Por Mauricio Botero Montoya
La arquitectura es una sensibilidad que puede interrogarse.
La de Bogotá y otras ciudades de latino américa se ha hecho cada vez más
cuadriculada a partir del siglo XXI. Los edificios de oficina, las bodegas, se
han vuelto, paralelípedos. Incluso las viviendas tienen el rasgo impersonal de
conjuntos sin arco alguno, en el que la sugestiva curva ha desaparecido.
Parecen peceras gigantescas. Esta homogeneidad que trata con la misma estética
a un hogar que a una bodega no es solo una imposición de economía al construir,
sino una falta de imaginación que ve a los humanos como una escuela de peces,
en función de la economía de mercado, o del estatismo ramplón.
Desde hace un milenio Champeaux dice que el arco
arquitectónico “proclama la victoria perdurable del esfuerzo analógico sobre la
pesadez material. Simboliza la estilización espontanea e inmediata de la
silueta humana, moldeando sus contornos y subrayando el dinamismo de la
ascensión.” En la arquitectura pecera el sentido analógico de la ascensión no
existe, para ella el arriba es el techo. Su alma es una paralela al suelo,
enfatiza esa limitación, la pesadez de lo material sobre la libertad. Y esa
sensibilidad “square” cuadriculada, uniforme, reduce a la persona a inquilino
en función de la producción, y no la concibe como una persona que merece un
hogar.
Esa perspectiva que elude la elegante simplicidad de la
curva, y aborrece la simbología del arco, taponaría a una gruta con toda su
carga numinosa con una puerta cuadrada para hacerla más inteligible, y recortarle
todo lo que tiene de poderoso, de enigmático, de no cuadriculado. Pero no es
que lo numinoso no exista, es que esa moda le teme, teme suscitarlo en forma
alguna, sobreponiéndole lo plano, lo cuadrado, la engañosa trasparencia de la
pecera que aprisiona y no libera. Como lo han demostrado una y otra vez los
terremotos, son las sólidas columnas de los arcos los que brindan el mejor
abrigo.
Ante el sentido igualoíde de planicie, la mejor
arquitectura ha apelado en los edificios musulmanes, judíos, bizantinos y
cristianos la bifurcación de la esfera con el plano. Sus cúpulas seculares (no
solo sagradas) postulan así el símbolo del cielo más allá del techo.
Es decir, indican el sentido de algo que no es
evidente. Acondicionan la mente para percibir o para imaginar algo que no se
agota en los cimientos y el lindero de una edificación. Algo así como el
esfuerzo secreto del ser que se supera, más allá de las cuatro paredes que lo
hospedan pero que no lo definen ni contienen. En suma, la arquitectura como lenguaje
con una enseñanza, se cuenta sola, solo hay que saber mirar. Ni siquiera se
requiere ser alfabeto o versado, pues existe antes del alfabeto. Y educa a
quienes la habitan, le hablan día y noche, lo van forjando en silencio desde el
espacio, el giro y la felicidad de una vivienda. Con el tiempo la moda “square”
será destechada.
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