En memoria del cantante popular Jesús Gordo Páez
Naudy Henrique Lucena
Tal parece que la humanidad no está preparada para dar un paso más allá de las leyes que la gobiernan y mucho menos para prescindir de ellas porque éstas son como un metal fundido que se ha enfriado lentamente en su molde, comenzando por la parte más baja del falso orden del mundo. Sólo que debajo de estos mundos hay inframundos que no soportan tal libertad conducida y se resisten para no ser atrapados en sus redes como los pájaros silvestres. En esos días, el honorable Alcaide Honorio López ordenó el desalojo o desahucio de varios barrios asentados en la planicie de san Juan y encargó a la juez Cecilia Tzovic, conocida en la ciudad como “la Invencible”, a solicitud de una Empresa Constructora propiedad de Don Mancino Graccone &, según algunos rumores, del mismo alcalde, a dar el ejecútese de su orden y no había juicio sobre inquilinos y acreedores morosos, ahorcados por sus deudas, que aquel duro y severo corazón fallara alguna vez a su favor.
En cuestiones de hipotecas vencidas, rentas, y conflictos de propiedad, no daba tregua; ella manejaba las leyes sobre la ciudad como una malla de hilos de hierro y aunque algunos con astucia buscaran la manera de saltar y evadirla; mientras aquella inteligencia estuviera a cargo no había modo de hacerlo; incluso si éstas leyes fueran cambiadas por los legisladores, en su intento inútil de hacerlas más flexibles y adaptables a los tiempos; en nada iban a corregir_ según ella__ las costumbres y los vicios incrustados desde un principio en tanta gente___ La podredumbre debe ser extirpada de raíz__ sentenciaba en su amargura justiciera, ante un mundo que veía devastado y perverso y al que había que reducir a cenizas por su prevaricación y la única manera que tenían para paliar un poco aquel mal inevitable era, sometiéndolos a las leyes.
Todo el que tuviera una deuda con la alcaldía tenía muy pocas alternativas de sobrevivencia, pagar, desalojar o pasar un tiempo recluido en los duros calabozos del comandante Escorpión. En toda la ciudad no se hablaba de otra cosa, convencidos de que ella era la ley a secas en cuerpo de mujer.
En el viejo edificio Nacional estaban instalados como en una fortaleza, diversos poderes públicos y sus batallones de empleados y vasallos ocupados en sostenerlos; las diversas salas de los tribunales copaban el segundo piso y éste era el más concurrido por ser el lugar donde se daban los juicios terrenales y se hacían las más ingeniosas maniobras de inteligencia legal como si fuese un campo de batalla; desde sus amplios ventanales se podían ver por un costado las viejas casas coloniales y por el otro, el edificio de la alcaldía, al frente la plaza mayor con sus palmeras susurrantes silenciadas por las voces de una multitud que esperaban desde la madrugada con la esperanza de ver pasar, al menos, los reos esposados cuando eran llevados al juicio. Siluetas de madres llorosas, novias desconsoladas, lisiados, patrullas con sus puertas abiertas, vendedores de frituras y guardias de mirada nerviosa.
Los ascensores de aquel edificio no daban abasto y sus escaleras permanecían atestadas de gente que subían y bajaban al mismo tiempo y tanto era su tropel que su piso originalmente de granito pulido tenía grabada las huellas de los zapatos hundidas como en un molde de gelatina.
Ese día la juez concluyo´ temprano su trabajo y salió apresurada de la sala por el amplio pasillo; dos fornidos guardas/espalda la acompañaban serenos; uno se puso delante de ella y otro detrás. Antes de llegar a la escalera observó que le obstaculizaban el paso y su guardia delantero había desaparecido; el pobre hombre había tropezado con algo como una inmensa roca y rodaba en ese momento por la escalera. En eso apareció delante de ella un hombre gordo con la intención evidente de no dejarla pasar, aunque su rostro no era feroz, más bien parecía un niño gordo con una pequeña barba de chivo, su pelo prensado con una cola irregular amarrada con cabuya. El guardia que quedaba se abalanzó contra él, pero la juez hizo una señal y lo contuvo.
__Está bien__ dijo ella secamente tratando de ser cordial, accesible y sin ningún miedo ante aquel loco que le impedía el paso
__ ¡Aja! diga, ¿Qué quiere?
El gordo se trabó para hablar como si todo lo que tenía que decir se le hubiera disipado en la cabeza
___Es que no se cansa es de ayudar a arrebatar con sus leyes la propiedad de los pobres _reclamó suavemente
__Y ¿Quién eres Tú?
Preguntó sin ningún temor aquella diosa, su mirada fija brillaba por encima del consultante como el águila a la altura del picotazo
__Mauricio Rosales el rayo__ le cantó el gordo los versos de una vieja canción mexicana __ “Me juego la vida para hacer justicia y yo no permito que al pobre lo humille el más poderoso.”.
Algunos de los visitantes detuvieron su marcha brevemente y aplaudieron aquel vozarrón.
__A ver—respondió luego de oírle con atención— le explico; una posesión se adquiere, pero también se puede perder__ nada es perpetuo mijo__ Si no tienes con que comprobar que es tuyo estás jó... Las leyes son muy claras al respecto; no insista__ le aconsejó. Ese día aquella copia tardía del tal Mauricio Rosales, el rayo justiciero, le cayó encima el peso invisible de las tablas de piedra de la ley y los volúmenes del código civil.
Ya no tienes más nada que hacer, ¡Apártate! __Le ordenó y mostrando
una leve sonrisa oculta lo empujó con la mano derecha como a una pluma del camino.
Nada pudo hacer el doble de Mauricio Rosales por sus pobres y desvalidos de aquellos mundos, su escasa o nula visión de las leyes no le alcanzaba para remontar el vuelo de las águilas, y comprendió ese día que su atrevimiento al enfrentar a la juez era una osadía infantil, y con la cabeza inclinada desapareció entre la multitud.
Toda la ciudad se acostumbró a ella más con temor que admiración, pero lo que casi nadie sabía era de la llama que la consumía permanentemente y que su alma se escurría y secaba en su cuerpo desolado, en guerra consigo misma.
De niña había cultivado un espíritu frío y calculador que sobrepasaba su personalidad; aun cuando su apariencia era frágil, emanaba de ella una extraña fortaleza que no parecía provenir de su cuerpo; detrás de sus actos y decisiones jurídicas, sin lugar a duda razonable, fluía una estela sutil de eficiencia y perfección tan extraña que, si no fuera por el reconocimiento de sus méritos, sus actuaciones duras e inclementes podrían confundirse con el desprecio y rencor de algún ángel caído.
Fragmento de la novela “Los mundos de Arcadia Barrios/El desahucio de los inframundos” en proceso de reedición.
Comentarios
Publicar un comentario