote
a tiros de arcabuz sobre piedra litográfica. Declara: “Los molinos hacen
harina. Yo ahora, con harina, voy a hacer molinos.” Y, llenando dos cuernos de
rinoceronte de harina y de migas de pan empapadas de tinta litográficas, las
proyecta violentamente, realizando lo que acaba de anunciar.
Niza.- Dalí
anuncia un filme con Anna Magnani, La carretilla de carne, donde la
heroína se enamora perdidamente de una carretilla.
Barcelona.- Dalí
y Luis Miguel Dominguín han decido realizar una corrida de toros surrealista,
al final de la cual un autogiro, vestido de infante con un traje diseñado por
Balenciaga, se llevará al cielo el toro sacrificado, que será inmediatamente
depositado en la montaña de Monserrat para ser devorado por los buitres- Al mismo
tiempo, en un Parnaso improvisado, Dominguín coronará a Gala, disfrazada de
Leda, a cuyos pies Dalí saldrá desnudo del interior de un huevo.
Londres.- En el
planetario se reconstruye la posición de los astros en el cielo de Port Lligat
en el momento del nacimiento de Dalí. Se proclama, de acuerdo con el análisis
de su psiquiatra, el doctor Roumeguère, la encarnación con Gala del mito
cósmico y sublime de los Dióscuros (Cástor y Pólux). “Gala y yo somos los hijos
de Júpiter”.
Nueva York.- Dalí
desembarca en Nueva York vestido con un traje de astronauta de oro, en el
interior del famoso “ovocípedo” de su invención: “esfera transparente”, nuevo
medio de locomoción basado en los fantasmas provocados por los paraísos
intrauterinos. (Salvador Dalí)
“¡Olé!” o Lorca,
profeta de su muerte
“¡Muere fusilado
en Granada el poeta de la mala muerte, Federico García Lorca ¡Olé!”
Con esta
exclamación típicamente española recibí en París la noticia de la muerte de
Lorca, el mejor amigo de mi adolescencia agitada. Este grito, que lanza
biológicamente el aficionado a las corridas de toros cada vez que el matador
consigue hacer un buen “pase”, o que sale de la garganta de los que jalean a
los cantaores de flamenco, lo proferí en ocasión de la muerte de Lorca para
realzar el modo en que su destino culminaba de una forma trágica y típicamente
española.
Cinco veces al
día, cuando menos, Lorca hacía alusión a su muerte. Por la noche no podía
dormirse si en grupo no íbamos todos a “acostarle”. Una vez en la cama,
encontraba el medio de prolongar indefinidamente las conversaciones poéticas
más trascendentales que han tenido lugar en lo que va del siglo. Casi siempre
terminaba por hablar de la muerte y, sobre todo, de su propia muerte.
Lorca imitaba y
poetizaba todo de lo que se hablaba, en especial de su defunción. La ponía en
escena, recurriendo a la mímica: “¡Mirad -decía- cómo seré en el momento de la
muerte!” Después de lo cual bailaba una especie de ballet horizontal que
representaba los movimientos angustiosos y convulsivos de su cuerpo durante el
entierro, cuando el ataúd descendiera por una de las bruscas pendientes de su
Granada natal. Después nos enseñaba cómo sería su rostro unos días después de
su muerte. Y sus rasgos, que de costumbre no eran hermosos, se aureolaban de
pronto de una belleza desconocida e incluso de una alegría excesiva. Entonces,
seguro del efecto que acababa de producir en nosotros, sonreía, satisfecho del efecto
que le procuraba la absoluta posesión lírica de sus espectadores.
Había escrito:
“El río Guadalquivir tiene las barbas granates, /Granada tiene dos ríos, uno
llanto, el otro sangre.” También al final de la oda a Salvador Dalí (doblemente
inmortal), Lorca hace una inequívoca alusión a su propia muerte y me ruega que
no tarde en seguirle en cuanto florezcan mi vida y mi obra.
Los rojos, los
semirrojos, los rosas e incluso los malvas pálidos aprovecharon la muerte de
Lorca para una vergonzosa y demagógica propaganda, ejerciendo así un innoble
chantaje. Intentaron, e intentan aún hoy, convertirlo en un héroe político.
Pero yo que fui su mejor amigo, puedo dar fe ante Dios y ante la Historia de
que Lorca, poeta ciento por ciento puro, era consustancialmente el ser más apolítico
que jamás haya conocido. Fue simplemente víctima propiciatoria de cuestiones
personales, ultrapersonales, y más que nada víctima inocente de la confusión
omnipotente, convulsiva y cósmica de la guerra civil española.
En todo caso,
una cosa es cierta. Cada vez que, desde el fondo de mi soledad, consigo hacer
emerger de mi cerebro una idea genial o dar una pincelada arcangélicamente
milagrosa, oigo la voz ronca y suavemente sofocada de Lorca, gritándome:
“¡Olé!” (Salvador Dalí)
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