Por Pedro J.
Lozada
Tomemos un respiro, fuera la política. Desaparézcanse politiqueros maula. Ábranse las puertas al arte musical.
No soy músico pero me creo un melómano apasionado. Poco me
gusta oír música, prefiero escucharla y
dejarme llevar por cuanto expresa. De preferencias soy ecléctico. Folklore,
jazz tradicional (New Orleans/Chicago); música del Barroco, período clásico,
etc. Fan de la trompeta, el violín y la voz humana, Beethoven, Brahms y todos los demás, ecléctico al
fin. El de Bonn y el hamburgues los
primeros compositores académicos de los que tuve noticias y de quienes escuché
las primeras obras. Beethoven un programa nocturno a escondidas,
cuando todos dormían y, a Brahms, infaltable cortina musical previa a
las funciones de vermouth y matineé del Roxy, en un Maracay pueblerino del mil novecientos Rómulo Gallegos.
Adulto mayor, en
ocasión que no fijo en el tiempo, escuché o leí a un crítico
afirmando --va en paráfrasis— como Beethoven se peleaba a dentelladas con la
melodía por su pobre capacidad en ese campo-- Seguro quien dio esa opinión
sabía mejor que un aficionado de lo que hablaba, aun así me sorprendió y me ha
parecido cada vez más, un soberano disparate. A partir de entonces me di a la
tarea de escuchar más Beethoven que de
costumbre.
De cuanto he fijado atención y escuchado estoy convencido
que las claves más sencillas y elementales para entender y comprender la
grandeza y colosal magnitud de Beethoven como creador musical está en dos de
sus magistrales obras sinfónicas; la N° 7 (En Do mayor, Op, 92) y N° 8 (en La
mayor, Op, 93); trabajos probablemente creados como objetos de afirmación gritando
a viva voz, aquí están estructurados en forma definitiva los conceptos claves
de mi creación musical. No son todos, pero sí suficientes para pensar que esas
dos obras fueron laboratorios donde formuló
la compleja alquimia de sus
estructuras musicales, confesando su dimensión creativa al poner en juego los principales elementos de su
revolucionaria concepción de la composición y al mismo tiempo mostrar al oyente
como se liberaba magistralmente de la tiranía del “melos” a objeto de crear la
estructura formal de la obra apoyado solo en el metro, pero sin
dogmatizar, logrando en varios de los pasajes de ambas composiciones,
particularmente el movimiento final de la 7ma y el primer movimiento de la 8va una simbiosis perfecta de melos y metro
para crear una de las más poderosas y
expresivas estructuras musicales que se han encontrado en un pentagrama y
generando explosiones de energía
analógicamente comparables a estallidos de tormenta.
Al decir que estas
dos sinfonías resuelven de la más bella manera y enérgica forma el núcleo raíz de su búsqueda
creativa, no significa que puedan situarse como un antes y un después.
Beethoven es el creador que desde sus primeros escarceos musicales está
empeñado en un lenguaje musical propio,
suyo, indiscutible y en el intento de forjar una manera expresiva particular, trabaja arduamente desde sus inicios hasta comprender
de manera concreta y definitiva cómo desea y con qué forma estructural
decir, lo que dicta su alma de creador.
Oyendo sus creaciones musicales encuentro en la 7ma y 8va
sinfonías un umbral
que le permite pasar definitivamente a una nueva forma de expresión. No habrá más búsquedas
formales. A partir de la 8va hay un Beethoven creador único, desatado de la línea melódica
tradicional, esa que otros intentaron dejar atrás –Schubert; Brahms, Bruckner--
con hermosos y algunos bien logrados intentos, pero que no
llegaron a conformar un nuevo conjunto
normativo para la forma musical.
Schubert, por ejemplo, que no escuchó ninguna de sus composiciones
orquestales –murió prematuramente a los
33 años-- no pudo apreciar el resultado de su atrevido e ingenioso manejo
de la forma. Sus líneas melódicas no las
configuraba una voz solista, que luego repetiría otra voz instrumental en los vientos-madera, los
metales o un coro de las cuerdas.
Fragmentaba sus melodías graciosamente
entre varios instrumentos o desde las cuerdas, sectorizando siempre el trozo
melódico. Posteriormente Bruckner desarrolló el mismo tipo de composición
ampliando sus alcances.
Por su parte Brahms, en su música de cámara parecía
multiplicar sus líneas melódicas desde
muchos instrumentos a la vez, acudiendo al expediente de sincronizar en
un mismo grupo de compases, la melodía original, a la que sobreponía
variaciones de la misma desde otra voz instrumental afín o de un duo o trio de
la misma familia, generando un océano de música
con la mayor economía de recursos posibles.
Cabe ahora una pregunta. Porqué ese empeño de apartar o depender menos de la tiranía melódica tradicional para
construir el tejido formal que albergará el contenido musical propuesto por el autor, sea ésta la
abstracta y pura expresión musical
(valga decir Bach, y algunos nítidos trozos
mozartianos) o la vasta narrativa musical que en algunas de sus obras
crean el mismo Mozart o Vivaldi.
Tres grandes monstruos
de la creación musical precedieron a estos jóvenes impetuosos que se propusieron liberar la creación musical de la tiranía
melódica formal. El ciclópeo Johan Sebastian, el gigantesco Amadeo y el no
menos inmenso veneciano Antonio Vivaldi.
Bach es sinónimo de MÚSICA, líneas melódicas absolutamente
abstractas. Todo y solo música.
No existe en Bach el mínimo indicio narrativo y el metro en su música es pura
estructura, enlaces, compaginación, redes de articulación con el grado de
perfección de la cristalografía, al punto que es imposible determinar a primera
vista, audición o lectura, un grado o
actitud formal de ejecución. Es necesario oírlo muchas veces, estudiarlo, concentrarse en su océano
melódico envolvente, como lo pregonaba y practicó el genial Pau Casals. El
excelso cellista advertía acerca del cuidado y atención para la interpretación
de Bach y decía a sus alumnos que era un atrevimiento inconcebible intentar tocar a Bach sin un profundo estudio
de cada detalle de la obra para poder expresar la gloriosa y alta musicalidad
que encerraban sus partituras, cuya perfección estructural dificultaba al
ejecutante –y desde luego al oyente---
identificar el umbral forma-contenido-forma, obstaculizando la obtención de la gran riqueza expresiva de sus
monumentos musicales.
Tan altos logros de perfección alcanzó Bach en sus composiciones que en el
siglo XVIII crea música progresiva pura, una supuesta invención del rock de
finales del siglo XX. Oigan de nuevo los conciertos de Brandenburgo, en
particular los N° 3 y 5 y disfruten el obstinato in crescendo de los dos
últimos movimientos de cada uno de los conciertos citados.
Después nos encontramos con Mozart, cuyas composiciones
surgían de su numen creativo con la misma facilidad con la que respiraba. Desde
la tierna edad de cinco años, cuando compuso sus primeras breves obras, hasta desmayarse enfermo, el 20
de Noviembre de 1791 y morir 15 días
después a menos de dos meses de cumplir
sus 36 años, deja a la posteridad
más de 700 composiciones entre las que se cuentan 42 sinfonías, 23
conciertos para piano y orquesta, sonatas
para piano y violín, conciertos para clarinete, flauta, trompeta, trios,
cuartetos y quintetos para música de cámara y óperas consideradas obras maestras del género como
“Las bodas de Figaro”, “El rapto del serrallo”—todo un reto en contra de la
opinión de los entendidos, en particular
sus detractores. Que locura, cantar una ópera en alemán (mayor disparate…la ópera solo puede ser
cantada en italiano…) “Don Juan”, “Idomeneo”; “La clemencia de Tito” escrita
durante el lapso en que se
preparaba la producción de la monumental
“Flauta Mágica”. El empresario, su socio para
ésta última, casi enloquece cuando
Mozart le dice que debe ir a Praga a cumplir el compromiso.
---“No puedo renunciar a 200 Ducados”, apunta Mozart,
siempre apremiado de dinero.
Un maratònico tour de force de 18 dìas y sus noches, en Praga, y concluye el trabajo. Decenas de veces dio muestras de su enorme capacidad
de trabajo y de la facilidad con la que surgía de su ser, música a raudales.
En una ocasión compone para la virtuosa violinista de Mantua Regina Strinasacchi, la Sonata en Si bemol para violín y
piano. La audiencia, entre la que se
encuentra un Emperador y lo más granado
de una sociedad amante del arte, en especial de la música de altos
vuelos, oye extasiada aquel delicado
despliegue de amoroso diálogo
instrumental; pero Mozart no miraba la
virgen partitura ante sus ojos. No
había concluido la parte del
piano e improvisaba genialmente…
notaciòn que llevarìa luego al pentagrama sin que se le escapase un arpegio o
destacar un trino.
Sus capacidades melódicas eran inagotables y se daba el lujo –confesado por
él mismo a un amigo, de escribir a dos
niveles en la misma obra. Un nivel “a” de melodías fáciles y muy
digeribles para el público grueso y un nivel “b” que satisfacía sus
propias exigencias musicales y las del
público conocedor, “en tan perfecto equilibrio y armonía que nadie lo percibe y
todos lo aceptan”…
Como dijo una vez el eximio
musicólogo caraqueño, Profesor Calcaño, comentando las supuestas
genialidades de niños prodigio a los que pretendían comparar con Mozart.
--Eso es una barbaridad… la precoz genialidad de Mozart y la
magnitud de su obra no tienen comparación; él era de otro planeta…
Y ahora tenemos al
“prete Roso” Antonio Vivaldi, melodista de tan altísimas facturas que es
imposible oir cien veces cualquiera de
sus obras maestras y no encontrar en
cada ocasión un matiz diferente, un
nuevo “color” armónico que en las pasadas 99 audiciones anteriores no se
percibió.
La obra musical de
tan eximios y geniales melodistas se
convirtió en reto y estímulo para los nuevos compositores, celosos guerreros
de sus potenciales armas creativas, pero
que enfrentadas a un Bach, un Mozart o
un Vivaldi –los ejemplos para sostener el fondo argumental de la búsqueda de
nuevas formas estructurales creativas— pasaban por inofensivas
piedrecillas incapaces de mellar ni
siquiera la brillante pátina primaria de una chacona de Bach o del Prete Roso,
o los laberínticos matices del sub-texto
melódico mozartiano, castigando duramente los
egos artísticos nacientes.
Desde luego debes contar al frente de la orquesta a un
director cuya lectura del pentagrama beethoviano ante sus ojos, revele la
profundidad contrastante encerrada en esas notas, aspecto plenamente logrado
por Sergio Celibidache al frente de la Filarmónica de Munich, en una grave y profunda interpretación
revelando hasta el mínimo matiz, el logrado proyecto creativo del genial sordo.
Maestros de la batuta como Pierre
Boulez, Otto Klemperer, Karl Bohm, Von Hainitk, tienen lecturas sublimes de las
inmortales obras del gigante de Bonn, calificativo que se le ocurrió al divino
Johannes Brahms en ocasión de comentarse unos trabajos suyos.
--Nadie se imagina lo que significa para un hombre como yo,
caminar detrás de un gigante.
Ludwig Van Beethoven, no se encuentran formas adjetivales
apropiadas para alabar su obra musical.
Pero en ese marco de dificultades arrastrando tu lenguaje de admiración por su
obra rumbo al cliché del lugar común podemos dar una somera idea de su significado
en la historia de la música, mediante una
apropiada comparación:
En la historia de la expresión creativa de los sentimientos,
las emociones y pasiones del ser humano por medio de la música, Beethoven es al
pentagrama lo que fue Shakespeare a la literatura.
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