La magia que aún reina en los esteros

 



                                                                          

Por César Bisso

 

Cada vez que accedo a la poesía de Francisco Madariaga percibo, en la fuerza de las imágenes y la intensidad de las palabras, la ferocidad de un amor entrañable a la campaña correntina. Sin lugar a duda, fue la razón de su existencia y la brújula de su horizonte poético. En esa tierra de hombres recios, de creencias extravagantes, de maleficios y bendiciones, de rituales paganos y de animales indómitos, es donde el gran poeta de los esteros pudo gestar una escritura bella y mágica que trasvasó la admiración del universo literario.


Madariaga tuvo una niñez fascinante en la década del treinta, iluminada por ese reino de lagunas, ríos y palmares. De Saladas a Concepción, los sinuosos caminos que se abrían entre pajonales hasta llegar a estancias y ranchadas, incentivaron sus primeras vivencias. Así, día tras día, vivió la adolescencia entre la labor de los cosecheros, los perros ladrando el paso de las boas y los sapucay montaraces que resonaban en el silencio vegetal. Por entonces, comenzó a labrar los sueños más salvajes mientras gozaba de las enramadas espejándose en las aguas rosáceas. Y luego, año tras año, siendo hombre, continuó guarecido entre los andrajos del rancho primigenio, junto a su sombra, su facón y su sombrero. Gracias al envión de esa naturaleza casi virgen, Madariaga enarboló una poesía de trazos poderosos, representada en cada uno de los trasbordos temporarios a la geografía insondable y fantasmal.


También estuvieron presentes en su alucinante experiencia aquellos hombres del Iberá, crédulos e incrédulos, inmersos en una realidad pagana, solitaria y brutal. Una comunidad de gauchos silenciosos y mujeres sentenciosas, ejerciendo el trabajo duro y sobreviviendo a extrañas supersticiones. Madariaga comprendía muy bien ese entramado sociocultural, simbolizado en el valor de la palabra, el rigor de la tradición y el éxtasis de las leyendas. La heredad de la lengua guaraní sobresalía en el mundo cotidiano de la campaña y los pueblos de campo adentro. Entonces el poeta necesitó asimilar a lo largo del tiempo esa diacronía, para comprender la conjunción de dos hablas y saber cómo se manifestaban los hablantes. Si bien a su escritura la desarrolló siempre en idioma español, los desbordamientos creativos emanaban por un profundo sentir guaranítico. No había manera poética de explorar aquel escenario de mitos y rituales desde un contexto cultural diferente. Había que estar allí. Porque la historia de los hombres prevalecía. Y también su personalidad. En los almacenes perdidos en recónditos parajes, Madariaga tuvo que aprender a descifrar la pasión de esos gauchos que llegaban junto a las primeras sombras de la noche, alardeando con pañuelos colorados, celestes o verdes de sus preferencias políticas (autonomista, liberal o radical, en ese orden de preferencias) y luego arremetiendo a punta de cuchillo o furioso grito contra un adversario verdadero o imaginario, según el estado de ebriedad que provocaba el vino o la caña. En sus años noveles, Madariaga fue testigo fiel de esa bravura primitiva en tiempos de intrigas y traiciones. Así sangraba el pecho del criollo correntino en la magia del poeta, donde los oros de los amaneceres empalidecían ante la lluvia púrpura de la noche.


Su posterior residencia en la ciudad de Buenos Aires nunca lo privó de iniciar frecuentes y largos viajes a su terruño, donde quedó anclado su rancho al borde de los esteros. El submundo porteño lo entretuvo con una gran variedad de tertulias literarias y encuentros amicales en los cafés del centro. Pero también padeció las calles laceradas por el cemento, la iniquidad de los funcionarios y la bajeza de los impostores. Sólo el Iberá le otorgaba la libertad de arrogarse encantados encuentros con compañeros de la palabra y los oráculos, embriagados bajo el manto de la diosa y venerando las estrellas que titilaban encima de los palmares. O asombrarse por el trote rebelde de un bagual, llevando sobre su lomo el cuerpo desnudo de aquella poeta enardecida, que inesperadamente se había transformado en una Godiva vernácula bajo la luz de la luna. Así de misterioso fue el Reino Máximo, tal como le gustaba llamar a su comarca correntina.


Madariaga admiró la poesía de Rimbaud, Mallarmé, Whitman, Lautréamont, Rubén Darío, Vallejo, Césaire, Perse, Girondo, para mencionar algunas de sus lecturas más apasionadas. También contempló maravillado las orillas del cosmos orticiano, pero no se arrojó a las aguas del gran río. Prefirió ser artífice de una poesía ardiente y torrencial, dueña del rugido del yaguar, el sabor del aguardiente, el esplendor de los tabacales, el abrazo de los yataí, la inmensidad de las aguas, el galope incansable de su caballo Tormenta y la lealtad de Teolindo Frutos, por nombrar uno en homenaje a los numerosos gauchos nobles que habitaron la tierra de nadie. Cada nombre, cada usanza, cada historia, cada latido, ha servido para enriquecer el penetrante surrealismo de Madariaga. Nuestro amargo subtropical melancólico con / boca de serpiente canta en el embarazo / de los ríos. Única e intransferible su voz, forjada por el viento de los esteros bárbaros.


Muchos poetas disfrutaron desde muy cerca su confianza, como Enrique Molina, Edgar Bayley, Raúl Gustavo Aguirre, Olga Orozco, Alfredo Martínez Howard, Hugo Gola, Roberto Sánchez, Julio Salgado, Leonardo Martínez, Víctor Redondo, Graciela Aráoz, Silvia Garicoche, Oscar Portela y Juan José Folguerá. Otros, lo acompañaron desde diferentes distancias y lugares. En mi caso, supimos compartir amistosos encuentros en el último decenio de su vida. Era un hombre de gesto serio, mirar profundo, apacible sabiduría e implacable memoria. Pero, detrás de esa postura, emergía la cordialidad, el humor áspero y el portentoso hablar.


Leo sus palabras en la contratapa de uno de mis libros y siento que sintetizan el verdadero andar por la vida de Madariaga: “apostar por el amor, aún más allá del sueño, en un campo que es la maravillosa vigilia, a través de la resistencia de la poesía que hace descontrolar al tiempo en todos los relojes, justificando la razón de vivir”.


Murió en Buenos Aires después de padecer una larga enfermedad. Hace veinte años, precisamente el 24 de septiembre del 2000.

 

Comentarios

  1. Muy buen artículo, querido César, muy buena prosa. Abrazos para vos y para Teódulo!

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