Mi Amigo Jack Gerardi



Por Eva Feld

 

Desde el fondo profundo de sus ojos azules, mi padre, Juan Feld, solía plantearse “¡Qué es un amigo: alguien por quien uno daría la vida o simplemente con quien tomarse una cerveza o un café!”.  Nunca logró definir una respuesta. Tenía tres o cuatro amigos, con todos bebía y ninguno le exigió morir por ellos. Superviviente de la Segunda Guerra Mundial, le quedaban remordimientos por no haber podido salvar a sus familiares ni a sus amigos. De allí la duda en su mirada oceánica. De allí mi duda hereditaria.

Tampoco yo le encuentro una definición certera a la palabra amigo. La vida me ha premiado, para mí, cada ciudad y toda edad tienen nombre de persona. No recuerdo las fechas históricas, pero no olvido los cumpleaños de mis amigos. Si es marzo lo es de Jon, si abril Mr. T. En mayo, Babel y Bernard… El 18 de agosto, Jack Gerardi. Este año estaría cumpliendo 66. La última vez que lo vi tenía 19 y así, eterno adolescente, poeta, contradictorio y precioso, quedó inmortalizado en mí.

Por Jack Gerardi no tuve que dar la vida, tampoco tomamos café ni cerveza. Urdimos nuestras fibras existenciales en la creación del periódico literario Linterna Sorda, en 1971, mucho antes de la era digital. Lo hacíamos todo a mano: escribíamos los textos en una máquina eléctrica, recortábamos las ilustraciones, diagramábamos con cola escolar. Luego, gracias al recién innovado método offset, encargábamos cien copias que nos entregaban sin compaginar.

Con los dedos aun ennegrecidos por la tinta húmeda y cada uno con un paquete de periódicos bajo el brazo, Jack y Eva, Eva y Jack salíamos a venderlas a la entrada y a la salida de los teatros, de los cineclubes y de cuanto evento cultural ocurriese en aquella Caracas en la que había festivales internacionales, ferias de libros, performances, pintas de murales y proclamas artísticas. Se nos reconocía, se nos esperaba. Éramos parte de la escenografía urbana.

Jackie, que era como lo llamábamos, formaba parte del taller literario Calicanto, con Antonia Palacios a la cabeza. Una cabeza pelirroja y avanzada cuya morada era la sede de conferencias, lecturas y disidencias de diletantes y consumados que abonaron en mi amigo su vocación por vocablos psíquicos y complejos. Su soledad, hasta entonces sólo aislamiento, devino en yermo. Su desarraigo, en insilio.  Su congoja en el epicentro de su Ars Poética.

Nuestras conversaciones transcurrían en su mayoría en mi carro, yo al volante, él en la navegación. En otras palabras, siempre perdíamos el rumbo, no así las palabras para discutir sobre filosofía. Cuando menos lo esperábamos reencontrábamos el camino hacia su casa. Luego, durante meses, me reclamaba en tono cariñoso. “Me dejas con la cabeza vuelta un nudo… y te vas tan tranquila manejando tu Volkswagen”.

De poco me valía aclararle que mi cabeza también bullía o que me habría gustado conocer a Antonia Palacios, a Marta Traba o a Ángel Rama a quienes él transmitía su agitación. Yo la mía las absorbía en solitario consumiendo lecturas y aplicándome la dialéctica. Asumíamos un pacto tácito, cada uno tenía su propio espacio. Nada de mezclar nuestras respectivas fuentes nutricias, de ese modo nunca llovería sobre mojado. Esperábamos los reencuentros con tanta fruición como más tarde, cuando hubimos de separarnos, nuestra frondosa correspondencia, desde Guatemala hacia Caracas, desde México hacia Paris o Budapest o Chicago.

Teníamos, eso sí, amigos comunes. Elizabeth Fuentes y Miguel Sánchez Vegas, así como María Eugenia Vethencourt formaban parte de la cuadrilla para escalar El Ávila, reír, hablar de política, disentir sobre el Ché Guevara. Una vez nos escapamos solos, él y yo, a la montaña. Queríamos perdernos en nuestros prolongados silencios. A esa escapada, en parte, le debo el nombre de mi hijo:

Llegamos a Galipán, un caserío de floricultores. Los aromas de aquellos pensamientos y jazmines, de aquellas rosas y gardenias nos transportaron a estados alterados. Preguntó un hombre de tez y manos curtida que cómo nos llamábamos.

Jack procesó la escena en un cuarto de segundo. Nos vio reflejados en la pupila de quien preguntaba. Dos rubios de ojos claros y manos lisas, dos estudiantes, dos extraños con nombres extranjeros, dos irritantes intrusos, y le respondió con total espontaneidad inventada, “Me llamo Juan”.

“Yo también me llamo Juan” respondió el hombre con inmediata empatía.

En ese momento juré que, si algún día tuviera un hijo, también se llamaría Juan, como Juan Feld, mi padre, de quien aprendí temprano lo que es un amigo sin jamás haberlo dilucidado.

 

                                                                                                                            Eva Feld (18 agosto 2020)

                                                                                                                            


Dos Poemas de Jack Gerardi  (De originales a máquina en hojas amarillentas)

 

A veces me veo como reflejándote

               y caigo en los vacíos absolutos

por mi pasan los recuerdos en tiempo

               lentos

                         oscuros

arrastrándome

                           hacia círculos nocturnos

 

Llamo desde la montaña inmóvil

            donde cae la oscuridad

            donde cae la despalabra

y las ondas de la comunicación

                     no se expanden

están latentes

                        congeladas

esperando

                    algún idaregreso.

 

30-6-71

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  EL SILENCIO

                      SE EMBARRA

BAJO LAS HOJAS HÚMEDAS

        Y SUBE CON EL CALOR

                                         DE LA CIUDAD

        SENTIRSE AISLADO

HABER                     HUIDO

            REGRESAR

TRAICIONANDO                 LA BÚSQUEDA

LA LUZ QUE SE REFLEJA

EN LOS TECHOS

DE LOS CUARTOS OSCUROS

DEFORMÁNDOSE

                              HASTA

CONVERTIRSE

EN EXTRAÑAS FIGURAS MÓVILES

VALDRÍA LA PENA 

                               REGRESAR

PERO CAMBIADO

                                                                                         11-10-71


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