POR DINAPIERA DI DONATO
para María Celina Núñez que también cruzó.
Un Ser entendido como el lugar de la atención interna.
Alejandro Varderi.
Tardes con Elizabeth Schön.
La vita contemplativa sin acción está ciega. La vita activa sin
contemplación está vacía.
Byung-Chul Han.
El aroma del tiempo, un
ensayo filosófico sobre el arte de demorarse.
Los dueños del bien y del mal común antes nos metían a
patadas en la narración y ahora nos convocan por las redes a fuerza de deseos,
convertidas en museos instantáneos de la vida mejor. Nos organizan el turismo
de refugios y las fotos en los sitios de acogida nos quitan el último apego que
nos queda.
Alertas atendidas, hay que tirarse no a la calle rabiosa
sino a la carretera. Si no fuera porque los veo recién llegados aplicados en
tareas de la ciudad pensaría en fantasmas de la vida líquida desparramada por
las pantallas, entre vidas vaciadas y paquetes rellenos de asuntos que pueden
hacer añicos la opinión que cuida los territorios mudando los enfados.
Por los caminos fronterizos van los hijos, van las
costumbres, van los lobos solitarios, van los padres confiados, los que se
están muriendo, los que sobreviven; van ángeles y niños a veces solos. Quién te
deja ahí, quién te trajo, quién te captura, quién te protege, quién te da
abrigo. A ratos bastaba, como en Venezuela, que el país de al lado te regalara
las vacunas para los recién nacidos, te prestara un aeropuerto, un poco de harina;
ahora necesitas que te muevan a alguna parte. Alguien se encarga de recoger tu
diezmo, lo que queda de ti o lo mejor de ti y te ofrece líquidos un rato, un
tramo, unos kilómetros.
Los muertos ya no tienen sed. Los mejor dotados consiguen
más transfusiones. Los oyes tocando Bach en subterráneos del mundo entero para
ganarse la botella cristalina. Hidratados, dan de comer al futuro. Su vida será
una obra de arte de fusión. O de aguante.
Una muchacha de mi pueblo pasa con su hija por esta ciudad.
No se operó de nada, no tiene vida sana, no pisa gimnasios, hace rato que no
usa cremas, ni siquiera champú, no se nutre correctamente, y sin embargo luce
como cualquiera reina de belleza que custodia en España –por decir algo-
fortunas mal habidas, a cambio de nutrientes y juventud eterna. Se extasía con
las promesas. Las orquestas lejanas de emprendedores versátiles, virtuosos en
todos los riesgos. Confía en que bastará con alcanzar algún borde. Le saldrán
garras para sostener partituras. Lo inmediato es cuidar el perfil de la hija.
Alejarse de la ribera de uno de los ríos más caudalosos donde no llega agua a
los grifos de la casa. Se les niega a los menos hábiles para que también se
enfilen, diluidos, en los reportes puntuales que van indicando a cuál puerta y
en nombre de cuál estrella tocar.
La niña ya no podía imitar a nadie real. Con seis años,
solamente revisa las pantallas con un instinto de caza y pesca absorbido en
telenovelas. Inventores, artistas, expertos integradores de una cárcel con
satélite, tepuyes y paisajes de bromelias, de chaparro y cují, no vuelven a
imaginarse en Upata-la rosa de la colina, la india brava engañada, la tierra de
Américo de Grazia- en secuencias mentales posibles. Lugares y padres se pierden
de vista. Los pequeños miraban al principio sus estampas en el altarcito de la
pantalla del celular. Poco a poco olvidan, no aprecian. ¿Para qué sirven
científicos y músicos de otros tiempos, frailes lingüistas, teatros y bares
famosos; las casas tradicionales guardianas de laboratorios botánicos y centros
de la caridad organizada ahora? Suenan a cuento chino. La niña no quiere saber
tampoco por qué iba allí de campaña una María Corina Machado, por qué mataban a
una maestra, a gente buena, ni por qué al otro lado del país escribía Milagros
Socorro, ni para qué les servirían aquellos nombres de revista Hola, de novelas
rusas e italianas, de cine, telenovela y crónica de frailes, a las mayores que
fundaron instituciones, que enamoraron a Lacan o a hombres buenos, se mezclaron
con nobles arruinados, con prominentes bandidos, con gente mejor o peor que
nadie recuerda. Las influencers de otros siglos se llevaron sus secretos.
Aquellas eran aguas más allá del mundo dejó escrito un fraile cartógrafo en
polvorientos anales que trataban de la toponimia y de la luz, en la selva.
En estos días la niña no quiere oír de cirujanos de Caracas
aspirando a un Nobel, ni de los personajes de la política del interior que
mantienen a raya escaramuzas tribales y acciones de las FARC el ELN; los
comentaristas, los actores de unipersonales, los traductores, los eternos
estudiantes de comunicación, provocan menos. Qué decir de transmitirle ganas de
gran emprendedora o de escritora premiada, si da lo mismo que nos inviten a
cantar como flamencas upatenses en una película europea cuando la madre no está
a la altura de los que dominan el secreto del desvío del oro y del diamante en
la cuadra. Le fallan las fuerzas para encaminar a la hija en las minas para que
sea una persona de bien. Cuando solamente queda buscar el agua potable de cada
día le hace caso a la pequeña que le muestra imágenes de satélite con la
ubicación exacta de la fila de huida más cercana.
Los que lograron nadar vuelven a vivir en los vagones.
Recuerdo fetiches contra el miedo, colgantes con cruces, caracoles, medallitas,
fotos; ahora noto más tatuajes. Son de pronto los gigantes rayados que adoro al
final del verano. Mis bellos sobrevivientes que van embalando cuidadosamente el
tiempo en Instagram. Prueban voces y pálpitos, puesto el cuerpo repleto de brillo
viral, son los viajeros intercambiables, cebados por el paisaje mayor. No son
visiones. Tienen luz propia. Un tú compasivo, experto en grietas, que se
desliza al nervio cuidando no ser visto.
Volvemos a prometernos cosas con solo vernos. No cultivar el
desierto. La visitante pasa y sigue. No va a encaminarse por los túneles hacia
el final, a destiempo, arrastrando custodios de agencias esclavistas. No saber
sino arar en el agua, escalar abismos, con un tú se desea el nuevo lugar que no
será en mi barriada.
Al levantar la vista, en una ventana de la avenida Amsterdam
convertida en un punto referencial creo que algo va a sonarle, deseará
fotografiar, textear, responder. Pero solamente se pone a contar las estrellas
de la bandera que cubre la ventana, -son siete-, mientras yo me detengo en el
cartelito del ventanal de al lado que traduzco a la libre: Pon a temblar otra
vez a los fascistas.
—Tía, qué patético— es lo que susurra la visita, para que no
oiga la niña—. Esto también se está llenando de viejos de las siete fucking
starts que nos metieron en la mierda de las fucking ocho, usando cualquier
eslogan reciclable.
La niña no pide aclaraciones. Guglea y hay una oferta del
Funny Coffee Mug con un Make fascists afraid again. Sabe que cuando estén por
más tiempo en un lugar aprenderán a comprar. Por ahora las convierto en
peregrinas de la monja Cabrini, patrona de los que cruzan. Los colores de otoño
de los jardines de Inwood donde suelo llevar a los recién llegados logran
sacarlas un poco de sus pantallas.
Los paquetes con explosivos tal vez hayan salido del sur de
la Florida. Las tropas de Trump se aprestan a recibir la caravana de Centroamérica,
dicen. Los mexicanos se disponen a ser compasivos. Los políticos tuiteros
aseguran que los paquetes de caminantes podrían causar nuevos enfados.
Ahora no sabemos cómo van a cruzar otros. Los cuerpos usados
como lienzos masticables presentados en bandejas donde brillan
indefectiblemente sus memorias vivas, amarillas, azules, rojas, pierden
actualidad. Mi visita continuará buscando asientos (los de ella y de su niña,
donde quiera que se detengan) donde ya nadie recuerde el número de estrellas en
un trapo que para algunos, según cómo lo use, les ayudaría a alcanzar la fuente
no prometida.
Photo Credits:
Dinapiera Di Donato
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