VIDA DE ZELOTES
Naudy Henrique Lucena
Un zelote
bien podría ser
Uno más entre
la multitud;
Un carnero
manso, incapaz de dar un topetazo,
Amable,
de trato cordial, si no fuera
Por el
vacío que deja al pasar
Se podría
creer en un aire de grandeza caída;
Sus modales y gestos casuales, bien ensayados,
Dan a entender que proviene de alguna clase
social elevada;
Clasificación por cierto, ambigua y en completo desuso.
Cuando sale
a las calles, su vestir es elegante
Sólo que le
cuelga debajo de su saco,
Una espantosa
cola de zorro.
Un halo
místico lo envuelve y
protege,
Y esparce
al pasar, un perfume exótico
inconfundible,
Un lejano
olor a velas e incienso.
Hermoso o
feo no se sabe bien,
Eso sí,
Oculta debajo de unos lentes oscuros,
El
único ojo que le queda
Y le da un aire a Polifemo, fuerte, lleno de
vida;
Pero este ojo emparchado
no lo siente como una desgracia,
Antes por
el contrario le ayuda a concentrarse mejor
Y sólo ve
lo que le interesa.
Su
proverbial simplicidad
Lo hace
prácticamente invisible,
Y así no es presa fácil de las redes y de sus
maquinaciones,
Sus rastros
se pierden
Pero no sus
intenciones imposibles
Cuyos
influjos se ven claramente en otros;
Si se
observa bien, con precisión científica,
Se podría
ver en lo que no se ve en la multitud
Cuando ésta
rodea, inunda y se compacta
Y dejar de ser, en apariencia, masa
móvil e imprecisa
Hasta convertirse
en Dragón mítico o algo así.
Entonces toda
o una parte de ella,
Siente una rabia sorda, increada,
Como una picadura de abeja detrás de sus orejas
Pierde su fijeza y se desata a correr rechinando sus
dientes.
La rabia
como todos saben, es contagiosa,
Y corre y
se pega a otras rabias,
Y juntas se ponen a saltar de alegría
rabiosa
Y dan siete
vueltas alrededor de la plaza,
Y a gritar en coro:
¡Queremos Salarios Dignos!...
Sólo
que femeninas al fin, a una de ellas,
Se le rompe
el tacón de su zapato
Y se echa a
reír.
Las otras,
dando muestras de solidaridad,
Rompen también el suyo,
La marcha se desbalancea y
desvanece
Porque tiene desde
un principio
Algún descosido por donde se le escapa el aire.
Él,
sumamente conmovido por sus peticiones,
Pone debajo
del árbol
Para cuando ellas
pasen
Un montoncito de sal
Lo cierto es que:
Después o
antes de la aparición del zelote
¿Quién podría saberlo?
La nada comenzó
a cubrir toda clase de amontonamientos
Que
llaman ciudad, pueblos o laberintos
Y a esponjarse y esponjarse sin fin.
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