por Mauricio Botero Montoya*
El ensayo no es un trasatlántico para circunnavegar el globo sin fin. Es un yate ágil, divertido, veloz. Aborrece el espíritu de la pesadez y no pretende convencer como los derviches dando vueltas sobre sí mismo.
Avanza sin el calado de impersonal barco carguero, y como teme naufragar por sobrecarga su faro de luz choca contra los moldes del mundo y nos los muestra sin digresiones.
Exige del autor prescindir de pedagogías para lectores con retardo mental. Sabe como los nobles romanos que en una asamblea pública nada está tan desigualmente repartido como la misma igualdad. Pero al menos sin alardes debe presuponer la ventaja que le lleva el lector, quien ya está en el futuro.
Si ha leído tratados, el ensayista no puede trasladar esos aparatos a su nave. De naturaleza anfibia el ensayo no se somete a un solo mundo.
En uso de su polimorfismo acude a cualquier ventaja, poema o ecuación, sin disculparse. Tal como Talleyrand, acusado de traición por Napoleón, diría: Soy leal pero me reservo el derecho de cambiar de amo.
Dúctil y aguzado nunca necesita comerse toda la fruta para colegir que ella está ácida. Y ante los textos exhaustivos se admira de esa virtud bovina que equivoca tamaño con grandeza. Usa de concisiones que acelera la rapidez mental. No por azar Jorge Luís Borges, el maestro de todos los géneros breves, suscita una ruptura de sensibilidad en la que la brevedad no es faltante sino virtud. Prefiere la lucidez a la sensiblería y convoca de persona a persona como lo hacia Vermeer en sus cuadros, pintando una silla vacía para invitarnos a unirnos a su realidad.
Este género ligero, para evitar la cortedad, comprime con previsión su pólvora en las balas del antiguo mosquete. Si al estallar las frases no fijan sus contextos, se han quedado cortas. Y eso hiere en materia grave a la dignidad de lo breve. Que si no tolera digresiones menos aún acepta ese defecto por sustracción de materia.
Con antecedentes clásicos milenarios, el renacentista Miguel de Montaigne es el nuevo acudiente de este centauro de alma poética y cuerpo prosaico. Lo llamó ensayo. Con el tono de conversación entre amigos, usa frases directas como acero toledano de la observación exacta. Pero no es rima ni es ciencia. Va a lo universal pasando por la vereda del pueblo. Si flota en lo universal no es ensayo. Si se queda describiendo embelesado el color local, tampoco.
Soslaya lo descriptivo. La acción lo despoja y la contemplación lo posesiona. Evita tener inteligencia de grapadora o hacer de su espacio una casa de citas. No es historia ni cronología. La historia es femenina, inquisitiva, se explaya. El ensayo es masculino se concentra. Es Apolo. Mientras Clío es la madre prolija de la crónica, otro valioso subgénero distinto. No se puede hacer crónica sobre un ensayo pero si ensayos sobre crónicas.
En todo caso Clío no es Apolo.
La prolijidad académica suele ir de la A la Z deteniéndose en adiposidades bibliográficas, pero el ensayo evita la erudición vale decir prefiere equivocarse con sus propios pies sin recurrir a prótesis ajenas. Encauza a la imaginación desde la alusión para que ella por su cuenta una los puntos negros de esa nueva perspectiva. No teme perder nada por la inatención del lector. Le importa un bledo si eso ocurre. Sabe que quien no entiende un gesto no entenderá un discurso. Y ha escogido escribir en un género esencial cuyo protagonista es el argumento. Si exige al lector imaginación, no está tratando de convertirlo a nada. Esta indicándole algo que vio. Eso es todo. En uso de esa nueva perspectiva prefiere la frase que da sentido con la menor cantidad de gestos.
Se sabe efímero pero construye en piedra su cama de una noche. Evita los párrafos sin fin a la vista. Si usa términos técnicos tiene la cortesía de explicarlos. Y no se deja contaminar del patois sicologista de moda. Ni del academicismo, esa fiebre de fósil que espanta para siempre a las musas. Defiende el sentido de las palabras como la última columna de un templo en ruinas pero guarda cierto coeficiente de humildad cognoscitiva. Sabe que a la larga los tratados devienen en ensayos fallidos…Pero no es un negador cognoscitivo. No teme, como los escépticos, que nada que de verás merezca saberse pueda ser enseñado. Incluso en sus momentos pesimistas acepta que estamos conectados de una tiniebla a otra tiniebla.
Hay un ensayista por cada cien novelistas. Los textos de Montaigne son de dos o tres páginas. Rara vez exceden las diez y cuando se extiende no decae. Él sabia sumar intensidades que trazaban, para el que sabe ver, una silueta. Quiere que en su escrito cuando él muera, “puedan volver a hallar en él algunos rasgos de mi condición y humor”.
El ensayista actual de mil o más páginas debe prever el tratamiento afín al género o abandonarlo sin más pero no llamar a un buque cisterna “yate”. Ya el siglo XX con el ágil aporte del cine quitó carga descriptiva a la novela, tanto más al ensayo.
El ensayo aborrece el mamotreto. Cree que la alusión abarca más que el sistema. Tiene un tinte personal sí. Pero hablar con uno mismo no es hablar de sí mismo. Las memorias son un género para otras delicadezas y delicias.
Montaigne fue un latinista. Su horizonte amplio y extenso en el tiempo le impidió perderse en la parroquia inmediata de su natal Perigord.
Así nos sitúa en los altos mares de la cultura grecorromana y se instala en la tradición judeo cristiana. Sabía que sin esas calles interiores del espíritu no es posible transitar por las calles externas del mundo con dignidad y gracia.
En cambio el semiculto evita esas tradiciones en un gesto de liberación y luego incurre en los localismos de actualidad más encadenadores… reinstalándose en el triste laberinto en donde los ciudadanos sanos hacen muy bien del cuerpo.
El peligro hoy es el parroquianismo en el tiempo, la falta de perspectiva del que ignora las enormidades del pasado .Y cree que así las asume.
El ensayo supone una tradición, una memoria. Y la tradición no se improvisa. Desde los griegos las musas son hijas de Mnemosina y Zeus, es decir de la luz del dios padre y la memoria.
El ensayo no es periodismo. No confunde la realidad con la mera inmediatez. No está en plan de dar su punto de vista. Le importa más el punto de ojo. Cuando refuta algo no usa armamento pesado. Le basta con incomodar el error. Como ocurre en una buena conversación que ha prescindido de solemnidades, el humor es el camino más corto para llegar a ese punto de ojo.
A menos que el enigma nos obligue a temblar como una rama, y en ese caso somos protagonistas de una película que todavía no hemos visto.
La poiesis en sentido griego de acto creador puede expresarse en visión interior y con mandíbulas batientes que celebra ese erotismo puro de la mente.
Ahora bien, el chiste es al humor lo que la comida basura es a la alta cocina.
El humor es raro. Es más fácil escribir un tratado que una buena ocurrencia, decía el ensayista Chesterton. Platón tenía ese delicado sentido; cuando murió había en su mesa de noche un texto de humor. Cervantes sentía que su aporte al idioma español fue haberle abierto un camino por donde pueda mostrar con propiedad un desatino.
En ésta era increíble de inteligencia artificial, el humor es distintivo de la inteligencia humana. También lo es el sentido estético, religioso, filosófico. El computador algún día llegará a esos cuatro dominios, pero por ahora son sólo nuestros.
Todo eso cabe en el ágil ensayo con ligereza, sin trivialidad y un tris de humor.
*Escritor colombiano
Adorablemente bien escrito. Retórica del culteranismo que olvida que Borges le dio el coletazo final a la poesía, matando la metáfora.
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