Oros y diamantes





por Jorge Majfud

Mirando una carta de póker nos detiene la pregunta. ¿Por qué el rombo es el símbolo del diamante? ¿Por qué cortar una piedra tan valiosa en una figura que deja tantos desperdicios? Esa forma conoidal multiplicaba los brillos en la corona de la piedra pulida. Para el ojo común, los brillos debían ser lo más importante de las piedras preciosas y ¿cuál más brillante y más dura que el diamante? Por siglos, el brillo, la alucinación del diamante no tuvo competencia. Solo el sol brillaba con más fuerza, pero esa piedra era demasiado popular y nadie podía poseerla ni guardarla en un cofre para la contemplación privada de los brahmanes, del emperador, del rey o del duque. Y algo que pertenece a todos, aunque la sociedad dependa de él, no tiene valor social porque no confiere poder a unos sobre otros.

Hoy en día casi todos pasan su mirada indiferente sobre los cuadros de Fray Angélico, pero en su tiempo esos primeros atisbos de perspectiva renacentista conmovían las sensibilidades desacostumbradas a cualquier sustituto de la naturaleza o de la arquitectura centenaria, que era como la naturaleza misma. Los visitantes se desmayaban ante tan conmovedor efecto que confundían con el arte o con una revelación divina. Algo parecido ocurrió con las primeras proyecciones de cine que hizo saltar a los espectadores de sus asientos.

Basta con imaginar una ínfima parte de esa antigua sensibilidad, construida en el tiempo lento de las sombras y las estrellas, de los espacios naturales y previsibles para comprender algo del asombro o la admiración que podía provocar la contemplación de las joyas, del brillo del diamante. Si bien el vidrio es tan antiguo como el código de Hammurabi, rara vez las técnicas disponibles lograban la claridad del agua. Cuando los cristales, como los de Bohemia o de Murano, lograron hacerlo se hicieron famosos. Y caros. Aunque de mayor utilidad que el diamante, la relativa facilidad de su producción lo hacía dudosamente escaso. Pero eran tiempos cuando los brillos artificiales no abundaban.

Hoy en día aburren a los jóvenes y a los viejos acostumbrados al vértigo y al brillo excesivo de las pantallas de plasma, de los aviones, de los ascensores panorámicos, de los automóviles bailando en los tréboles de autopistas y sumergiéndose a setenta millas por hora en los túneles de colores.
¿Cuánto valdría hoy un diamante si la humanidad lo hubiese descubierto a finales del siglo XX? Seguro no hubiese impresionado a muchos. Quizás no valdría gran cosa y sin duda valdría mucho menos de lo que vale hoy.

Hitos y mitos fundadores

Podemos pensar que la valoración de un objeto como el de una conducta, el valor material y el valor moral pueden ser variables y pueden depender de un tiempo histórico, pero lo más interesante es observar también opuesto: hay valores materiales y valores morales que han sido definidos y cristalizados, para bien o para mal, en un tiempo dado según las condiciones y el momento de desarrollo de la humanidad.

Por ejemplo, los textos sagrados como el Bhagavad Gita, la Biblia o el Corán. Desde una perspectiva laica, podríamos preguntarnos por qué algunos textos como algunos hechos históricos se levantan como hitos inmóviles y persisten, aún cuando las condiciones económicas, sociales, culturales y simbólicas han cambiado de forma radical y con frecuencia contradicen esa realidad, hasta el punto de adaptar la realidad a esos textos mediante la violencia física o ideológica o adaptar los textos a la realidad mediante el uso y abuso de la interpretación. Donde dice blanco quería decir negro, pero lo que dice sigue siendo sagrado.

Una vez impuesta o reconocida, la autoridad del texto como el valor del diamante persiste, de una forma o de otra, cruzando generaciones, avatares históricos, políticos y culturales; traspasando a veces civilizaciones y mentalidades. Aun asumiendo toda su variabilidad y relatividad de interpretaciones y contradicciones, la Biblia y el Corán establecieron un valor ético y sobre todo teológico que pesaría, modificaría y controlaría los movimientos de cientos de generaciones posteriores.

De no ser por estos hitos fundadores, deberíamos aplicar a rajatabla el precepto marxista según el cual las necesidades básicas, los métodos de producción, de sobrevivencia, en fin, todo aquello que conforma la base material de la vida humana son los únicos o los principales responsables de los valores morales y culturales. Aunque en esto ni Marx era tan marxista, lo que no invalida ni contradice sus descubrimientos sobre la evolución de la historia sino, quizás, lo complementa. Tendríamos así una suerte de psicoanálisis historicista según el cual hay momentos propicios y singulares de la historia donde —dadas las condiciones materiales, el número reducido de la población y la ausencia de una memoria histórica que relativice una experiencia “traumática”, significativa o conmovedora— un hecho o un texto se convierte en un capitulo fundador de toda una civilización.

Como el peso de la tradición simbólica en el valor del oro y del diamante, fijados como un trauma en una etapa X de la humanidad que aun pesa en los tiempos contemporáneos, así pesan ciertos textos, ciertos hechos, ciertos mitos o ciertas verdades en el inconmensurable universo de otras posibles verdades, de otras posibles manías, obsesiones y fijaciones que pudieron moldear a la humanidad de otra forma, ahora inimaginable.

Jorge Majfud, PhD
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