Christiane Dimitriades
Una joven que había estado visitando al ginecólogo
dijo
en un tono desinhibido que aquélla era su relación
más íntima. Enseguida recapitulé, porque para mí la
intimidad significaba algo
muy distinto, diferencia que
atribuí a la distancia generacional existente entre
las dos.
Al
margen de la oposición de lo público y lo privado, lo primero que me vino a la
mente fue el sonido de una concha marina al oído, la música de cámara, alguna
presencia que me habría invadido en el pasado, aquello que con tanto sigilo
resguardan las manos de El secreto de
Rodin, mis escuetas notas sobre lo que
leo, los Pequeños mundos de Kandinsky
o bien, la invitación que nos extiende el pintor de Las Meninas cuando nos mira directamente a los ojos desde la
aristocrática habitación.
La intimidad pertenece al ámbito de la
prehistoria, es el antes –o el debajo- del discurso y de todo acontecer. Es el
tuteo espontáneo entre dos seres sin que éste sea obligatoriamente verbal o
conceptual.
También algunos ensayos pueden a veces asumir la voz de la intimidad y
convertirse en una suerte de diálogo en voz baja, un frecuentarse en esa zona
de tenue luz.
Aquélla surge cuando entre dos personas
subyace lo ineludible, lo insoslayable de nosotros: Lo que de una parte se
mantiene reservado y, de la otra, lo que se extiende y penetra la alteridad.
Ana Ajmátova, en el título de su poema y
primer verso “Hay en la intimidad un límite sagrado”, expresa esta ambigüedad que, al tiempo que preserva y contiene el
misterio, se expande como lo hace la atmósfera.
La intimidad es un acto de comunión y no un
ejercicio de comunicación. No es necesariamente discursiva porque aprecia los
gestos, las imágenes, el símbolo, las largas pausas. Cuántas veces se nutre del
silencio como lo hace la buena música y
la escritura.
El poeta portugués Egito Goncalves ha captado
en sus versos el ser de lo íntimo unido al silencio y lo ha descrito
magníficamente como lo anterior a la acción, justo en el previo instante de convertirse
en presencia:
“Aún estamos dentro del silencio/ Aún
estamos en el huevo del rumor/…
Somos la línea seccionada, el
momento exacto de un encuentro. Estamos”.
Y es que la intimidad
es correspondencia y conformidad, concordia del ánimo del uno con el otro,
cercanía, aproximación de los cuerpos cuando juntos se adentran en las aguas de
un plácido mar, sin violencia, despojados de toda hostilidad y extrañeza.
Utilizando palabras de Ludovico Silva, la
intimidad sería una confesión sin pecado, sin “las penitencias, las avemarías, el
andar de rodillas, las genuflexiones, los arrepentimientos”. Sería “Algo
como una brisa, como una danza …”, el
habla de una lengua familiar que dice en
clave algo esencial acerca de nuestra existencia.
Y aquellos elegidos que son tocados por su
soplo, pronto descubren la naturaleza
dual que la conforma , la cual consiste en que, mientras más los acerca entre
sí, también los coloca en un limbo, muy lejos de los demás. De este modo lo ha
dicho Pessoa en una de las odas de Ricardo Reis:
“Somos extranjeros dondequiera que estemos… / Todo es ajeno y no habla nuestro idioma”.
Este “idioma
extranjero”, el del mundo exterior, los margina y los confina a una estancia
privada, en donde solamente allí adquiere significación y se vuelve
comprensible el lenguaje. Se trata de un oscilar entre la oquedad y la plenitud: el
uno se hace visible en el lugar en donde el otro desaparece.
Ciertamente la
intimidad recubre a los amantes de un aura etérea pero más firme que cualquier
fortaleza.
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