MANUEL BERMÚDEZ
por Eduardo CASANOVA
Hoy vi salir el sol con tristeza. A las cinco y media abrí el correo electrónico, y uno de los mensajes me llamó la atención. Era de mi muy querido amigo Alberto Hernández, poeta llanero radicado en Maracay, y el título era “El Negro Bermúdez”. El texto breve y conciso –llanero– decía “Hace rato se murió Manuel”, y la fecha y hora, martes 15 de diciembre a las 8:28 de la noche. De un golpe pasaron por mi mente casi cuarenta años de amistad. Nos conocimos en la que fue la última verdadera peña literaria de Caracas, “El Gusano de Luz”, la librería en la que oficiaban Freddy Cornejo y Néstor Tablante y Garrido, a donde me llevó a fines de 1970 Pedro Francisco Lizardo. Quedaba en un viejo edificio de
Manuelito
Óscar Reyes Matute
Nadie podría prever fácilmente un lingüista, un semiólogo, naciendo en La Laguna de Perro Seco, San Fernando de Apure. Pero allí nació Manuel Bermúdez. A muchos ha de haberles extrañado la jerga en que hablaba Manuelito siendo un miembro de la Academia de la Lengua: hablaba como un veguero, con acento nasal, y empleaba términos como “camarita”, “enjorquetado”, “atajaperro”. Puedo imaginar la sorpresa de sus colegas de las academias correspondientes en toda Hispanoamérica al oírle: un señor trigueño aindiado y narigón, de una erudición exquisita, que sonaba como un campesino que llega de ordeñar vacas a tomarse un cafecito antes de partir al sogueo, y que conversa afable con la cocinera.
Le conocí hace más de 20 años, cuando él era el semiólogo de las telenovelas de RCTV. Iba a visitarlo de Bárcenas a Ríos, y no se crea que nuestras charlas versaban sobre Saussure o Eco: nada que ver, nos interesaba el tema de si el lenguaje que aprendimos de nuestros mayores –el castellano que se habla en el llano- era un barbarismo que debía corregirse o algo más. Yo padecí en carne propia este dilema, pues cuando llegué de Guárico a Maracay, tuve que cambiar el acento en la escuela, para no parecer un campesino bruto e inculto. Manuelito me sacó de ese error, de ese complejo: las charlas en el sopor de las tardes de su oficinita en RCTV me sirvieron para aprender que el castellano que se hablaba en el llano –se está perdiendo por la modelación que ejercen de los medios de comunicación- era similar al del Siglo de Oro de España: yo diría –y espero que Manuelito me escuche y me corrija doquiera que esté- que es como un ladino congelado. Yo lo vide, yo aguaité, vale… Es Cervantes, así de simple, traído en las carabelas, desperdigado por la ardiente planicie y congelado en Calabozo, la Atenas del llano, o en La Laguna de Perro Seco, San Fernando de Apure.
Claro que este tema se asoma en Antonia Palacios o en Teresa de La Parra. Pero estas distinguidas damas no lo encarnaron como Manuel, ni lo transmitían con su jerga: ellas no lo hablaban sino que lo señalaban en algún personaje literario, mientras que Manuel nunca quiso corregirlo, y lo hablaba con orgullo ante gente como García Márquez o Lázaro Carreter.
Esa honestidad no fue fácil, mucho sufrió el eminente semiólogo, pues de todos lados lo despedían: de RCTV, del Pedagógico, de la Universidad, y se fue del Secretariado de la Academia antes de que lo siguieran molestando. La última vez que hablé con él, le conté que también me habían botado de todos lados, de la UCAB, de UNT, y pare de contar. “Chico, es que la gente como uno termina siendo incómoda…” Incómoda… creo que ese adjetivo resume la sensación de vergüenza que su honesta manera de ser generaba en los lameculos de la cultura venezolana: mira que andar por la vida así, sin miedo a ser lo que uno es, sin disfrazarse de refinado, así de salvaje, y así de talentoso. Creo que un verso de Arvelo Torrealba lo resume, nos resume: “El coplero solitario / vive su grave altivez / de ir caminando el erial / como quien pisa vergel.”
Los exégetas (talmidim) de El Zohar, desconocen la noción del alma individual, del ego, en su versión helénico-cartesiana: soy único, una res pensante, y la percepción de que estoy pensando es la que me da la seguridad de la existencia. Si no pienso, si no me pienso, si no me siento único, no existo. Pero para los talmidim del libro del Zohar, el alma no es otra cosa que fragmentos de luz del Creador que caen en el mundo, y visten un cuerpo que nace. Durante una vida, muchas otras almas o fragmentos de almas pueden caer y re-vestir ese cuerpo, pegarse de él, cambiarle, elevarle, y eso es lo que entienden como reencarnación en vida. Así, durante tu vida, pueden venir fragmentos de la luz de Cervantes, Góngora, Andrés Bello, a vestir tu magro y finito cuerpo: y entonces te elevas, sin dejar de ser tú mismo, pero participando de esa alma colectiva que solemos llamar Humanidad. Eso pasa cuando leemos, cuando nos influencia un autor, cuando nos cambia la forma de hablar, de escribir, de pensar, cuando nos hacemos un poco como él o ella. Vas cambiando desde tu primer párrafo del abecedario una vez que lees La Ilíada, Don Quijote, Ulises, Cien Años de Soledad, Las ruinas circulares… y todas esas luces se quedan en ti, y te hacen ser el que ahora eres, en la madurez y cénit de tu vida.
Es una forma de decir que el alma, la luz de Manuel Bermúdez, influenció, vistió, el alma de este modesto filósofo llanero, y que ese fue uno de los grandes dones de mi vida como amante de mi lengua madre. Ahora que su alma ha abandonado su cuerpo, quiero, deseo, que siga influenciándome, vistiéndome, iluminándome, como cuando lo visitaba en su oficinita, en las lentas tardes de sus años en RCTV. Es el homenaje más sincero y sencillo que pueda darle al maestro que tanto admiré y que tanto quise.
oreyes10@gmail.com
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