Teódulo López Meléndez
Es obvia la influencia de la ciencia y la tecnología para la configuración de las sociedades modernas. Entre ambas -que conviven en beneficio mutuo- han modificado, no siempre para bien, la relación con la naturaleza y la interacción entre los seres vivos, han influenciado sobre las posiciones filosóficas y han delineado estructuras sociales y políticas.
El siglo XX fue especialmente rico en avances en estas áreas, desde el inicio mismo de la revolución industrial, con consecuencias dramáticas sobre la organización social. La teoría de la Relatividad abrió el espacio a la especulación cosmológica y la aparición de la teoría cuántica revolucionó las leyes de la física. Luego vino el auge de la biología, con el desciframiento del ácido desoxirribonucleico (ADN), de la biología y genética molecular. El estructuralismo, la antropología, el auge del neoliberalismo, infinidad de cambios y perspectivas. La noción de progreso ilimitado ya se tambaleaba a fines de este siglo prolijo en avances científicos y el papel de la razón como guía suprema era cuestionado.
En el campo filosófico se trasladaba el tema científico-tecnológico a la crítica social. Luego de tan notables avances el hombre llegó a creerse el dueño de todo. La Conferencia Mundial sobre la Ciencia (Budapest, 1999) planteo con claridad la necesidad de generación de un nuevo contrato social para la ciencia y la tecnología, entendido como el adaptarlas a las nuevas realidades políticas, sociales y medioambientales. La exigencia es la de orientar la ciencia y la tecnología hacia las necesidades de las poblaciones humanas para propiciar un desarrollo integral y atender la demanda social sin valor de mercado. Se asignaba un papel a la ciudadanía sin que se precisaran mecanismos para lograr esta democratización.
Lo cierto es que hoy las sociedades se voltean hacia la ciencia reclamando un papel de poder en la producción de conocimiento, de control social y el de un nuevo estatuto epistémico para la ciencia.
Las tecnologías actuales de la comunicación y la participación privada en el financiamiento de las investigaciones científicas convierten los resultados en mercancía. Desde el mundo pobre se reclama investigación sobre líneas no capaces de producir beneficios económicos y en otros se procura la obtención forzada de medicamentos para enfermedades como el SIDA o se cuestionan las patentes de las grandes empresas farmacéuticas. El propio informe del PNUD de 1999 dice con meridiana claridad que en los programas de investigación es el dinero el que decide y no las necesidades sociales. En este mundo unos 2000 millones de personas carecen de acceso a medicamentos esenciales como la penicilina y sólo la mitad de los africanos de un año de edad están inmunizados contra la difteria, la tos ferina, el tétano, la poliomielitis y el sarampión.
Se asiste al planteamiento de la necesidad de un nuevo contrato social para la ciencia que permita ponerla al servicio directo de los problemas sociales. Esto es, se debe partir de la ciencia como base de valores de desarrollo cultural, bienestar, equidad y justicia social (entendida como la satisfacción de las necesidades básicas de todos los miembros de la sociedad) y una influencia determinante de esa sociedad en determinar los valores a satisfacer.
Lo que hemos tenido es una concepción según la cual, el desarrollo científico y tecnológico se supedita a lo que tiene de aportar al crecimiento económico. Una subida en el Producto Interno Bruto no significa desarrollo social. La ciencia y la tecnología deben ser insumos para ayudar a este proceso. El PNUD ha estado publicando numerosos informes sobre desarrollo humano cambiando el énfasis sobre los aspectos económicos y procurando sustituirla por una visión del hombre. La concepción del desarrollo sustentable pasa por la aceptación de que es la capacidad de la gente para decidir e implementar el arma fundamental contra el subdesarrollo. Ciencia y tecnología son herramientas para ello, pero hay que ponerlas al alcance de esas poblaciones, lo que implica esfuerzos de comunicación y educación y un diálogo de intercambio, no un discurso monologante.
Ya no podemos mirar a las sociedades en su relación con la ciencia como sujetos excluidos o pasivos, para considerarlos activos en el sentido de su capacidad de exigir y obtener proyectos de investigación útiles a sus intereses. Es lo que algunos han denominado apropiación social de la ciencia y la tecnología. No se trata de que la ciencia no haya tenido siempre el propósito de atender necesidades humanas, lo que se trata ahora es de definir a los agentes científicos como parte de un sistema dirigido a la resolución de los problemas sociales.
Por supuesto que paralelamente hay que llevar a las comunidades a la capacidad de reconocer sus problemas productivos, sociales o ambientales. Esto es, el concepto de desarrollo humano autosustentable. Como se ha sido dicho en numerosos documentos el conocimiento científico y tecnológico ha ampliado la brecha entre países industrializados y los países en vías de desarrollo, amén de haber causado deterioro del medio ambiente y exclusión social. Así se plantea una internalización de la ciencia para una cultura de paz, lo que implica ampliación de los seres humanos que se benefician de la investigación, la expansión del acceso a la ciencia como un componente central de la cultura y un control social de la ciencia y la tecnología y su orientación a partir de opciones morales y políticas.
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