Por Hernán Montecinos
Al surgir la televisión se creyó, poco menos, que había llegado el final de la era del cine. Se pensaba que la gente ya no se interesaría en las películas, prefiriendo quedarse en sus hogares disfrutando de las imágenes gratuitas ofrecidas en la pantalla chica. Cundió el temor en la industria cinematográfica, ante la eventualidad que el negocio se les viniera abajo. Y no era para menos, cuando en las ciudades se empezaron a cerrar infinidad de salas, fundamentalmente, cines de barrio, los que casi terminaron por desaparecer por completo. Sin embargo, fuimos testigos de cómo la producción cinematográfica, que parecía condenada a morir, renacía cual ave fénix, hasta llegar a ser una floreciente industria, hasta el día de hoy.
¿Qué pasó, en el intertanto, para que la producción cinematográfica siguiera aumentando, a pesar del surgimiento de la televisión y el consiguiente cierre masivo de las salas de cine? Las respuestas son entrecruzadas y múltiples, las que intentaré sintetizar brevemente.
Primero que nada, la T.V., respecto del cine, se remitió a pasar películas norteamericanas de la peor calidad, copias de archivos, antiguas, ya desechadas, la mayoría mediocres, incluyendo mucha basura y bodrio también. Un fenómeno que aun persiste, lo que se comprueba haciendo zapping con la intención de poder cazar una buena película. Sólo muy de cuando en vez, la TV pasa alguna película que valga la pena verla, pero ello sólo a modo de excepción. Esto derivó a que los cinéfilos, y los no tanto, pronto volvieran a volcarse nuevamente en las salas de cine, buscando encontrar allí satisfacer sus necesidades tanto culturales como de entretención.
Sin embargo, tuvo que surgir un hecho eminentemente tecnológico para que la producción cinematográfica repuntara definitivamente. En efecto, la revolución tecnológica, que cubre todas las actividades, no podía dejar de alcanzar con su largo brazo a la producción cinematográfica.
En este orden, se inventaron nuevas cámaras de filmación las que permitieron trabajar con cintas en formatos menores a las tradicionales de 35mms. Este cambio permitió, por una parte, una mayor facilidad de trabajo para el realizador y, por otra, producir películas a un más bajo costo de producción. Junto con ello, los realizadores empezaron a trabajar en forma más independiente, muchos de ellos, incluso, desligándose de las grandes productoras de las que antes dependían. Así, surgieron infinidad de pequeños grupos, o pequeñas compañías e, incluso, realizadores aventurándose en solitario, para dar origen al llamado “cine independiente”. En este cuadro, resulta lugar común encontrarse hoy con películas, en las que el realizador es, a la vez, su propio productor, rubricando así el surgimiento y auge del cine independiente.
Pero, el cambio tecnológico no sólo favoreció el trabajo del realizador, sino más revolucionario aún, resultó ser el hecho de la aparición de videos caseros, primero, en formato Betamax, reemplazados después por los VHS, permitiendo ver películas cómodamente instalados en nuestros hogares. ¿Cuándo habrían imaginado, los de nuestra generación, que algún día pudiéramos ver películas de nuestro gusto cómodamente sentados en nuestras propios hogares? Ahora, si consideramos que las cintas de videos han sido reemplazadas por discos digitales (DVDs), la facilidad para ver películas aumentó mucho más aún.
El cine digital, entre otras bondades, permitió a los realizadores usar pequeñas cámaras, en reemplazo de aquellos pesados armatostes, de cuyo peso apenas si podían sostener sobre sus hombros. Si a ello agregamos la proliferación de academias e institutos, dedicados a la enseñanza del cine, nos encontramos frente a un cuadro propicio para producir un nuevo giro en la realización de la producción cinematográfica. Incluso, la incorporación de la carrera de cine en prestigiosas universidades, ayudó a mejorar también, las condiciones para el surgimiento de nuevos realizadores con una mayor preparación técnica y profesional para enfrentar los nuevos desafíos.
Hito importante en este nuevo orden, fue implementar los adecuados sistemas de distribución para que los films, ahora en formatos caseros, llegaran al gran público. Surgen así las cadenas de locales de venta y arriendo de películas ubicadas, generalmente, en los centros comerciales de las ciudades. Más aún, el surgimiento de un activo y prolífico mercado informal, ha permitido acceder a todo tipo de películas, incluso, recién estrenadas, a tan sólo dos dólares por unidad. La distribución de películas, a través del mercado informal, pese a su demonización y persecución, fundamentalmente, por compañías que compran derechos, ha servido bastante para la difusión del cine. Un hecho reconocido, incluso, hasta por prestigiosos cineastas. En efecto, reunidos en México, en el “I Congreso Internacional de la Cultura Iberoamericana” (2008), varios realizadores confesaron que la piratería es una de las pocas opciones que le queda al cine iberoamericano para alcanzar al gran público, porque ha sustituido a los cines de barrio en las ciudades.
En una de las mesas redonda, el venezolano Román Chalbaud señaló como perjudicial a la difusión de películas, la gradual desaparición de los cines de barrio, para dar paso a las ‘macrosalas’ de los centros comerciales. En este marco, la difusión actual ofrece a la mayoría de los directores iberoamericanos ‘la sala más pequeña y más cara’, de forma tal, que sólo pueden acudir a ver el filme ‘tropas de elite’, agregó. ‘Los cines de barrio son ahora las películas piratas’, rubricó Chalbaud, que, aunque no elogia esta práctica porque los beneficios no llegan a la producción, ve claro que así es como se acerca ahora el público a un filme a un precio razonable.
Por su parte, el chileno Miguel Littin fue más lejos aún, al afirmar que él mismo distribuye a los vendedores piratas chilenos sus películas cuando el mercado oficial no las quiere exhibir. ‘¿Si no se ven cómo se pueden conocer?’, argumentó.
A su vez, el peruano Isaac León Frías criticó que la política de distribución de cine ‘apunte exclusivamente al circuito de estreno en el menor tiempo posible’. ‘Luego la película desaparece de las salas y ya no se ve más’, se quejó. La realidad actual -añadió- es que en toda Iberoamérica ‘hay segmentos de espectadores crecientes que se alimentan del vídeo pirata de películas europeas, asiáticas e independientes’.
Como quiera que sea, el cine ha alcanzado -dentro de las manifestaciones consideradas como arte-, un mayor grado de democratización, entendiendo por tal, a que son mucho más millones de personas los que se incorporan al acceso y disfrute de las creaciones artísticas provenientes del mundo del cine. En otras áreas de las artes, esto no ocurre tan así: ballet, pintura, óperas, conciertos de música clásica, etc. Incluso, lo mismo pasa con las obras de teatro, aún pese a algunas loables iniciativas, como aquella que se lleva a cabo, a fines de año en nuestro país, el evento denominado “teatro a mil”. Pero ya sabemos, “una golondrina no hace el verano”.
Ahora bien, esta idea de la mayor democratización del cine bien vale apoyarla con datos más duros. Para el caso, nada mejor que recurrir al auxilio de las estadísticas. La investigación realizada por el “Instituto de Estadísticas de la Unesco” (IEU), válido para la producción cinematográfica del año 2006, nos van a proporcionar un buen punto de apoyo en tal sentido.
Antes de entrar a los datos, es de advertir que las cifras para muchos van a resultar una sorpresa. Ello, porque flota en el imaginario social, que Estados Unidos sería la mayor potencia productora de películas en el mundo. Una apreciación lógica si observamos que de toda la producción cinematográfica que se distribuye en nuestro país, ya sea a través de las salas habituales de exhibición, locales de venta y arriendo, y las que nos llega por la televisión abierta o por cable, estimativamente, entre el 70 al 80% proviene de las productoras norteamericanas.
Sin embargo, a la luz de los datos, esta apreciación es errónea. En efecto, según esta investigación, el primer lugar lo ocupa la India con 1091 películas y el segundo lugar Nigeria con 872 películas, un país africano del cual difícilmente por estos lados podamos haber visto siquiera una de sus películas. Estados Unidos quedó en tercer lugar con 485 largometrajes. Detrás de éstos vienen ocho países productores con más de 100 películas, en el siguiente orden: Japón (417), China (330), Francia (203), Alemania (174), España (150), Italia (116), la República de Corea (110) y el Reino Unido (104).
Ahora bien, usar el dato estadístico de un solo año, puede conducirnos a error. Para evitar esto, recurramos a otra muestra del año siguiente (2007), y con datos de otro referente (“Screen Digest”). El examen de sus cifras conozcámosla a través de la nota-comentario de Gurus Hucky: ¿Sabéis cual es el país que más películas ha producido en 2007? …. and The Oscar goes to… Nigeria. ¿Sorprendidos?. Pues si, ni las mega producciones de Hollywood, ni la potente industria cinematográfica India, ni el potente mercado asiático, ni el subvencionado cine Europeo… el país que más películas ha producido ha sido precisamente Nigeria, entre otras cosas, porque se ha saltado el tradicional y encorsetado modelo occidental de la cadena de valor en la producción y distribución de películas explotando un modelo low cost de producción y distribución de películas que está siendo todo un éxito en África.
Screen Digest, estima que en 2007 se produjeron más de 1.500 películas en Nigeria, le sigue la India con 1.049 y después los EEUU con 590. Europa en su conjunto produjo 1.292 películas. Entre las claves, del éxito de la producción nigeriana hay que citar su bajo costo, y el obviar totalmente la exhibición en cines y venderlas directamente en la calle en formato DVD a 2 dólares la copia.
Ahora bien, cifras más, cifras menos, que el cine de ficción esté proliferando no resulta nada extraño, pues esa ha sido su impronta de siempre. En cambio, resulta sorprendente y, sobre todo, gratificante, la proliferación de trabajos audiovisuales que privilegian el cine documental. Este auge ha ayudado a que vaya desapareciendo del imaginario social, aquella imagen que hacía aparecer a los documentalistas como una suerte de bichos raros, cuyas realizaciones quedaban destinadas a ser exhibidas en pequeños locales, destinadas a ser vistas por un reducido público con pretensiones de constituir una elite intelectual. Recordemos, al respecto, que décadas atrás, este género aparecía sólo de cuando en vez, pareciendo quedar reservada su creación sólo para realizadores experimentados, aquellos que exhibían una dilatada trayectoria en el ámbito de la producción audiovisual.
Hoy esta situación ha cambiado radicalmente, un cine en el que se encuentran comprometidos jóvenes realizadores, los que apenas egresados de sus academias salen, cámara en mano, a los más recónditos lugares a recoger acontecimientos históricos, costumbristas, sociales y políticos que la memoria histórica ha pretendido olvidar, o bien, captar imágenes que nos permitan aprehender la realidad que gira en nuestro entorno y que muchas veces pareciéramos no darnos cuenta que existieran.
Hasta hace poco, era raro ver la presentación de un film documental en los grandes festivales de cine internacional. Hoy esa situación se ha revertido, al punto que no hay festival de cine de importancia en el mundo que no deje de incluir muestras de cine documental. Más aún, se ha hecho lugar común la proliferación de ciclos de cine dedicados al puro cine documental, incluso, por áreas temáticas, fundamentalmente, de las etnias, pueblos originarios, etc.
Ahora bien, agotado el punto de la producción cinematográfica en términos cuantitativos, resulta de interés examinar el tema en una dimensión que vaya más allá de las puras cifras. Un análisis que atienda, fundamentalmente su “calidad”, entrando así a un nuevo ámbito de apreciación sobre el tema.
Hay que decirlo francamente, en el cine se ha ido produciendo un gran abismo entre cantidad y calidad, particularmente perceptible en el cine de ficción, ámbito en donde las compañías norteamericanas han copado el mercado mundial, a lo menos, del llamado mundo occidental. Sin duda, ha sido la perniciosa influencia del cine puramente comercial la responsable del deterioro en la calidad de los films, pues las productoras ponen más interés en los réditos comerciales que puedan obtener, antes que considerar los valores estéticos que le son intrínsecos a una obra de arte para considerarla como tal.
Como sabemos, el cine comercial ha devenido casi en el puro entretenimiento, soslayando o dejando de lado elementos artísticos, estéticos, reflexivos, intimistas, costumbristas, etc, que le son propios a una obra de arte de la representación. Y no es que la entretención no forme parte también del buen cine, pero distinto es, por ejemplo, una película de Chaplin, que combina estéticamente el arte con la entretención, y una de Jerry Lewis, con sketchs ramplones que caen en lo burdo y lo banal. Un cine de la entretención que sirve sólo para pasar el rato, un cine del instante, intrascendente y banal. Uno de los rasgos más relevantes del cine comercial es poner énfasis en lo espectacular, invirtiendo para ello millones de dólares. Pero es el caso que lo espectacular, nunca ha ido de la mano con la estética y la calidad. En esto no podemos llamarnos a confusión. Lo espectacular, produce muchos ruidos pero muy pocas nueces.
En fin, un cine comercial que representa estereotipos banales e insulsos convirtiendo al cine en pura y mera entretención, desatendiendo los elementos conceptuales y estéticos que le son intrínsecos a una obra de arte. En un primer momento, el género entretención dio paso, en Hollywood, al cine glamour, comedias sentimentalonas, comedias musicales, etc. Ahora la entretención ha dado paso a nuevos estereotipos en donde el sexo, la violencia y héroes de barro ocupan los primeros planos; un cine preferentemente de aventura y acción, en donde abunda la parafernalia y exceso de ruido y utilización de una técnica sobrecargada que ofende al buen gusto y también a los buenos oídos.
A manera de ejemplo, un caso típico de cine comercial lo es la serie neozelandesa “El señor de los anillos”, un producto claramente destinado a la comercialización y, por lo tanto, a su consumo como obra de entretención. El nivel de inversión de tiempo, dinero y tecnología, las prolongadas campañas publicitarias, los premios obtenidos y todo el marketing publicitario que se ha hecho a nivel mundial sobre esta serie, no hacen más que reforzar esta idea de la película como producto comercial. Como lo demuestra este film, mientras más éxito de taquilla obtiene, más tentación produce en las productoras para hacer de éstas interminables sagas y posibilitar así mantener una inagotable veta comercial. Películas como Rambo, Terminator, Duro de matar, etc., obedecen a este mismo padrón.
Este carácter del cine comercial, ha sido muy bien retratado por un cineasta de excepción, como sin duda lo es, Emir Kusturica: “las películas de Hollywood no aluden a ningún sentimiento humano profundo. Se limitan a estimular el sistema nervioso periférico de los espectadores. Ha pasado ya mucho tiempo desde que han perdido toda dimensión artística. Se ha transformado en una industria sin más y sin plantearse ningún otro objetivo que no sea puramente comercial.”
De otra parte, se ha confundido, erróneamente, popularidad con calidad, en circunstancias que en el cine, y otras manifestaciones, más bien se sucede lo contrario. En el cine sucede lo mismo que en la televisión, el rating es para uno, lo que la taquilla es para el otro. Sin embargo, lamentablemente, ni el rating ni la taquilla han ido de la mano con lo estético; por el contrario, sería lato enumerar los ejemplos que dan cuenta que sucede todo lo inverso.
Ahora bien, el copamiento de la producción cinematográfica por el cine puramente comercial, nos lleva a la siguiente pregunta, ¿es una película necesariamente una obra de arte? Si consideramos que toda película es una creación, tendríamos que decir que si. Pero, lamentablemente, no toda creación, bajo ese sólo mérito necesariamente va a constituir de por sí una obra de arte. Ello, porque hay, creaciones buenas, y creaciones malas y, otras, simplemente vomitivas, por lo que no todas las creaciones, por ser tales, las podemos meter en el mismo saco.
Sin duda, el cine hoy nos enfrenta a una gran dicotomía: cine puramente comercial, o cine como expresión de arte propiamente tal. Una disyuntiva compleja, si consideramos que el cine surgió bajo el paraguas de ser el “séptimo arte”. Denominación que, a primera vista, pareció exagerado frente a la profundidad y altura estética contenidas en las artes clásicas. Como sabemos, desde antiguo los griegos distinguieron seis categorías en las Bellas Artes: arquitectura, escultura, pintura, música, declamación y danza. La declamación incluye la poesía y, con la música se incluye el teatro. Todas estas expresiones con un recorrido de siglos y miles de años, en cambio, el cine fue un descubrimiento mecánico tardío, que ni los hermanos Lumiere, al proyectar las primeras imágenes, tuvieron en mente de haber creado un nuevo arte.
Hasta el momento de la aparición del cine, la inteligencia, la imaginación, y la sensibilidad de los artistas, al parecer, no estaban preparados para esta nueva forma de exteriorización. Para crecer y desarrollarse les bastaban: la literatura, (arte de los pensamientos escritos); la escultura, (arte de las expresiones plásticas); la pintura, (arte de los colores); la música, (arte de los sonidos); la danza, (arte de las armonías de los gestos); la arquitectura, (arte de las proporciones).
A saber, fue el italiano, Ricciotto Canudo, teórico del cine, que en su “Manifiesto de las siete artes” (1914) acuñó este término, que aún hasta hoy perdura; séptimo arte, como síntesis de todas las demás, ubicándola en el tope de una pirámide, por encima de la pintura, la escultura, la poesía, la danza, la arquitectura y la música. Si bien muchas mentes apreciaron el alcance curioso del cinematógrafo, fueron muy pocas las que entendieron las posibilidades de su desplegamiento estético. Tanto la élite intelectual como las masas carecían evidentemente de un elemento psicológico, indispensable, para omitir un juicio en tal sentido. Sin embargo, la visión del movimiento a partir de un ángulo determinado, y el correspondiente desplazamiento de líneas, pudo ser susceptible de suscitar emociones y exigir, para ser entendida, un sentido nuevo, paralelo al de las demás artes.
Ahora bien, a la luz de lo que nos presenta hoy, en su conjunto, el cine… ¿será tan cierta la definición de “séptimo arte”, en tanto síntesis de todas las demás artes? Mejor aún… ¿Cuándo una película es una obra de arte?... ¿Cuáles son los parámetros y los límites para considerarla como tal?... Un punto difícil de discernir, una disyuntiva que implica, necesariamente, la utilización de recursos subjetivos para abordar el tema en toda su complejidad. Sin embargo, para no caer en disquisiciones puramente metafísicas, o quedarnos enredados en el mundo de lo puramente subjetivo, para salir del paso recurramos a lo que tenemos más a la mano: “el sentido común”.
Apelando a nuestro sentido común podremos discernir, por ejemplo, que películas como “Tiempos Modernos” (Chaplin, EEUU), “Pieza inconclusa para piano mecánico”, (Mijailov, URSS), “Las amargas lágrimas de Petra Von Kant” (Fasbinder, Alemania), “Muerte en Venecia”, (Visconti, Italia), “El Exilio de Gardel” (Solanas, Argentina), “Los paraguas de Cherburgo” (Demy, Francia) y “El viaje de los comediantes” (Angelopoulos, Grecia), entre otras, son inequívocamente obras de arte. En cambio, pese a su taquilla, a sus efectos especiales, y a su espectacularidad, películas como “Rambo”, “El día de la Independencia”, “El rescate del soldado Ryan”, “Terminator”, etc., de ningún modo pueden ser consideradas obras de arte, al contrario, algunas de éstas, incluso podríamos considerarlas simples bodrios, o en el mejor de los casos como cine mediocre y nada más allá de eso.
En un magnífico ensayo sobre estética (Las ideas estética de Marx), el filósofo y esteta español-mexicano, Adolfo Sánchez Vásquez, ahonda y profundiza en lo nocivo que ha sido el cine comercial, desde el momento en que ha sobrepasado en exceso al cine considerado como obra de arte propiamente tal. Señala sobre el particular, que: “En La Sociedad capitalista, la obra de arte es “productiva” cuando se destina al mercado, cuando se somete a las exigencias de éste, a las fluctuaciones de la oferta y la demanda. Y como no existe una medida objetiva que permita determinar el valor de esta mercancía “peculiar”, el artista queda sujeto a los gustos, preferencias, ideas y concepciones estéticas de quienes influyen decisivamente en el mercado. En tanto que produce obras de arte destinadas al mercado que las absorbe, el artista no puede dejar de atender a las exigencias de éste, que afectan en ocasiones tanto al contenido como a la forma de obra de arte, con lo cual se limita a sí mismo, y con frecuencia niega sus posibilidades creadoras, su individualidad”.
En otras palabras, según el pensamiento marxiano, con el cine comercial se produce una especie de enajenación, ya que se desnaturaliza la esencia del trabajo artístico. En efecto, el artista ya no se reconoce plenamente en su producto, pues todo lo que crea responde a una necesidad exterior (el mercado), ajena a él. Esta extrañeza se convierte en total, cuando invirtiéndose radicalmente el sentido de la creación artística, esta actividad deja de ser un fin para convertirse en un mero medio para subsistir. En una sociedad en la que la obra de arte puede descender a la categoría de mercancía, el arte se enajena también, se empobrece o pierde su esencia.
Más específicamente, Adolfo Sánchez Vásquez, identifica el cine comercial con el llamado “arte de masas”, es más, es parte constitutiva de éste, al mismo modo que el “Festival de Viña del Mar” o los programas de farándula o los realitys, que se exhiben por televisión. Sobre el particular, se pregunta este esteta ¿a quien beneficia o perjudica este arte de masas?, ¿quién o quiénes tienen que perder o ganar con ella? Respondiéndose a reglón seguido: “Quien pierde ante todo, es el propio hombre-masa, cosificado, que absorbe sus productos, ya que su goce o consumo de ellos aunque se presenten, muchas veces, como una distracción o diversión inocentes, no hacen más que afirmarle en su oquedad espiritual, en su estado miserable de objeto, medio u hombre-cosa”
Y no deja de tener razón, porque el arte de masas (cine comercial, entre otros), incluso cuando se presenta en la forma más banal, y en apariencia más intrascendente, o cuando roza fugazmente los problemas humanos más profundos para quedarse, al fin, en su epidermis, este pseudo- arte cumple una función ideológica bien definida: mantener al hombre masa en su condición de tal, hacer que se sienta en esta masicidad como en su propio elemento y, en consecuencia, cerrar las ventanas que pudieran permitirle vislumbrar un mundo verdaderamente humano, y, con ello, la posibilidad de cobrar conciencia de su enajenación, así como las vías para cancelarla.
Sin lugar a dudas, el sistema neoliberal actual, es el que más se encuentra interesado en una nivelación tanto de la producción artística como de los gustos que determinan su goce o consumo. En primer lugar, por razones económicas, ya que este consumo de masas es el que rinde lo más altos beneficios; en segundo lugar, desde el punto de vista ideológico, ya que es uno de los medios más efectivos para mantener las relaciones enajenantes, cosificadoras, características de la sociedad capitalista. En las condiciones actuales, cuando la tarea de manipular las conciencias en escala masiva se convierte en una necesidad vital para el capitalismo, tanto desde el punto de vista económico como ideológico, la producción y consumo de un arte de masas, -como lo es sin duda el cine puramente comercial-, es hoy por hoy el verdadero arte capitalista, su más genuina expresión. El es propiamente el antípoda de un arte verdadero y, por su contenido ideológico, o sea, por su afirmación de la condición del hombre como cosa, como instrumento se opone al esfuerzo teórico y práctico que, en nuestro tiempo, se lleva a cabo por desmistificar y desenajenar las relaciones humanas.
Así pues, para el capitalismo resulta mucho más efectivo el arte de masas, con sus productos vulgares y simplistas, que cualquier forma de creación artística que aspire a cumplir ciertos objetivos ideológicos sin renunciar, por otra parte, a determinadas exigencias estéticas. En efecto, como muy bien lo señala Sánchez Vásquez: “los millones y millones de espectadores que ven una película vulgar, que excita sus bajas pasiones o contribuye a ampliar su vacío espiritual, se encuentran en ella en su elemento, escuchan en ella su lenguaje –el lenguaje fácilmente comprensible para ellos de un mundo enajenado- y comparten su indigencia espiritual y su mistificación de las relaciones y los valores porque ellos mismos llevan una existencia espiritual indigente, hueca y mistificada. Sería inútil que se les ofreciera otro producto artístico pues lo rechazarían; sería vano que se les hablara otro lenguaje: no lo entenderían. En el arte de masas tienen su arte; en su lenguaje, el suyo propio. Por tanto, una vez que en la sociedad capitalista dominan las relaciones enajenadas que el capitalismo está interesado en mantener, el arte de masas surge como una de las vías más adecuadas para llegar a la conciencia del hombre cosificado y, a la vez, como el arte que, con la ayuda de los poderosos medios de difusión de nuestra época, es una verdadera industria”.
Todas estas reflexiones nos llevan a concluir que entre el mundo del cine y la cultura, en vez de existir una gran ligazón, cada vez más se ha ido produciendo un divorcio. Así lo ha señalado, de modo general, el filósofo cubano Pablo Guadarrama al señalar a la cultura como el grado de dominio que posee el ser humano sobre sus condiciones de existencia que posibilita, con grados de libertad, el control de sus condiciones de vida y la realización en el proceso permanente de humanización frente a las formas de alienación. De tal modo que la cultura, por su naturaleza, debe ser un elemento inequívocamente desalienador, emancipatorio, que da grados de libertad. Para mí, sostiene Guadarrama- “cultura implica valor. Los “desvalores” o “antivalores” no forman parte de la cultura. Forman parte de la sociedad. Por eso, incluso llamo excrecencias sociales a esos productos del hombre que, en lugar de favorecer la condición humana, atentan contra ella. Es decir, hay muchos factores que el hombre crea y que se convierten en boomerang. A eso la escuela de Frankfurt, en particular Theodor Adorno, lo llamó contracultura. No creo que todos los filmes que se producen en Estados Unidos sean cultura. No creo que todos los productos que nos venden en los supermercados sean cultura. Ni todos los juguetes que enajenan a nuestros niños sean cultura. No creo que haya infinidad de acontecimientos sociales que sean cultura. Cultura es sólo aquello que enriquece la condición humana, que nos hace ser más humanos, que nos hace ser más libres…”
Pero quizás, el que mejor expresa su disconformidad con el vacío espiritual que se está produciendo en el ámbito de la cultura, -de lo cual el cine es uno de sus componentes-, es el filósofo venezolano, Ludovico Silva, al señalar, en tono pesimista, su profunda desazón: “La cultura ha llegado a producirme asco: Lo que antes fue para mi el sentido máximo de mi existencia, la puerta de oro después de la cual estaba el cielo de los elegidos, la montaña en cuyas alturas vivían lo bello y lo bueno con gran desprecio de las nimiedades de la vida corriente, todo eso ha explotado de repente ante mis ojos y me he quedado sin nada y ando con los pies cansados, sin suelo donde apoyarlos; floto en la inseguridad de quien ya no tiene otro ideal que el odio a todos los que viven engañados y nado en el desprecio…”
A modo de conclusión, en mi opinión, no se trata de ser un fundamentalista para reivindicar el mantenimiento de una pureza estética dentro de las creaciones que se dan en el mundo del cine. Sería un imposible no tener en cuenta que la naturaleza humana, en toda su totalidad, también necesita alimentarse, de cuando en vez, de banalidades, frivolidades y todas esas cosas. Lo malo está cuando esto último es lo que se vuelve predominante en las actividades que giran en torno al mundo del arte y la cultura. A eso es lo que apuntaba el filósofo Nietzsche, en una de las cuestiones centrales contenidas en su pensamiento, cuando diagnosticaba que la alienación del hombre se debía fundamentalmente a que los valores culturales prevalecientes en la sociedad se encontraban invertidos y, por tal, había que “transmutarlos”. Este pensamiento hoy emerge más vivo que antes, cuando analizamos los procesos que vive el hombre actual en los más diversos ámbitos en que se despliega la cultura.
Entonces, en lo que al cine respecta, siguiendo el pensamiento de Nietzsche, se trata de invertir los valores que se encuentran contenidos implícita y explícitamente en los films creados por los realizadores. Esto es, que la proporción de películas con contenidos estéticos, sean muchos más numerosos que los que contengan banalidades o frivolidades. Nada más simple que eso. Si así sucediera, el cine se habría reivindicado respecto de una deuda que ha mantenido pendiente desde hace mucho tiempo. Y para que esto último suceda, hacen falta más realizadores como Emir Kusturica, Ettore Scola, o Roman Polanski, etc., o bien, hacer resucitar a realizadores de excepción como, sin duda, lo fueron en su época, Charles Chaplin o Sergei Einsenstein, entre otros.
mis saludos y felicitaciones por su trabajo de comunicación cultural!!
ResponderEliminarun abrazo afectuoso y fraterno desde Santiago de CHILE
Leo Lobos