Por Andrés Hoyos
Por esos días en que los libros
vuelven a apoderarse de Bogotá por un par de semanas, me parece apropiado
referirme a mi relación tormentosa con estos adminículos invencibles,
respondones, transgresores, invaluables, a veces groseros y aburridos con frecuencia.
En mi infancia los niños teníamos
acceso a menos libros que los niños de hoy. Aunque en algunos colegios había
bibliotecas infantiles, nadie lo inducía a uno a entrar en ellas. También había
libros en algunas casas, presumo que no en la mayoría. Ver a un niño leer
concentrado es un espectáculo reconfortante: ha empezado a viajar por su
cuenta. Más difícil, y por ende más emocionante, es ver a un adolescente leer
un libro. Igual, los niños y los adolescentes de hoy leen más que los de hace
50 años, de suerte que a mí los pesimismos al uso me resbalan. Pero así como
los libros entran en la vida de muchos niños, después salen casi sin decir
adiós. Uno conoce cantidades de adultos que no leen libros, a lo sumo tal cual
periódico o revista, además de los textos impresos o digitales a los que los
obliga el trabajo. Sobra decir que nunca los lectores asiduos de libros fueron
mayoría.
La proporción de lectores a
autores es, sospecho, de varios miles a uno. ¿Para qué escribir y publicar más
libros si ya hay tantos tan buenos? La pregunta, que maltrata nuestra vanidad,
está muy lejos de ser banal.
Los clichés abundan.
Porque no podría hacer otra cosa,
dice alguno. Cuentos, señor, no chicanee, existen mil maneras de ganarse la
vida. Porque no sé hacer otra cosa, dice otro. También falso, escribir libros
es una actividad exigente, de donde se deriva que la persona que los escribe
puede enseñar, escribir para medios más raudos —sobre todo ahora que hay
tantos—, cocinar, comprar acciones de Apple, traficar armas. Por plata: se le
abona a Truman Capote la sinceridad, pero circula muy poca plata en el mundo de
los libros. Porque es lo que me gusta hacer, dicen otros, y ahí sí nos
acercamos a la verdad. Pese a que ciertos pasajes o épocas en la escritura de
un libro son duros y frustrantes, rara es la persona que escribe con una
pistola apuntándole a la sien. Además, los doctores de la mente explican que a
veces se puede sentir placer al torturarse a uno mismo. Por lo demás, al
escribir un libro el riesgo de fracaso es muy alto. Eso viene con el
territorio, así que acostúmbrese.
En mi caso yo agregaría otro
factor importante: los libros fueron una puerta de salida para una vida que
empezó muy encerrada. No se me dio tener “un millón de amigos” en la infancia y
menos en la adolescencia, de suerte que el mundo de los libros fue la comunidad
alterna en la que pude vivir y pasearme a mis anchas.
Primero, claro, los leí —y
acúsome, padre Homero, de que me gustaría haber leído más— y andando el tiempo
me puse a escribirlos para salir de mí mismo en forma definitiva. No le gano a
ese cuento, tampoco le pierdo.
Entre boutades graciosas, como la
de Doctorow que dice que “escribir es una forma socialmente aceptable de
esquizofrenia”, uno puede encontrar la sabiduría, a veces amarga, de los
maestros. El gran aforista polaco, Jerzy Lec, escribió esto: “Consejo a
escritores: a veces hay que parar de escribir. Incluso antes de empezar”.
Por fortuna llegó primero el fin
de la teoría del fin de los libros que el fin de los libros. Ahí seguirán hasta
que usted quiera. Vaya a la Filbo en estos días porque hay muchos nuevos y
alguno viejo.
andreshoyos@elmalpensante.com,
@andrewholes
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