Por Atanasio Alegre
Alejo Urdaneta, el autor de este breve ensayo, ha rastreado aquí el camino que siguió el arte para convertirse, en su momento, en una apoteosis. Para ello emprendió este autor una larga excursión sobre autores, no necesariamente artistas ellos mismos, que se han dado a la tarea de encuadrar a la estética como una de las partes de la filosofía. La estética como la ciencia de lo bello, al punto de declarar sin sonrojo, que la estética no es otra cosa que el correlato de la ética.
Pero lo que se ha dicho con sonrojo –lo han dicho los franceses- que la belleza no volverá ya al arte por la sencilla razón de que cualquier objeto puede ser una escultura, y si esto es así, la pregunta por lo que constituye la esencia del arte ha cambiado de registro. En lugar de afirmar qué es arte, lo que habrá que preguntar ahora es ¿cuándo algo es arte?
El artista fue hasta hace poco una especie de traductor de la sensibilidad de unas determinadas realidades de acuerdo a unos cánones que han caracterizado, incluso, épocas enteras, como ocurrió con el Renacimiento. Al desaparecer las reglas de juego que sustentaban esos cánones de la obra de arte, era lógico que se anunciara su muerte. Muertas están también la filosofía y, desde que Nietzsche lo proclamara, Dios mismo. Pero la muerte de estas realidades abstractas no es otra cosa que una sutil llamada de atención sobre el papel que esas abstracciones como tales siguen ejerciendo sobre la vida cotidiana.
Pues bien, la de este ensayo es una voz que clama en medio de este desierto de interpretaciones por el anterior papel que ejercía en la vida humana lo estético como formalización de la realidad. Porque si lo que hace, a fin de cuentas, el hombre de pensamiento es formular, el artista formaliza. Es decir, la función del artista es crear las formas de que componen las realidades representadas. Pero ante el problema de la estética, Alejo Urdaneta se atiene a la más clásica de las formulaciones y su evolución en el tiempo, lo cual es de agradecer, porque ese recorrido no es fácil y él lo ha hecho transitable, despejando el camino.
En el Hipias de Platón se deriva la estética de la aisthesis o sea de la sensación, es decir, del conocimiento de lo sensible. La duplicidad entre mundo sensible y mundo inteligible o sea el mundo de la formalización y el de la formulación es conocida. Es lo que impulsó a los escolásticos a asentar uno de sus principios fundamentales muchos años después mirando de reojo a Platón, de que nada hay en el entendimiento que no hubiera estado previamente en los sentidos.
Lo sensible no es, pues, más que una copia en términos platónicos, una mímesis de otras realidades para las cuales necesitamos un guión, o sea, ideas.
Aquí radica entonces el fundamento del canon griego de belleza reducido a términos dentro de los cuales el arte no es otra cosa que una función del entendimiento que, para llevarlo a cabo, se sirve de las manos. Pensar con las manos.
Pero para llegar a esta conclusión en este ensayo, ajustado a palabras, hay que estudiar el desarrollo posterior de la sensación, de lo sensible, de lo que bajo las apariencias de lo dado trasciende a lo inmediato.
Un árbol a la vera de un camino es simplemente eso, una planta que da sombra al caminante si la solicita, hace pensar al leñador sobre las conveniencias de sus ramas para el fuego, al carpintero, como materia prima de su trabajo, al pintor, como colorido, hasta que llega el filósofo para quien el árbol es, además de todo eso, un ente. Un objeto existente bajo determinados condicionamientos Pues bien, ese largo camino hasta determinar la trascendencia del objeto artístico es el trabajo del hombre que se decide por el cultivo de la estética.
Y esta viene a ser es la función, por tanto, del presente ensayo.
Cuando los franceses negaron al arte la belleza, lo que no dijeron era es que habían encontrado un reemplazante en el diseño.
Cuando el señor Brumel organiza un viaje a la región de los lagos, una vez en el lugar, pregunta al sirviente de mayor confianza:
-¿Qué lago debo preferir?
Las funciones de un sirviente pueden ser innumerables pero la de ayudar a elegir perceptualmente el tipo de objeto dentro del paisaje que su señor debe preferir es un indicador que nos señala hasta qué forma han llegado a pervertirse los signos.
Es la función del diseño, ayudar- estabilizar, incluso- la forma para que alguien, un usuario preferentemente pueda percibirla como una determinada realidad.
Esta es la segunda propiedad atribuible a este ensayo de Alejo Urdaneta, llamar la atención de cómo y en razón de que se han ido pervirtiendo los signos de una manera tan sutil, pero tan eficiente, al mismo tiempo.
Muchas de las obras de arte que hoy se admiran y por las cuales se pagan sumas inmensas responden a las características de una época utilitarista y consumista, arrastrada por la denominaciones de marca. Algo que es posible en una época en que el hombre ha olvidado sus vinculaciones metafísicas dominado por un esterilizante conjunto de gadgets
Jean Cocteau, citado por el autor de este ensayo, ha dicho que el arte es una de las cosas más necesarias en el mundo de hoy, aunque no sabría decir para qué sirve. Ligado a su tesis inicial del arte como producto del espíritu, este ensayo pareciera una respuesta razonable y racional de lo que algún día vendrá a ser el arte nuevamente en el momento en que se comiencen a cernir en lontananza los primeros indicios del nuevo renacimiento. Por tanto, este ensayo de Alejo Urdaneta es una voz de alerta- custos quid de nocte, centinela, ¿cómo anda la noche?- ante la huida del hombre moderno enfrentado al pensar. Heidegger ha dicho que esta huida ante el pensar es la razón de la falta de pensamiento.
Se hace imprescindible un pensar de tipo peculiar como el emprendido por el autor a modo de reflexión personal ante la singularidad del fenómeno estético. Ese es el mérito principal de este esfuerzo editorial.
Atanasio Alegre
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