Por Jorge Majfud
Resulta extraño que en los estudios sobre el origen del humanismo moderno habitualmente no se considere la cultura del sur de España que, mucho antes que los humanistas italianos, en un ambiente de remarcable diversidad practicaron el mismo hábito de la erudición sobre textos antiguos —griegos, hebreos, árabes y latinos— además del cultivo de las ciencias exactas y de facto. Charles Lohr observa que la especulación filosófica del medioevo estuvo dominada por el neoplatonismo islámico, especialmente por Averroes. Siglos más tarde, tanto Copérnico como Galileo reconocieron de forma explícita la influencia de los griegos en sus visiones geométricas del Universo que los llevó a aceptar modelos más simples como el heliocéntrico y las fórmulas matemáticas que estaban detrás de sus movimientos. Gran parte de los textos griegos eran consultados por los mismos científicos y humanistas italianos en sus traducciones al árabe, disponibles en España.
En el siglo que sigue a la caída de Constantinopla en 1453, momento de inicio de una importante emigración de los eruditos griegos a Italia, casi todo el corpus de comentarios griegos a Aristóteles estaba disponible ya en ediciones griegas y en traducciones al latín.
En el siglo XV, más del treinta por ciento de los humanistas italianos habían sido profesores en algún momento de sus carreras. Es probable que Vergerio haya sido uno de los primeros modernos en considerar la historia como fuente de conocimiento —además de la lógica— y a la filosofía moral como guía de conducta. Según Vergerio, la historia provee de la luz de la experiencia, un conocimiento acumulativo que nos sirve para complementar la fuerza de la razón y la retórica. Benjamín Kohl entiende que fue Vergerio quien separó, por primera vez, el estudio de los clásicos de la tradicional visión cristiana del Medioevo.
Más tarde, la dicotomía humanismo-religión se convirtió en una de las formas más comunes para definir cada uno de los pares que se oponen. Luego de recordar la diferencia entre el pecado original de los semitas y el robo del fuego a los dioses por parte de Prometeo en beneficio de la humanidad, Nietzsche concluye: “Y de ese modo el primer problema filosófico establece inmediatamente una contradicción penosa e insoluble entre hombre y dios, y coloca esa contradicción como un peñasco a la puerta de toda cultura”. Sin embargo, en muchos momentos de su evolución o transformación, el humanismo estuvo asociado y sostenido por religiosos desde las mismas iglesias tradicionales de Europa. Por otra parte, al mismo tiempo que los humanistas entraban en el terreno teológico, tuvieron que compatibilizar la literatura y la filosofía con la teología en curso. Ese “puente” fue la filosofía moral. Más aún: los padres de la iglesia, griegos y latinos, recurrieron a los humanistas porque ellos encarnaban aquellos valores que los escolásticos habían rechazado. Los padres eran parte de la literatura antigua y los humanistas estaban en el proceso reescribirlo.
Sin embargo el redescubrimiento de la literatura clásica en Italia se remonta aún antes. La enseñanza de gramática y literatura griega es introducida a la península por el diplomático Manuel Chrysoloras, quien enseñó en Florencia desde 1397 hasta 1400. Tanto el conocimiento como la fuerza de expresión se constituyeron en las dos aristas principales de la educación. La nueva educación en universidades como Padua, continuó siendo un reducto predominantemente masculino y restringido a la aristocracia.
A diferencia de la filosofía griega de la antigüedad, de otras disciplinas medievales como la escolástica, o de los primeros filósofos modernos, los humanistas comienzan a pensar en términos individuales y según la experiencia; no sobre mentes incorpóreas ni sobre la razón pura. Montaigne es un ejemplo de esta reflexión individual por la cual podríamos entender la existencia de una conexión entre el humanismo renacentista y el existencialismo moderno. Podemos agregar a su antecesor, Antonio de Guevara, quizás menos conocido por los lectores contemporáneos pero leído por el mismo ensayista francés. Les epistres —Epístolas familiares (1539-43)— había sido lectura predilecta del padre de Montaigne, aunque éste no las apreció de la misma forma. En España, aparte de Antonio de Guevara, muchos humanistas como Alfonso de Valdés y su hermano Juan participaron de esta corriente de pensamiento que, además, se expresó como una corriente estética. El estilo del diálogo y la epístola eran propios de un género literario fronterizo entre la narrativa y el ensayo. Dice Luca Bianchini que la preferencia de los humanistas por el género del diálogo reflejaba sus propias ideas acerca de la conquista compartida de la verdad, su confianza en el poder de la palabra, la relación necesaria entre dialéctica y retórica (¿entre socratismo y sofismo?), la confianza del aprendizaje como un intercambio de ideas entre hombres libres y, finalmente, el deseo de imitar a los antiguos. En los hechos, como en Diálogo de las cosas ocurridas en Roma (1527) de Alfonso de Valdés, el diálogo es una suerte de monólogo a dos voces donde uno de los personajes, el alter ego del autor, lleva siempre la razón, mientras que el otro sirve de motivador y es, generalmente, un débil contendiente dialéctico.
No debemos olvidar otro rasgo de los humanistas: su interés por la cultura popular. De ahí el estudio de los refranes o de la lengua vulgar. En Diálogo de la lengua (1535), de Juan Valdés, se aprecia la exposición de temas gramaticales sobre castellano oral y escrito, en forma de diálogo. Esta mirada hacia lo popular como fuente de conocimiento permanecerá en la cultura posterior, pero progresivamente el pueblo pasará de ser considerado objeto de estudio a convertirse en sujeto. Al menos en la teoría revolucionaria de los dos últimos siglos.
Es probable que este rasgo, que también distinguió el idealismo del arte heleno del realismo del arte romano, proceda de la antigua Roma. Donald Kelley recuerda una frase de Cicerón: “sin la historia uno permanecería siempre como un niño”. Un poco antes, el mismo Kelley, citando la reconocida retórica de Petrarca —“¿Qué otra cosa es la historia sino una alabanza de Roma?”— había referido la herencia intelectual del poeta italiano.
Kelley observa que Petrarca no solo creó una tradición académica sino además una leyenda sobre cómo interpretar la historia. De forma más explícita, el petrarquista Coluccio Salutati continuó el énfasis sobre el rol central que jugaba la historia tanto en la política como en la ética.
Esta nueva dimensión de lo particular y transitorio, de lo individual y lo colectivo, del cuestionamiento a la inmutabilidad y universalidad de la experiencia particular, tiene una relación cercana con la conciencia de la política en la escritura de la historia. Lo cual no niega una condición humana que trasciende las edades. La confirma.
Jorge Majfud
Jacksonville University
majfud.org
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