Por Mauricio
Botero Montoya
El
ensayo no es un trasatlántico de trayecto indefinido. Sino un yate veloz. Tiene
el tono de una meditación impulsiva, no el de la reiterada insistencia en una
materia ingrata. No pretende convencer como un derviche bailarín, girando en
círculo sobre sí mismo. Evita pedagogías minuciosas. Aun si en épocas de
perplejidad debe hacer de maestro de lo evidente.
Y como
teme naufragar por sobrecarga, su faro roza con su luz los moldes del cosmos y
los resalta.
Como el
Senado romano, él ensayo sabe que en una asamblea pública nada está tan
desigualmente repartido como la igualdad. Y sin alardes sopesa la ventaja que
tiene el lector, quien ya está en el futuro.
Anfibio
por naturaleza no se somete a un solo mundo.
De
dúctil polimorfismo acude a cualquier ventaja, poema o ecuación, sin
disculparse. Tal como el lúcido Talleyrand de quien sus enemigos afirmaban que
había vendido a todos aquellos que lo habían comprado. Acusado de traición por
Napoleón, diría: Soy leal Sire, pero me reservo el derecho de cambiar de amo.
Esa
ductilidad tiene el encanto de un rigor seductor. En el ensayo quien divaga
está perdido: tiene la limitación de todo género breve en el que la palabra
equivocada mata.
Aguzado
y sensible, no necesita comerse la fruta entera para saber si está buena. Ni
exige caminatas al renco para certificar su cojera. Agradece al especialista
que le receta cortezas de quina, pero no se traga todo el árbol. Cree que quien
ve en lo breve cortedad, está más cerca de la segunda.
Ante los textos exhaustivos se extraña de ese
talante que equivoca tamaño con grandeza. Ha conocido demasiados edificios que
no sobrevivieron el contacto con el futuro. Usa de concisiones que aceleran. No
por azar Borges, genio del género, cultivó una precisión en la que la brevedad
primero no se queda corta y segundo, no se alarga.
El buen
ensayo nos convoca de persona a persona como lo hacia Vermeer en sus cuadros,
pintando una silla vacía para invitarnos a conversar, como amigos en un café.
Ligero, no superficial, se cuida de la letal
cortedad y comprime con previsión su pólvora en las balas del antiguo mosquete.
Si al estallar la frase no fija su contexto, se ha quedado corta y mata la
virtud de lo breve. Como no tolera digresiones acepta la precisión que,
ignorada, llevaría al sinsentido.
Prefiere
la lucidez a la sensiblería. Evita el lugar trillado, el cliché que acuñado
equivale a estrenar un uniforme usado, que el lector percibe.
Goza de
antecedente clásicos milenarios, pero el renacentista Miguel de Montaigne es el
nuevo acudiente de este centauro de alma poética y cuerpo prosaico. Lo llamó
ensayo. Con el tono de conversación entre amigos, usa frases precisas como de
florete castellano, omitiendo cortésmente estridencias dogmáticas.
Si bien
no es rima ni es ciencia. Va a lo universal pasando por la vereda del pueblo.
Cuando flota en lo universal no es ensayo. Si queda embelesado describiendo el
color local, tampoco. Evita que nos perdamos en efluvios sentimentales.
Soslaya
lo descriptivo. La acción lo despoja y la contemplación lo posesiona. No
convierte su valioso espacio en una casa de citas. Evita tener inteligencia de
engrapadora. Y procura que su síntesis no se perciba como una prótesis. Ya que
el lector cata las palabras como el paladar a los sabores.
No es
historia ni cronología. La historia es femenina, inquisitiva, se explaya. El
ensayo es masculino se concentra. Es Apolo. Mientras Clío es la minuciosa madre
de la crónica, otro valioso subgénero narrativo distinto. No se puede hacer
crónica sobre un ensayo, pero si ensayos sobre crónicas.
En todo
caso la celebrante Clío no es el arquero Apolo.
La
prolijidad académica suele ir de la A la Z deteniéndose en adiposidades,
mientras el ensayo esquiva esos despliegues en las que frondosas bibliografías
no cubren la desnudez de una vivencia.
Se debe
prever el tratamiento afín al género o abandonarlo, pero no llamar a un buque
cisterna, “yate”.
El
ensayista prefiere equivocarse con sus propios pies a usar prótesis ajenas;
barrunta que quien no camina por sí mismo jamás volará. Y evita los
calificativos que nos incluyen en un colectivo desconocido. Al ser breve no
escribe para el lector desatento. Cautiva por alusión de modo que el lector una
los puntos del asunto. Y, sin subestimar a nadie, cree que quien no entiende un
gesto no entenderá un discurso.
En todo
caso escribe en un género esencial cuyo protagonista es el argumento. Si
precisa de la atención del lector, no está tratando de convertirlo a nada. Está
indicándole algo que vio. Eso es todo. En uso de esa fugaz perspectiva sabe que
el adjetivo que no da vida, debilita. Y acuña frases que dan sentido con la
menor cantidad de gestos.
Al
saberse efímero va como huésped de paso a donde lo lleve la tempestad y
construye en piedra su cama de una noche.
Omite
los párrafos llenos de frases subordinadas que se insubordinan y terminan en un
charco. Si usa términos técnicos tiene la cortesía de explicarlos. Sin
contaminarse del patois del formalismo académico, fiebre de fósil que espanta a
las musas. Sabe que el misterio de la distancia no se zanja recorriéndola, y
también que a veces la erudición, solo galvaniza la necedad. Contempla en los
anaqueles polvorientos los testimonios de cómo, a la larga, tantos tratados
devienen en ensayos fallidos.
Pero es fiel a la inteligencia. Defiende el
sentido de las palabras como la última columna de un templo en ruinas.
En su
tono escueto y a veces sentencioso debe ambientar una garbosa pero no fingida
humildad que la sentencia no deja traslucir. Al pretencioso que escribe en
términos absolutos, la vida se le escapa entre los renglones sin notar los
abismos que se abren entre los párrafos. La verdad no grita. El ensayista hará
bien en cultivar esa modestia que contempla sus propios límites. Sabe, pero no
teme, como los escépticos, que nada que merezca saberse pueda ser enseñado. Aun
si en sus pesares sienta que estamos conectados de una tiniebla a otra
tiniebla. Y que las ideas pueden ser claras pero que las cosas no lo son.
Hay más
o menos un ensayista por cada cien novelistas como se nota en las librerías,
sin que eso menoscabe al género de la novela.
Algún ensayista afirma que el ensayo es como
una máquina de pensar. Esa analogía no tiene la simetría del agua pues el
algoritmo de lo maquinal es el remedo del pensamiento. El ensayo aspira a crear
una atmosfera propicia a la revelación, al pensamiento aun si, claro está,
pensar es un verbo ambicioso.
Los
textos de Montaigne son de dos o tres páginas. Cuando rara vez se extiende, no
decae. Suma intensidades que trazan una silueta. Quiso que, en ellos, cuando
muera: “puedan volver a hallar allí algunos rasgos de mi condición y humor”.
El
género breve disuade al escritor a que siga perorando cuando el lector ya se ha
ido.
Desde
el siglo XX con el ágil aporte del cine se quitó carga descriptiva a la novela.
Tanto más al ensayo que tiene por impertinente la postergación y hace de la
esencial desnudez de la prosa su vestido de gala.
El
ensayista cree que la alusión abarca más que el sistema. Y sabe que las ideas
son más frías que los pensamientos. Admite un tinte personal, sí. Pero hablar
con uno mismo no es hablar de sí mismo. Las memorias son un género con otros
tropiezos.
Montaigne
fue un latinista. Su horizonte amplio y extenso en el tiempo le impidió
perderse en la parroquia inmediata de su natal Perigord. Fue hombre de Estado
que conoció el poder y tuvo tiempo de desengañarse de él.
Como
sus temas eran amplios y variados, se volvió diestro en manejar el uso de los
paréntesis. Consciente de que el talante de la brevedad desinfla pomposidades y
limita la necedad al hacerla evidente.
Así nos
sitúa en los altos mares de la cultura grecorromana y se instala en la
tradición judeo cristiana. Sabía que sin esos vericuetos interiores del
espíritu no es posible transitar por las calles del mundo con dignidad y
gracia.
Y qué
quien evita esas tradiciones en un gesto de liberación suele terminar
encadenado en los localismos de actualidad, reinstalándose en el llano
laberinto en donde se termina por constatar que los ciudadanos sanos hacen muy
bien del cuerpo.
Una
constante, tras esa incógnita que fue el siglo XX, es el localismo en el tiempo
que ignora el profundo pasado, pero cree que omitiéndolo lo asume.
Sin la
perspectiva de la tradición lo poco que se logra es repetir lo que otros
dijeron mejor. Centrados en el último siglo, faltan puntos de comparación para
recalibrar el mapa.
Querer
avanzar sin mirar atrás nos impide evaluar a donde llegamos, o que se entiende
por llegar. Absolutizar la premisa del progresismo (que desde el gran Voltaire
sustituyó a la providencia) exige cautela.
Sin ella, la esperanza en un progreso técnico omnipotente deviene en
quimera. En cientifismo.
Sin noción del pasado, el futuro se convierte
en un cheque pos-datado y sin fondo. Sus feligreses cifran su ser en un futuro
que no llega. Devienen en fantasmas postergados. No logran hallarse en la
continuidad de una tradición, pues no asumen ninguna. Se perciben como retoños
salidos de la nada. Dos siglos desde Voltaire, quien por cierto era
historiador, el planeta extenuado le pasaría la cuenta de cobro a esa mirada de
corto plazo, a esa hipertrofia de la razón práctica.
A esa
mentalidad le es casi imposible, si se le ocurriera intentarlo, situarse por
ejemplo en la perspectiva del siglo anterior a lo que se quiere considerar,
para entenderlo.
Al
mirar desde su cómodo futuro no es raro que vean el asunto al revés. Perdidos
en lo lugareño carecen del lente para otear el larguísimo plazo del auge y
caída de las civilizaciones. Aun si el verdadero pasado sigue pasando todavía.
O según Cervantes, no hay un presente vivo con un pasado muerto.
Ocurre
así con el medioevo que los televidentes reducen a Inquisición o a Cruzadas, y
lo juzgan desde el sillón moderno, y no, como corresponde, desde el difícil
siglo diez. Edad Media que sin embargo misteriosamente obsesiona al televidente
(ese furor de ovejas soñando) según lo revelan las actuales sagas más populares
como Star Wars, Harry Potter, Game of Thrones, etcétera. ¿Qué significa esto?
Estamos como posesos de lo que ignoramos. Sin con esto pretender que el
presente es rehén del pasado.
La
dificultad estriba en que cada generación hereda un patrimonio abolido. Pero si
esa generación es de cierta importancia recrea un nuevo punto de ojo, para “ver
su propia historia como si ésta ya fuera ceniza en la memoria”. Una
manifestación de esa sensibilidad suele ser la música con las melodías
distintivas de una época.
La
historia de la mutación de las sensibilidades es una cronología en mora de
hacerse.
Pero no toda generación tiene la capacidad de
reedificar, la casa de la mirada. Algunos sustituyen ese esfuerzo, con la
mirada adánica del que se cree el primer hombre. Con esa candidez no se puede
hacer algo de valor, y quien insiste en levantarse al cielo tirando de sus
propias orejas, hará bien en quedarse a donde llegue, cuando llegue. El ensayo
supone una tradición, una memoria. Y la tradición no se improvisa.
Desde
los griegos las musas son hijas de Mnemosina y Zeus, es decir de la memoria y
la luz del dios padre.
El
ensayo no es periodismo. No confunde la realidad con la mera inmediatez. No
tiene urgencia de dar su punto de vista. Le importa llegar al punto de ojo.
Cuando
refuta no usa armamento pesado. Le basta con incomodar el error. Sabe cómo el
poeta que la respuesta a un contradictor produce retórica pero que del
silencioso dialogo con el contradictor interior nace la poesía, la esencia de
la verdad. Con ella se recrean atmosferas ya que en últimas escribir es invocar
un conjuro. Y ni uno mismo, ni la civilización sobreviven a su sueño
originario. Entendiendo por civilización, todo lo humano adquirido.
Y en el
ensayo, como ocurre con una conversación que ha prescindido de solemnidades, el
humor es el camino más corto para llegar a lo esencial. Y al igual que las
personas, no hay espíritu bien conformado, si se carece de él.
El
humor como agudeza de un sentimiento hondo, celebra el erotismo creador de la
mente. En cambio, el chiste repetido es al humor lo que la comida enlatada es a
la alta cocina, y la mofa a duras penas repta.
Es
inevitable la muerte, pero, bueno, la vida también. Y eso merece quizá una
sonrisa. Si ese no fuese el tema del ensayista, sin callosidad en el alma hará
una leve seña y continuará su camino.
Ahora
bien, el humor es raro. Cervantes sentía que su aporte al idioma español fue
haberle abierto un camino por donde se pueda mostrar con propiedad un desatino.
Pulió ese delicado crisol que disuelve fanatismos y otorga perspectiva.
Es más
fácil hacer un tratado que dar con una buena ocurrencia, según el ensayista
Chesterton. Platón cuando murió tenía en su mesa de noche, una comedia.
En la
era de la computadora, el humor es un distintivo de la inteligencia. Como el
sentido estético, religioso, filosófico; componentes de la topografía de la
subjetividad humana esa cuna de la cual nació la ciencia, aunque el cientifismo
lo ignore. La ciencia, valiosa como es, ha sido deificada. Pero ella no sabe de
valores. La ciencia no sabe qué es lo que sabe. Para ella un estallido atómico,
es un objeto neutral de medición. La ciencia pregunta el ¿cómo? No, el para qué
ni el por qué. El positivista que pretendiese vivir solo según sus postulados
habitará una casa en obra negra. La hipertrofia de la técnica no salva el
conflicto íntimo de una civilización. Ni las comodidades, a un matrimonio mal
avenido.
La
inteligencia artificial alcanzará, quizá, el don de la sensibilidad y
enriquecerá los dominios que nos definen desde hace millones de años como seres
de sensibilidad inteligente. Seres paradójicos que no sin perplejidad,
cultivamos el ensayo.
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