Cancún: el agua cae





Teódulo López Meléndez
I

Se contamina el agua, el aire y la tierra en un acto de prepotencia indescriptible. La ciencia y la tecnología parecen desbordadas en sus efectos dañinos, pero más allá se requiere un alto grado de conciencia en la población toda. El consumismo sin freno sin reutilización de los envases de aquello que consumimos, empresas voraces devorando selvas o poblaciones pobres desforestando para obtener el combustible con que cocinar y países desarrollados enviando a la atmósfera emisiones contaminantes, son apenas puntos de un extenso listado.

Se deteriora la geoesfera con pesticidas y productos químicos peligrosos. Se deteriora la hidroesfera, advirtiéndonos que el agua puede ser causa de serios conflictos futuros. Se poluciona la atmósfera con tóxicos originados en la quema de energías impuras. Cambia el clima y la temperatura ambiental se ve trastocada con efectos de extrema gravedad. Residuos nucleares circulan en busca de un depósito, la capa de ozono se adelgaza permitiendo el paso de dañinos rayos ultravioleta. Se extinguen especies animales y vegetales con la consecuente ruptura de la cadena alimenticia y desaparecen numerosas especies.

Entre el hombre y la naturaleza están los procesos de producción, distribución, consumo y acumulación, de manera que la relación entre el hombre y la naturaleza resulte indefectiblemente marcada por la economía. El inmenso volumen de recursos naturales que devoran las empresas de esta economía y que son procesados indiscriminadamente, la concentración de la producción en reducidos espacios urbanos y el afán desmedido de lucro, pueden mencionarse someramente al inicio. Pero los pobres también contaminan como efecto directo de su pobreza, porque se ven obligados a deshacerse de los residuos de cualquier manera ante la carencia de adecuados servicios o porque deben quemar materiales de alto valor ecológico para satisfacer sus necesidades básicas. El consumismo desenfrenado alentado por una obsolescencia planificada y una publicidad que fabrica necesidades, más un proceso hambriento de acumulación de riqueza, conllevan a enmarcar el problema ecológico en el campo de la economía mundial y, por supuesto, en el campo cultural. Pero hay más, mucho más. La determinación de los recursos a utilizar y la concentración en lo que se ha dado en llamar expresas transnacionales que llegan a la explotación intensiva.

Entra en juego el concepto de desarrollo sostenible dentro del cual pareciera debemos hacernos de nuevo preguntas básicas, como las relativas a quién el hombre, qué es el mundo y la relación entre ambos. El problema, entonces, no es simple, pues implica una reflexión antropológica, cosmológica y ética. La pérdida y dispendio de recursos son fuente de pobreza y la pobreza así creada en fuente de deterioro ambiental. Hay que adecuar el progreso al bienestar común, al de todos, simple fórmula para el desarrollo sostenible, pero de infinidad de aristas políticas que lo impiden.

Estamos, como es obvio, ante uno de los problemas fundamentales del mundo, sin obviar las posiciones catastrofistas de algunos. E implica aristas como un replanteamiento del modelo energético o un punto de gravedad sobre el sistema económico hegemónico. El calentamiento global se debe a los gases de efecto invernadero. Un habitante de los Estados Unidos emite 20 toneladas al año y un chino 3,8 toneladas al año.

Ya vivimos intensos períodos de sequías y largos períodos de inundaciones lo que conllevará a la disminución de la producción agrícola especialmente en los países pobres. El agua disminuirá, también especialmente en zonas planetarias pobres lo que hace estimar que en 2080 unos 1.800 millones de personas sufrirán escasez del líquido. Subirá el nivel del mar y las estimaciones sobre personas que serán víctimas de inundaciones son aterradoras. Numerosos ecosistemas se verán afectados con el riesgo de extinción de especies. La salud empeorará, especialmente entre los pobres. La Convención Marco de la ONU sobre el Cambio Climático (CMNUCC) ha puesto la agenda, pero no sin la queja esperada: los países ricos no cumplen con esta convención.

II

No se puede avanzar sin acuerdos mundiales y ellos han sido intentados. Llamamientos éticos sin traducción jurídica se quedan en el ámbito individual. Algunos de estos eventos han tenido un éxito relativo, como la Conferencia de Montreal en 1987 que logró la reducción de clorofluorcarbonados en un alto porcentaje o la de Río en el 92. La cara amarga comienza a aflorar frente al cumplimiento del llamado Protocolo de Kioto (1997) que tenía como propósito reducir la emisión de gases que provocan el efecto invernadero. Estados Unidos no firmó y los países emergentes rápidamente compensaron las reducciones anunciadas. La Cumbre de la ONU sobre Cambio Climático celebrada en Poznan (Polonia) para buscar salidas a Kioto no presentó avances. Como se recuerda Kioto procuraba reducir 6 por ciento en gases de infecto invernadero y los países industrializados se comprometían a reducirlos en un 5.2 por ciento para lo cual debían emplearse tres mecanismos: de desarrollo limpio, de comercialización de emisiones y de implementación conjunta. La Conferencia de Copenhague fracasó en la emisión de un acuerdo para sustituir al incumplido Protocolo de Kioto. Sin embargo, se acordó que no debía permitirse un aumento de la temperatura ambiental promedio en más de 2º C cuando se esperaba se estableciese en 1,5º C y sin que se acordasen las reglas del juego. El fracaso impidió establecer metas a largo plazo (2050) y se dejó a cada nación la voluntad de reducir las emisiones contaminantes para el 2020. Para “compensar” las naciones industrializadas se comprometieron a aportar 30 millardos de dólares para ayudar a las naciones pobres a superar los efectos perniciosos sin precisar quienes los aportarían, que naciones se beneficiarían o qué tipo de energía renovable se preferiría.

Por su parte el Comité IPCC de la ONU constataba que para 2008 se había registrado un aumento del 40% en emisiones de CO2 sobre los niveles medios de 1990 que las capas de hielo de la Antártida y Groenlandia se derretían a una taza de diez metros por año y un sinfín de advertencias nada tranquilizantes. Es evidente la falta de voluntad política, la ausencia de un liderazgo en la lucha contra el cambio climático y fallas originales en la organización del evento danés.

En esta situación se produce la reunión de México, bajo un gran pesimismo. En Estados Unidos, por ejemplo, disminuye el número de ciudadanos que cree sea verdad el calentamiento global, no sin aristas políticas, pues es entre los republicanos y entre los afiliados al Tea Party donde la descreencia es mayor.

III

Estamos frente a un problema de modelo económico, político y cultural. Lo que se requiere es quizás demasiado para el hombre de este tiempo: un planteamiento filosófico ontológico, una sensibilidad biófila que procure una reafirmación de la vida en sustitución del nihilismo que hemos descrito profusamente en nuestros textos. No se trata de marchar hacia un ecocentrismo, se trata de desmontar al hombre como dictador de la naturaleza. Más aún, se requiere fijar la observación sobre los medios de producción, sobre la infraestructura económica. Estamos frente a un sistema de producción depredador y frente a una “descultura” de la vida.

Absorción barata de recursos naturales, comercio desigual, explotación indiscriminada por un lucro igualmente indiscriminado. La crisis del planeta es una crisis de civilización. Como siempre, se trata de un asunto de filosofía política, siempre pensando que cuando usamos la palabra filosofía implicamos pensamiento y acción. Es menester sacudir la inercia global y exigir una reconfiguración del modelo civilizatorio, lo que incluye la descentralización del poder y de la toma de decisiones y un ataque frontal a un sistema productivo depredador, una deshomogeneización que permita recuperar la diversidad y el retorno a una ciudadanía de pleno ejercicio, la superación de las transacciones del mercado como límite a lo económico y hacer de la ética y la equidad elementos fundamentales para la comprensión de la sustentabilidad, la introducción de la sustentabilidad ecológica de la economía como una oposición lo suficientemente fuerte a la visión exclusivista del crecimiento económico, la difusión de los ecosistemas como escala de la economía y su imposibilidad de sustitución por el capital fabricado por el hombre.
En suma, también en la economía deben ser cambiados los paradigmas. Una vez más, la reaparición del dominio de la política sobre la economía, pues esta última debe estar sometida a objetivos de evaluación social, democráticos, amplios y consistentes. De flujo circular de dinero, de circuito cerrado entre producción y consumo, de sistema mecánico autosostenido, a una nueva mirada sobre las interrelaciones dinámicas entre los sistemas económicos y el conjunto de los sistemas físico y social. En suma, articular la economía sobre nociones biofísicas fundamentales como las leyes de la termodinámica: el respeto por los ecosistemas pasa por impedir generar más residuos de lo que ellos toleran, no extraer de los sistemas biológicos más de lo renovable, rescatar los indicadores biofísicos del dominio del dominio de los indicadores monetarios. Todo esto y más, pero el envoltorio es el sistema socioeconómico que domina todos los problemas medioambientales. Richard Norgaard (Una sociología del medio ambiente coevolucionista) lo definió con precisión: interpretar la actividad económica y la gestión ecológica como un proceso coevolucionario. Un dominio retomado de la política sobre la economía impondría a las decisiones un límite ecológico, la toma en cuenta de los efectos no contabilizados en el mercado, esto es, rompiendo la disociación entre la formación de los precios y la biosfera y la comunidad.

La palabra solidaridad no está en los textos de economía. Esto es que hemos definido repetidas veces como economía con rostro humano también puede serlo como “economía de solidaridad”. La economía, sí, pero la crisis ambiental debe ser enfrentada como parte de la crisis general que es el núcleo de este interregno donde los paradigmas caen, los episteme se disuelven o el universo simbólico se encuentra envuelto por una nebulosa. Hemos estado, y seguimos estando en este campo, en un paradigma tecnológico ahora desafiado por un paradigma ecológico. La filosofía se ha preguntado sobre el destino del hombre y ahora la pregunta, desde el tema que nos ocupa, se repite. En economía se sustituye la periclitada idea del crecimiento ilimitado por la nueva del desarrollo sostenible. En sustitución de las viejas ideologías brotan movimientos feministas, pacifistas y ecologistas, pero es el paradigma ecológico como nueva ciencia el que responde a este desafío concreto, a esta crisis específica que afecta a la supervivencia humana por agotamiento de la casa. El demiurgo se tambalea. Deben revisarse las relaciones entre ciencia y política y repolitizar el campo de los debates epistemológicos.

Esta es la sociedad del riesgo, qué duda cabe (Ulrich Beck, La sociedad del riesgo, 1986), pero de uno donde el valor de una ciudadanía emergente con conciencia política lo influye. Es necesario someter la tecnociencia a un control político democrático y ello implica educación y mecanismos de decisión acordes con el desafío. La vieja alianza entre ciencia y política ya llevó sus productos al extremo del agotamiento, tal como lo hemos repetido, productos como el Estado-nación o la economía depredadora. La crisis ecológica al menos ha servido para cuestionar el dominio de la economía sobre la política. El alborozo de una filosofía ecologista servirá para terminar de ponerle fin. La nueva alianza entre ciencia y política deberá servir para delinear y construir las instituciones del mundo que llega. La política, así, reabsorberá al poder y lo reconvertirá en un encuentro con la potencialidad de la vida humana.

teodulolopezm@yahoo.com

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