El poeta D.H. Lawrence, más conocido como narrador





Luis Benítez ©

Eastwood es un pequeño pueblo aún, de apenas dieciocho mil habitantes. Está ubicado en el arruinado paisaje de los Midlands, la porción central del Reino Unido devastada por la revolución industrial y casi en el límite con el Black Country, la porción más afectada. Allí en el siglo XIX la contaminación provocada por las fábricas, las refinerías, las minas de coque y carbón, era tan alta, que la reina Victoria mandaba cerrar las ventanillas de su carruaje durante todo el trayecto que demandaba cruzar el feo paisaje del corazón fabril de Inglaterra.
D.H. Lawrence

Cuando nació David Herbert Richards Lawrence, el 11 de septiembre de 1885, sólo tenía Eastwood 4.500 habitantes y era una aldea de mineros, la actividad principal de la zona. En el país más poderoso y rico del mundo, el promedio de edad que alcanzaba la clase trabajadora no llegaba a los 40 años pero el padre de nuestro autor, Arthur John Lawrence, un minero semianalfabeto, fue la excepción, gracias a que llegó a capataz. Sin  embargo, la situación económica de los Lawrence no era la mejor y la madre del autor, Lydia, que antes de casarse se había dedicado a la docencia, en el frente de la casa vendía botones y puntillas para ayudar a vestir y alimentar a sus cuatro hijos. Las diferencias culturales entre sus padres dejaron su impronta en el hijo que luego sería considerado, por el autor Edward Morgan Forster, como “el novelista imaginativo más grande de nuestra generación”. Y sobre su relación con su violento y alcohólico padre, sirve de fiel testimonio aquello que Lawrence le escribió, muchos años después, a la poeta Rachel Taylor: “Nací odiando a mi padre, ya que desde que puedo recordar, me estremecí de horror la primera vez que me tocó”.

Bert, como siempre se lo conoció, era habitado por dos espíritus: uno violento y desafiante, proclive a los excesos –al menos para los criterios de la época victoriana que le tocó vivir y maldecir– tanto de pluma como de actos y otro refinadísimo, de una sensibilidad extremadamente alta, como bien veremos.

También el entorno obrero que lo rodeó en su primera juventud dejó su huella en Bert, un mundo violento donde el gin apenas compensaba la miseria circundante y el peligro constante; un mundo donde los mineros se arrastraban por corredores de sólo 70 cm de altura, a decenas de metros de profundidad, para extraer a mano el carbón; donde los derrumbes y las explosiones eran cosa de todas las semanas, donde la vida humana nada valía frente a las necesidades de la expansión económica. De allí, con toda probabilidad, viene el odio que Bert sintió durante toda su vida por la sociedad industrial, la hipocresía que condenaba a la miseria y la degradación a miles de seres humanos a fin de sostener un imperio de lujo, extendido desde la India hasta Canadá, desde Australia hasta Escocia. Un imperio que había forjado un modo de ser que le dio nombre a esa época, el victorianismo, modelo para todas las otras sociedades, pero que detrás de esa brillante fachada ocultaba, como el Dr. Jekyll a Mr. Hyde, un monstruo. Un monstruo que cuando era exhibido siquiera con la sutileza y el ácido humor de Oscar Wilde, no dudaba en destruir al delator. Bert sería uno de esos delatores, más crudamente en sus novelas, más solapadamente en su poesía, pero tampoco escaparía al acoso ni a la marginación que la Inglaterra que hoy lo homenajea como a uno de sus mayores escritores le dispensó en vida, incluyendo una orden judicial en su contra y el desprecio que lo acompañó hasta la tumba.

La casa del número 8 de Victoria Street donde nació es hoy un museo y la escuela donde cursó la primaria lleva su nombre, pero sin duda fue un enorme alivio para Bert haber podido escapar de su destino de minero en Eastwood, gracias a su innegable inteligencia: ganó por sus propios méritos una beca del concejo del condado para seguir sus estudios en la cercana Nottingham, recién comenzado el siglo XX. Pero en 1901 dejaría sus estudios para sobrevivir como dependiente en una fábrica hasta que la neumonía terminara con esa ocupación  y lo devolviera a Eastwood, ya como maestro de escuela. Es en este período cuando Bert comienza a escribir sus primeros poemas y relatos, así como los iniciales bocetos de la que sería su primera novela, El Pavo Real Blanco, titulada inicialmente Laetitia.

En 1908 Bert vuelve a escapar de Eastwood para tomar un cargo como docente en el colegio londinense Davidson Road, ya graduado ese mismo año en la universidad de Nottingham, y sería en Londres donde conocería a quien iba a ser su mentor, el novelista y editor –hoy injustamente casi olvidado– John Madox Ford, a cargo entonces de la prestigiosa The English Review. Fueron los poemas de Bert los que atrajeron la atención de Madox Ford, quien se ocuparía de introducirlo en los círculos intelectuales y editoriales de la época. Paulatinamente, los cuentos y poemas de Bert comenzaron a circular, hasta que en 1911 se editó su novela, la mencionada El Pavo Real Blanco, un año después de la muerte de su madre, a causa del cáncer, un hecho altamente traumático para Bert. 

Cuando volvió a Eastwood llevó consigo un ejemplar de su novela y se la dio a su padre. El viejo minero leyó media página y le preguntó: “Bert, muchacho, ¿cuánto te han pagado por esto?”. “Cincuenta libras”, repuso Lawrence. “¿Cincuenta libras?”, se asombró su padre, “Cincuenta libras y no conociste un solo día de trabajo duro. Tú nunca trabajaste como un hombre debe hacerlo”.

Al parecer Bert no se desanimó ni por la sentida muerte de su madre ni por el esbozo de crítica literaria de su padre; tampoco por el mediano éxito que alcanzó su primera novela –que no es de las mejores– pues siguió insistiendo, a la par que cortejaba a Frieda von Richthofen, la esposa de su antiguo profesor en Nottingham, Ernest Weekley, respetable señora perteneciente a la baja nobleza alemana, prima del luego famoso piloto de combate alemán Manfred Von Richthofen (el célebre y temido “Barón Rojo”, que derribó ochenta aviones enemigos en la Primera Guerra Mundial) y madre de tres hijos. Repuesto de un segundo ataque de neumonía –que presagiaba la tuberculosis que terminaría por matarlo– Bert intimó a Frieda: si quería seguir con él, debía abandonar a su marido y sus hijos, su posición social y los lujos y las comodidades que ésta acarreaba, para seguirlo a él prácticamente sólo con lo puesto.

Frieda aceptó. Los amantes escaparon a Alemania primero, donde Bert fue arrestado como sospechoso de ser un espía inglés –ya había vientos de guerra que se transformarían en la tormenta de la Primera Guerra Mundial–, para continuar su periplo por Italia, donde vivían escondiéndose en los bosques, robando avena para caballos a fin de poder comer y bañándose en los canales de regadío. Pero esas peripecias no fueron obstáculo para que Bert terminara de escribir su nueva novela, Hijos y Amantes, que se publicó en 1913. Era un fuerte retrato de las condiciones de vida de las clases obreras inglesas. Cuando se difundió la noticia, el nombre de Bert fue execrado en su natal Eastwood, pues su novela pintaba de un modo nada conveniente aquel mundo marginal que tanto había conocido. Cuando nuestro autor se volvió tan célebre como despreciable para el establishment literario de la época, sus antiguos vecinos lo odiaron más que antes, como décadas después le sucedió a John Steinbeck tras la publicación de La Perla, en su barrio californiano.

Pero los verdaderos problemas comenzarían después para Bert, en 1915, cuando se publicó su novela El Arco Iris. Con precedentes: Vueltos a Inglaterra un año antes, Bert y Frieda se casaron allí el 13 de julio de 1914, dos semanas antes del inicio de la Primera Guerra Mundial y la nacionalidad alemana de ella, unida al ferviente antimilitarismo de su flamante esposo, no podían menos que despertar sospechas en una sociedad hinchada de patrioterismo bien fomentado por el gobierno y los medios de comunicación de la época: sus antiguos amigos –por miedo o por conveniencia– les dieron la espalda y apenas tenían para sobrevivir en una economía de guerra. Cuando se publicó El Arco Iris cayó sobre él la censura y fue retirado de las librerías, mientras la corte dictaba una investigación por cargos de obscenidad. Mil ejemplares, los que alcanzó a secuestrar la policía londinense, fueron solemnemente incinerados por orden de la justicia. La secuela escrita por Bert de El Arco Iris, titulada Mujeres Enamoradas, no pasó el cerco de la censura y no pudo ser publicada hasta 1920, pero definitivamente no contribuyó a mejorar su fama en aquellos tiempos difíciles.

Scotland Yard seguía los pasos de la pareja con una devoción digna de sus mayores admiradores, investigando cada paso que daban, inclusive cuando acosados por las deudas y las presiones judiciales tuvieron que trasladarse una y otra vez, dejar Londres y buscar refugio en las áreas rurales, hasta llegar al pequeño pueblo de Zennor, donde en 1917 la pareja recibió una intimación para abandonar en tres días el poblado, en virtud del Acta de Defensa del Reino.

El fin de la guerra, el 11 de noviembre de 1918, no modificó demasiado el panorama para la pareja. El obligado vagabundeo, la miseria y el acoso permanente de las autoridades, recibieron un acompañante sospechado desde tiempo atrás: la tuberculosis de Bert se tornó evidente y todas esas razones llevaron a que iniciaran lo que él llamaría luego “la peregrinación salvaje”, buscando alguna parte donde pudiera reponer su salud y seguir con su tarea literaria, amén de no encontrar un policía de civil a cada paso. Así, ambos dejaron Inglaterra en 1919, iniciando un periplo asombroso que principió en Italia y Alemania, siguió por Australia, Ceilán, los Estados Unidos, México y Francia, donde la tuberculosis lo venció definitivamente el 2 de marzo de 1930. Tenía solamente 44 años. Un año antes –Bert tenía otra vocación, además de la literaria, que eran las bellas artes– la policía había allanado la Warren Gallery de Londres para confiscar sus pinturas, bajo el eterno cargo de obscenidad y atentado contra la moralidad y las buenas costumbres. No sin que él, en este período tormentoso, nos dejara algunas de sus mejores novelas: además de las ya mencionadas, también La serpiente emplumada (1926) y El amante de Lady Chatterley (1928)

La pregunta es obvia: ¿por qué tanta persecución contra este hombre de estatura mediana, flaco y desgarbado, tuberculoso, talentoso, que era poeta, narrador, ensayista, dramaturgo y pintor, obligado a emprender un destierro que quería, necesitaba y a la vez no deseaba, visto que permaneció en Inglaterra hasta el límite mismo de las posibilidades?

La respuesta del Lawrence novelista y poeta quizás está en sus propias palabras: “Mi gran religión es creer en la sangre, en la carne, y en ser más sabio que el intelecto. Nos podemos equivocar en nuestras mentes, pero lo que nuestra sangre siente, cree y dice, es siempre verdad. El intelecto es solamente un freno”.

“Yo niego absoluta y francamente ser un alma, o un cuerpo, o un espíritu, o una inteligencia, o un cerebro, o un sistema nervioso, o un conjunto de glándulas, o cualquier otra parte de mí mismo. El todo es más grande que las partes. Pero hoy, después de tres mil años, después que estamos casi completamente abstraídos de la vida rítmica de las estaciones, del nacimiento, de la muerte y de la fecundidad, comprendemos al fin que tal abstracción no es ni una bendición ni una liberación, sino pura nada. No nos aporta otra cosa que inercia”.

“Hoy, después de tres mil años, después que estamos casi completamente abstraídos de la vida rítmica de las estaciones, del nacimiento, de la muerte y de la fecundidad…”, ése era el credo de Lawrence: un vitalismo extremo, una repulsa permanente ante una civilización occidental que llevó al hombre a convertirse apenas en el apéndice de las mismas máquinas que ha creado, sometido permanentemente a las apariencias de ser, cuando el ser, para Lawrence –como para Friedrich Wilhelm Nietzsche– radica en una fuerza incontenible y salvaje, que no tiene otro destino posible que el de desarrollarse hasta más allá de sus límites mismos, pues el ser será su sí mismo o no será. 

Hablamos aquí de vitalismo, tantas veces confundido con el irracionalismo en una interpretación negativa y varias veces recurrida, cuando para Lawrence, para Bert, ese ser en sí mismo es lo opuesto absoluto a la mediocridad y el sojuzgamiento del hombre contemporáneo, su ciego obedecer a las restricciones sociales, su silenciamiento permanente entre dos extremos: los dictados del instinto –camino hacia el ser identificado con su esencia– y la forzada convivencia con otros seres tan dominados como él, que ratifican y hacen cumplir esa ley marcada en la carne, impresa en nosotros, como tan bien lo expresara un contemporáneo de Lawrence, Franz Kafka.

Por ello el gran novelista y veremos que no menos valioso poeta, Bert, identificó la revuelta del espíritu con la predominancia del instinto, lo sexual, la vitalidad pura, único llamado capaz de devolvernos, siquiera en parte, al estado natural del hombre, consustanciado con el resto del universo y por ende, con lo salvaje, aquello que vive fuera de las ciudades, las que son el emblema mismo de la faceta de lo civilizado que tanto aborrecía. Por ello buscó Bert las huellas aún presentes de esa armonía primitiva fuera de Europa, en Australia, en México, como lo haría pocos años después ese otro gran heresiarca, Antonin Artaud, en esas mismas mesetas y montañas mexicanas, tras la cultura tarahumara. Donde la civilización  no pisa, camina el hombre todavía, tal el credo de ambos escritores.

Que hay algo de religioso en esas propuestas, lo hay. Bert era, como Artaud, un moralista a su manera y si fue acusado y perseguido como un pornógrafo y un procaz, fue por seguir fiel a otra moral, una que implicaba otra ética y también otra estética, que no eran de ninguna manera las de su tiempo. Y su sentido de lo religioso era más afín al del primitivo, que adora a su dios sin nombre en todo lo creado, que a la hipócrita costumbre del que cumple los ritos pensando en otras cosas. Cabe preguntarse quién es aquí el profano, si Lawrence que adora la carne, la materia como expresión viva y palpitante de lo divino, sin separarlo del cuerpo, o el mediocre que fue su contemporáneo y hoy es el nuestro. Como profano y mejor definido aún, profanador, es aquel, en la época de Bert y en la nuestra, que convierte el ejercicio de la poesía y la literatura en una mera carrera detrás de reconocimientos y prestigios que nada tienen que ver con la materia que tiene entre manos. Es la versión literaria del mediocre común, su avanzada en las letras. El ejemplo de Bert no puede ser más transparente: le sobraba talento, ideas y capacidades para convertirse en vida en uno de los autores más celebrados del momento, con sólo aceptar las premisas de su tiempo, amoldarse a lo que el bien pensante lector y los medios buscaban y requerían; en vez, eligió una existencia miserable y perseguida, optó por la pobreza y el desprecio y ni aun la enfermedad logró hacer que se desviara un centímetro de lo que se había propuesto, que la vida, la verdadera vida, fluyera por las páginas de sus novelas, sus cuentos y sus poemas del mismo modo que corría por sus venas, con igual intensidad y con no menos frenos.

Lawrence jamás pensó que la literatura fuera algo distinto, sencillamente porque no podía pensarla, siquiera imaginarla de otra manera.

El criterio académico de otros tiempos, tan propenso a etiquetar cuanto se ponía a su alcance, supuso que la obra poética de Bert podía ser ingresada en la categoría de la poesía georgiana, junto a la producida por autores como Rupert Brooke, Wilfred Owen, Isaac Rosenberg y Charles Sorley, Robert Nichols, Siegfried Sassoon y el más conocido Robert Graves, una corriente que luego desembocaría, para algunos, en esa apoteosis tremenda y magnífica –pero negación rotunda de lo georgiano– que es 

La Tierra Baldía, de Thomas Sterns Eliot. Situar a Lawrence entre los georgianos es una falacia y también una comodidad para ese tipo de lectura, pues obedece al confortable procedimiento de ubicar a los poetas en tal o cual período no por lo que escriben sino por cuándo lo escriben. Los georgianos, como grupo, fueron una consecuencia del desencanto producido por la época y el repudio de las convenciones victorianas que habían llevado a la poesía británica a un punto muerto; en esa instancia, los georgianos apelaron a una suerte de revival de los orígenes, a los ecos de la gran poesía romántica inglesa, con un retorno de la exaltación de lo popular, lo sencillo y accesible a las masas (al menos esa era la intención) y una reivindicación de la Inglaterra rural que la mayoría de ellos, hijos de la revolución industrial, nunca habían conocido. Lo genuino, lo real, lo que se ubicaba en las antípodas del presente fabril y militarista que les tocó vivir se situaba en el campo y la identificación con paisajes, animales y cosas inanimadas y sencillas, en una suerte de panteísmo moderno que no dejó de ser aprovechado por los medios y el gobierno para propagandizar lo que se quiso mostrar como una poesía patriótica; no en vano el mecenas de los georgianos era Edward Marsh, el secretario personal de sir Winston Churchill. Los georgianos cayeron en la trampa de esa supuesta renovación nacionalista de la poesía inglesa y fue la llegada de La Tierra Baldía lo que le puso fin a aquella ilusión de la cultura. No es extraño apreciar que en la poesía inglesa actual hay una corriente parecida, reminiscente de la campiña inglesa y sus encantos pretéritos, cuando se repite una crisis semejante a la de comienzos del siglo pasado.


¿Qué tiene de similar la obra poética de Lawrence con los georgianos? Nada o prácticamente nada. El débil parentesco estaría dado por su apelación a lo vital, pero él lo hace en un grado mucho más intenso que el empleado por aquel movimiento del siglo XX y allí termina todo contacto posible. Sucede que los grandes poetas, en todo tiempo, no pueden ser encasillados en una corriente literaria determinada y Lawrence ciertamente lo es. También se ha creído ver una relación con los georgianos por su empleo de algunos arcaísmos o de expresiones propias de su lugar natal, los Midlands, pero eso es un detalle de color en los georgianos, de peso casi turístico, mientras que en Lawrence siempre es un brusco bajar a tierra la exaltación que alcanzan sus versos, combinando su expresión con los modismos del hombre común para darles así una potencia todavía mayor: Lawrence hace volver atrás sus versos, a lo prosaico, digámoslo así, como quien retrocede para tomar mayor impulso y arremeter todavía con mayor violencia.

Muy amigo de los contrastes, Lawrence tendrá siempre presente uno como su favorito, el de la belleza y la muerte, pero no como opuestos sino como elementos complementarios, su particular manera de hablarnos de un tercer asunto, que conforma el núcleo de sentido del poema o mejor dicho, es el sentido mismo del poema. En la obra poética de Lawrence los ejemplos abundan, como en “Ladrones de cerezas”, donde Bert nos dice:

Bajo las lucientes cerezas, con alas plegadas,
   yacen tres pájaros muertos:
un mirlo y zorzales blancos, ladronzuelos
    manchados con tintes de grana.                

Bajo el pajar, una muchacha riéndose de mí,
    con cerezas colgando de sus orejas – 
Me ofrece su fruta escarlata: voy a ver
    si ha vertido alguna lágrima.

Otro aspecto de la poesía de Bert es su crueldad aparente, otro recurso para hacer evidente el contrapunto entre los pares de opuestos, de donde surge una idea de lo vital como elemento englobador y continente del ser. Así, en el poema titulado “Conejo atrapado en la noche”:

¿Por qué te escurres y luchas así, conejito?
¿Por qué yo querría estrangularte?
……………..
Debes ser tú el que desea
este intercambio de los monstruosos dedos negros de Moloch
en los borbollones de sangre en tu garganta.
……………

Y siempre como contrapartida, la presencia de una búsqueda –la misma que animó su peregrinar por países y circunstancias– de un sitio donde estar libre del miedo, como en “Canción del hombre que es amado”, cuando nos dice:

Entre sus pechos está mi hogar, entre sus pechos.
Por tres lados me hostigan el miedo y el espacio, pero mi torso respira
tibio en la fortaleza de sus pechos.

Todo el día estoy alegre y ocupado en mis tareas        
no hace falta que cuide mis espaldas del terror que acecha detrás.
Estoy fuerte, soy feliz en mi trabajo.

No hace falta velar por mi alma, engañar el miedo con plegarias;
vuelvo a casa cada noche, veo la querida
puerta con cerrojo, y me guarezco, libre de miedo.

Queda evidenciado en los breves versos que acabamos de leer otro elemento más, esta vez un recurso de estilo, que es una de las características de su poesía, una que me hizo notar un jovencito hace años, cuando le leí una traducción de Lawrence. Con magnífica síntesis, el chico me dijo: “ese tipo escribe viejo”; y es verdad, Lawrence “escribe viejo” pero no sólo para nuestra época tan afecta a las novedades estilísticas que hasta pueden cubrir decorosamente la falta de ideas; Lawrence escribía añejamente también en su tiempo, cuando en el continente se estaba desarrollando el dadaísmo, esa nitroglicerina que haría estallar la poesía para que luego su hijo, el surrealismo, viera de reacomodar las piezas; en fin, que nos encontramos en la edad moderna todavía, en pleno florecimiento de las vanguardias. Inglaterra ha sido siempre muy conservadora y renuente a importar ideas del continente; si lo ha hecho alguna vez, fue siempre adaptándolas a su cultura, de algún modo engulléndolas y dándoles otro sabor, otra textura y otro color. No en vano los únicos poetas surrealistas británicos, bretonianamente ortodoxos que encontramos han sido David Gascoyne (por otra parte, muy tardíamente reconocido por la crítica inglesa en su justo valor) y en menor medida Leonora Carrigton, quien fue fundamentalmente pintora y narradora. De hecho, Bert recién adopta el verso libre hacia 1914 y ello, por influencia de sus lecturas de Walt Whitman. No es de extrañar, entonces, que Bert empleara formas de estilo más relacionadas con la centuria anterior que con el vanguardista siglo XX para escribir buena parte de su obra poética.

Pensemos que aún en términos actuales la de Lawrence es una obra poética de dimensiones importantes. Escribió en su vida casi un millar de poemas y aunque sea mejor conocido por sus extraordinarias novelas, sus versos son imprescindibles, como los de todo genuino autor del género. Y Bert, sin  lugar a dudas, lo es.

Nota: las traducciones de los poemas de D.H. Lawrence pertenecen a Carmen Vasco, de la antología por ella compilada y traducida como “Uvas y otros poemas”, Ediciones del Dock, Buenos Aires, 2013.

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