Una nueva mirada a los poemas de Cesare Pavese






Por Renato Sandoval Bacigalupo

Cuando en la mañana del 28 de agosto de 1950, en la habitación más sombría de un hotel turinés, el ama de llaves encontró el cuerpo inerte del suicida Cesare Pavese, el mundo empezaría a lamentar la prematura desaparición de uno de los escritores más importantes y vitales de la literatura europea contemporánea.

Pavese había nacido en 1908 en las verdes y sensuales campiñas de las Langhe piamontesas, envuelto por el amable perfume de heno y las siluetas acezantes de las túrgidas colinas del lugar. Así como sus días transcurrieron intermitentes entre el blando rumor de los arroyos y el tráfago sudoroso de la urbe, de igual modo, el narrador Pavese alternaría entre la terrestre y sanguínea representación de la campiña de sus orígenes y la de la ciudad, ora popular y proletaria, ora burgués e intelectual. Prueba de ello son sus poemas de “Trabajar cansa”, como casi toda su obra narrativa en la que, progresivamente, Pavese irá evolucionando desde una etapa de palabras y sensaciones, hasta un punto en que la anécdota se resuelve en mito y en realidad simbólica, y que tendrá en “Diálogos con Leucó” a su más insigne exponente.

Pero, ¿cómo alcanzar dicho estadio sin antes desmitificar la prosa y la poesía, que a la sazón, en tiempos en que se consolidaba la terrible amenaza fascista, eran enunciado hermético o decadentismo dannunziano? Es entonces que Pavese, sin dejar de padecerse, se violenta a sí mismo, volcándose a la campiña que vive íntima y feraz en su recuerdo, honda en tradición, en antiguo y mítico ritual recogido en los ojos, así como a la urbe, que es reflejo exterior, modernidad, presente y futuro de una nueva estirpe. De allí que el poeta acceda a un nuevo mito: en un primer instante, al del encuentro del campo con la metrópoli que por rudo no deja de ser misterioso y fecundo, lo cual después lo llevaría a intuir, con trágica lucidez, la gran contradicción vital por la que el hombre con todas sus pasiones termina pereciendo sin comprenderse. Por ello el autor de “Adiós Masino” renunciará no solo a la literatura sino a la vida misma.

Como el Endimión de sus “Diálogos…”, el hombre —o por lo menos Pavese— tiene el sueño que se merece: el sueño de un infinito de voces y de ritos, de salvaje soledad repitiendo ad infinitum que el amor es la vida y es la nada. Y él puede afirmarlo, ya que durante su existencia amó fracasadamente a muchas mujeres, para terminar diciendo que nadie se mata por ellas. Uno se mata porque un amor, cualquier amor, nos revela nuestra desnudez, nuestra miseria, nuestro desamparo, la nada.


Eso creía este poeta desamado, quien se quejaba de ignorar la mirada de reconocimiento que una mujer dirige a un hombre agraciado con los infinitos dones del amor. “¡Me asqueo! ¡Basta de palabras! ¡Un gesto! ¡No escribo más!”, alcanzaría a decir en su último diario. Y así lo hizo. Días más tarde ingeriría una sobredosis de sedantes mientras repasaba la historia de su Endimión a la espera del ansiado tránsito.

Al igual que el héroe, se diría que cuando uno no duerme quisiera dormir y pasa a la historia como el eterno soñador. En eso habría estado pensando. También en Constance Dowling —su último gran amor—, en la fiera campiña, en sus gatos de Roma, en el vino triste, cuando por fin, a los 42 años, como jugando, dulcemente la muerte le tomó los ojos. Amanecía.

POEMAS

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos-
esta muerte que nos acompaña
de la mañana a la noche, insomne,
sorda, como un viejo remordimiento
o un vicio absurdo. Tus ojos
serán una vana palabra,
un grito callado, un silencio.
Así los ves cada mañana
al inclinarte sola
en el espejo. Oh, cara esperanza,
aquel día también sabremos
que la vida eres y la nada.

Para todos tiene la muerte una mirada.
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.
Será como dejar un vicio,
como ver en el espejo
resurgir un rostro muerto,
como escuchar cerrados labios.
Descenderemos mudos en el vórtice.


*

Las mañanas discurren claras
y desiertas. Así tus ojos
se abrían en un tiempo. La mañana
transcurria lenta, era un remanso
de inmóvil luz. Callaba.
Tú, viva callabas; las cosas
vivían bajo tus ojos
(sin pena sin fiebre sin sombra)
como un mar en la mañana, claro.

Donde estás, luz, es de mañana.
La vida eras y las cosas.
En ti despiertos respirábamos
bajo el cielo que aún está en nosotros.
Sin pena ni fiebre entonces,
sin esta grave sombra del día
agolpado y distinto. Oh, luz,
claridad lejana, afanoso
respiro, vuélvenos tus ojos
inmóviles y claros.
Es sombría la mañana que pasa
sin la luz de tus ojos.

*

Una sangre tienes, un respiro.
Estás hecha de carne
cabellos y miradas.
Tierra y plantas,
cielo de marzo, luz,
vibran y te semejan-
tu risa y tu paso
como aguas que se turban-
tu arruga entre los ojos
como nubes recogidas-
tu cuerpo tierno
una gleba bajo el sol.

Una sangre tienes, un respiro.
Vives en esta tierra.
Conoces sus sabores,
estaciones y alboradas,
has jugado en el sol
y hablado con nosotros.
Agua clara, vástago
de primavera, tierra,
silencio que germina,
tú has jugado de niña
bajo un cielo distinto,
tienes su silencio en los ojos,
una nube que como brote
mana desde el fondo.
Ahora ríes y te exaltas
más que este silencio.

*

La tierra eres y la muerte.
Tu estación es lo sombrío
y el silencio. No vive cosa
como tú
tan remota del alba.

Cuando pareces despertar
eres solo dolor,
lo tienes en los ojos y en la sangre
pero tú no sientes. Vives
como vive una piedra,
como la tierra dura.
Y te visten sueños
movimientos sollozos
que tú ignoras. El dolor
como el agua de un lago
trepida y te circunda.
Son círculos en el agua.
Tú los dejas desvanecerse.
La tierra eres y la muerte.

El vino triste

Lo difícil es sentarse sin hacerse notar.
Todo lo demás viene luego por añadidura. Tres sorbos
y vuelve el deseo de pensarlo a solas.
Se abre un fondo de lejanos zumbidos,
todo se esparce, y es un milagro
haber nacido y contemplar el vaso. El trabajo
(el hombre solo no puede no pensar en el trabajo)
vuelve a ser el antiguo destino que es hermoso sufrir
para poderlo recordar. Después los ojos se clavan
en la nada, dolientes, como si estuvieran ciegos.

Si este hombre se levanta de nuevo y va a su casa a dormir,
semeja a un ciego que ha perdido el camino. Cualquiera
podría aparecer de pronto en una esquina y molerlo a golpes.
Podría surgir una mujer y tenderse en la calle,
bella y joven, bajo otro hombre, gimiendo
tal como una mujer gimiera alguna vez con él.
Pero este hombre no ve. Va a su casa a dormir
y la vida no es más que un zumbido de silencio.

Si se le desnuda, en este hombre se encuentran, dispersos,
miembros exhaustos y pelo brutal. ¿Quién diría
que en él transitan tibias venas
donde antes crepitaba la vida? Nadie
creería que alguna vez una mujer acarició
y besó ese cuerpo, estremecido,
bañándolo de lágrimas, ahora que el hombre,
al fin en casa para dormir, no lo consigue, y gime.

Creación

Estoy vivo y sorprendí las estrellas en el alba.
La compañera sigue durmiendo y no lo sabe.
Todos los compañeros duermen. El día claro
me es más límpido que los rostros sumergidos.

A lo lejos pasa un anciano: se va al trabajo
o a disfrutar la mañana. No somos distintos,
ambos respiramos el mismo resplandor
y fumamos tranquilos para engañar el hambre.
También el cuerpo del viejo debe de ser puro
y vibrante tendría que estar desnudo frente a la mañana.

Esta mañana la vida nos descubre en el agua
siempre joven, los cuerpos de todos estarán al descubierto.
Habrá un gran sol y la aspereza del camino
y el rudo cansancio abatiendo bajo el sol
y la inmovilidad. Estará la compañera
un secreto de cuerpos. Cada uno entregará su voz.

No hay voz que quiebre el silencio del agua
bajo el alba. Ni nada que vibre
bajo el cielo. Solo una tibieza que derrite las estrellas.
Uno tiembla al oír la mañana estremeciéndose
toda virgen, como si ninguno de nosotros estuviera despierto.



Regreso de Deola

Volveremos por la calle mirando fijo a los transeúntes
y también nosotros lo seremos. Estudiaremos
cómo levantarnos en la mañana deponiendo el malestar
de la noche y cómo salir con el paso de antaño.
Inclinaremos la cabeza frente al trabajo de antaño.
Regresaremos allá, apretados contra el vidrio, fumando,
aturdidos. Pero los ojos serán los mismos
y también los gestos y también el rostro. Ese vano secreto
que se nos demora en el cuerpo y nos esparce la mirada
morirá lentamente en el ritmo de la sangre
donde todo se diluye.

Saldremos una mañana,
ya no tendremos casa, saldremos a las calles;
el malestar nocturno nos habrá abandonado;
temblaremos por estar solos. Pero querremos estar solos.
Miraremos a los transeúntes con la muerta sonrisa
de quien ha sido golpeado, pero que no odia ni grita
porque sabe que desde un tiempo remoto el destino
-todo lo que ya ha sido y será- reposa en la sangre,
en el susurro de la sangre. Inclinaremos la frente
solos, en medio de la calle, a la escucha de un eco
en la sangre. Y ese eco dejará de vibrar.
Alzaremos la mirada, mirando fijo la calle.

Ensueño

¿Ríe aún tu cuerpo con la aguda caricia
de la mano o del aire y a veces reencuentra
en el aire otros cuerpos? Muchos vuelven
de un temblor de la sangre, de una nada. También el cuerpo
tendido a tu lado te busca en esa nada.

Era un juego pueril pensar que un día
la caricia del aire resurgiría
como súbito recuerdo en la nada. Tu cuerpo
se despertaría una mañana, enamorado
de su propia tibieza, bajo el alba desierta.
Un recuerdo punzante te recorrería
y una punzante sonrisa. ¿Es que ese alba no vuelve?

Se apretaría contra tu cuerpo al aire
aquella fresca caricia, en la íntima sangre,
y sabrías que el tibio instante
respondía en el alba a un temblor distinto,
a un temblor desde la nada. Lo sabrías
como un día lejano sabías que un cuerpo
reposaba a tu lado.

Leve dormías
bajo un aire risueño de lábiles cuerpos,
amando una nada. Y la punzante sonrisa
te recorre clausurando tus ojos pasmados.
¿Es que el alba no regresó ya de la nada?

El amigo que duerme

¿Qué le diremos esta noche al amigo que duerme?
La palabra más tenue nos sube a los labios
desde la pena más terrible. Miraremos al amigo,
sus inútiles labios que nada dicen,
hablaremos suavemente.

La noche tendrá el rostro
del antiguo dolor que cada noche resurge
impasible y vivo. El remoto silencio
padecerá como un alba, mudo, en la sombra.
Le hablaremos a la noche que suave respira.

Oiremos en la sombra rezumar los instantes
más allá de las cosas, en el ansia del alba,
que de pronto vendrá recortando las cosas
sobre el silencio difunto. La luz inútil
develará el rostro absorto del día. Callarán
los instantes. Y las cosas hablarán suavemente.

Celos

De día, el hombre viejo tiene la tierra, y de noche
una mujer que es suya -que era suya hasta ayer.
Le gustaba descubrirla, como si abriese la tierra,
y mirarla detenidamente, tendida en la sombra,
en espera. La mujer, con los ojos cerrados, sonreía.

Esta noche el hombre viejo está sentado a la vera
de su campo descubierto, pero no escruta la mancha
del seto lejano, no extiende la mano
para arrancarle un tallo. Contempla entre los surcos
un pensamiento en brasas. La tierra revela
si alguien le ha puesto las manos y la ha quebrado:
hasta de noche lo revela. Pero no hay mujer viva
que conserve la huella del abrazo del hombre.

El hombre viejo repara que la mujer solo sonríe
con los ojos cerrados, aguardando tendida,
y de pronto comprende que sobre el cuerpo joven
el abrazo de otro recuerdo pasa en ensueños.
El hombre viejo ya no ve el campo en la sombra.
Se ha hincado de rodillas apretando la tierra
como si fuese una mujer y supiese hablar.

Esta noche, tendida y con los ojos cerrados, la mujer
no habla ni sonríe, desde los labios torcidos
hasta el hombro morado. Por fin el cuerpo revela
el abrazo de un hombre: el único
que ha podido marcarla y le ha apagado su sonrisa.

(Traducción del italiano de Renato Sandoval Bacigalupo)

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