Aldo Mazzucchelli
Parto de la idea de que "el
problema de la Educación" está en parte en la jerigonza técnica con la que
se lo aborda, opacándolo todo en supuestos no discutidos. Dejaré en lo posible
pues de lado todo lenguaje técnico y toda elaboración más delicada de los
grandes bloques hoy aparentes en el problema.
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El problema inicial es de
cinismo.
Los políticos no creen en la
sociedad para la que tienen que organizar una educación.
Los padres no creen en la
sociedad para la que tienen que educar a sus hijos. Los hijos no creen en la
sociedad en la que ni sus padres ni el resto de la sociedad cree.
Los profesores tienen que educar
a gente que no cree en los supuestos básicos de la sociedad en la que vive.
Tienen que educarlos para esa misma sociedad en la que ellos, los educadores,
tampoco creen.
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La falta de creencia en la
sociedad ha sido provocada por la imposición final de las críticas al modelo
moderno, burgués y Occidental. Este modelo funciona no obstante, pero aunque
tiene poder operativo y coactivo, no tiene legitimidad alguna. La ausencia de
alternativas a ese modelo hace estallar el problema, que se resuelve en un
funcionamiento hipócrita a todos los niveles. Esa hipocresía se nota en la
educación. La “crisis de la educación” es pues, antes que nada, un síntoma de
la falta de legitimidad de nuestras asociaciones colectivas.
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La sociedad contemporánea ha
ahincado en los discursos de mutua deslegitimación. Desde que cundió la
deconstructividad del Otro, cualquier tonto aprende los modos elementales de
quitarle legitimidad discursiva a cualquier otro que quiera imponer alguna forma
de legitimidad. Como resultado, el mecanismo de deslegitimación se ha
convertido en la mercancía más vendida en el mercado de las “ideas”.
Deslegitimando a cualquier supuesto victimario, no es nada difícil convertirse
en una víctima —sea colectiva, como en el caso de las minorías de alguna clase
o las víctimas reales o supuestas de algún episodio histórico, sea individual
como en el caso de quienes se aprovechen de los puntos flacos de cualquier rol
social para sacar ventaja de alguien que ocasionalmente ocupe ese rol. Según
nos dicen a veces, la maniobra se combina con una de supuesta superioridad o
indiferencia moral: no se ataca a las personas, sino a los roles. “No es
contigo el problema, es con el cargo que ocupás”. Parece así ser extremadamente
alta la confianza en que la individualidad es de acero y sobrevive a todos los
contenidos discursivos de nivel colectivo. Es evidente que esa ilusión en el
poder del “puro individuo” es resultado de una intoxicación con las ilusiones
individualistas de la modernidad. Ya es evidente que las cosas no pueden ser
así. Somos seres sociales, y aparte del capital social que cada uno logre
construir, el “individuo” desnudo se ha demostrado y se demuestra día a día muy
poquita cosa. Ver la “dimensión creativa” de los individuos tal como es
testimoniada cada hora en Facebook para conocer detalles al respecto de lo que
digo.
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Ese modelo Occidental que dio
sustento a nuestra educación contemporánea parece estar no en crisis, sino ya
destruido. No hay acuerdo acerca del modelo de asociación humana que le
sustituirá. China —si China fuera modelo de algo— es una posibilidad quizá
inexorable, mirada con admiración, sobre todo por quienes no tienen realmente
que lidiar con ella de cerca. Un mundo de orientación tecnológica (es decir,
donde el éxito, medido en tecnología, es el último proveedor de legitimidad),
de individualidad dramatizada y sin contenidos contrastables, de relaciones a
distancia, de virtualidad omnipenetrante, es otro. Otro más, es el modelo
híbrido de un cierto cuasi mitológico eje Brasil-India (con otros candidatos a
sumarse libremente), que en términos de su relación con el proyecto central
Occidental no tiene una identidad definida. Su espacio es el del aflojamiento
de la lógica y la racionalidad una vez occidentales, siempre que la bonanza
económica lo permita. En el fondo sigue siendo un modelo intrínseca y
vastamente dependiente del otro, y esa dependencia solo podría romperse en caso
de dejar de existir el modelo central. Otro modelo es el del escape a lo
exótico, lo natural, lo distante. Un modelo fatigado por una cantidad de gente
ya desde el siglo XVIII, de Byron a Rimbaud y a Paul Gauguin, y de los
krausistas a los hippies y a los plantadores de arándanos. Ya lo dijo Martin
Heidegger: “uno huye de la multitud, igual que otro huye de la multitud”. Ni
siquiera siendo raro se consigue ser raro. Pese a todas sus genuinas ventajas,
este modelo de huida tiene el problema de su elitismo. En la mayoría de los
casos, solo puede escapar realmente de la ciudad quien no haya nacido en ella,
o quien haya vivido lo suficiente en ella como para haber acumulado el dinero
necesario para pagarse un escape a medida, o la sabiduría necesaria como para
que no le importe vivir pobre y en soledad. Elitismo puro y del bueno en todos
los casos.
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Como consecuencia de la
imposición de un relativismo filosófico que resulta profundamente superficial
—o superficialmente profundo, da igual— en su desemboque inexorable en el
aburrimiento existencial, hace tiempo que la gente (entre ella, los profesores
y maestros) empezó a sentir deslegitimada cualquier apelación a cualquier forma
de autoridad. En un mundo ideal, todos sabemos que la autoridad se impone por
sí misma cuando es genuina, y que si no vale la pena imponerla. Pero en un
mundo no ideal como lo es el de una educación masiva que pretende
universalizarse y tocar e incorporar tanto al que quiere como al que no, nunca
es malo tener algún crédito de autoridad distante e incuestionable en el que
apoyarse —sea Dios, el Pepe Batlle, algún héroe científico o alguna luminaria
literaria o artística. De esos, ninguno hay ya disponible, puesto que el
movimiento de las cosas ha reemplazado los héroes por la representación cínica
del logro.
Situados en un lugar intermedio
en la cadena del saber, ni en el tope representado simbólicamente en la autoría
y la investigación de alto nivel, ni en el nivel más bajo de aquellos que solo
pueden esperar “ser educados”, los profesores y maestros solo pueden cumplir
bien su función si se saben parte de una tal estructura legitimada. Esa
estructura —en Uruguay y en casi todo el mundo— ha perdido su legitimidad, por
las varias razones antedichas. Razones nunca dichas en público, pero conocidas,
aunque sea intuitivamente, por todos hace mucho.
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Como consecuencia de esta
situación, la educación no exige ni premia. No puede hacerlo, porque solo puede
exigir quien sabe de su legitimidad, y solo puede premiar quien tiene algo para
entregar que el receptor considera valioso. Ninguna de las dos cosas se
cumplen. Profesores y alumnos están hace rato en el triste secreto de que nadie
es legítimo.
El sistema vegeta pues en la
repetición mecánica de gestos sin sentido. Una educación sin teleología es una
de las peores cosas concebibles. La educación funciona mejor, naturalmente, en
entornos sociales en los que todavía las familias y los individuos creen,
aunque sea vagamente, que funciona el modelo Occidental, de sociedad analítica
y escrita, de democracia con ascenso social, para el que la educación que aún
tenemos fue pensada. Esa es acaso la razón de fondo que hace que la educación
en entornos socioeconómicos más afortunados sea menos disfuncional que en los
otros. Y cuando, en los entornos socioeconómicos menos favorecidos se consigue
hacer funcionar de veras algo, será porque ese algo logró reemplazar la falta
de sentido con un grupo o comunidad local que se ha reapropiado de sentido.
Porque uno solo puede educarse dentro de un grupo que cree en aquello en lo que
uno mismo quiere creer, y donde el afecto y la emulación son reales y
positivos. Un entorno cualquiera que incluya alguna jerarquía compartida de
saberes legítimos, emulación y ascenso social posible y valorable, libros y
autores (es decir, legitimidad distante e imposible de desafiar pragmáticamente),
premios y castigos en relación al esfuerzo, puede aun educar. Esos modelos
tienden cada vez más a ser islas. En lugar de educar para la sociedad, tienen
que resistirse a ella si quieren tener alguna esperanza de éxito.
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Además de esa crisis fundamental
de legitimidad, de la que los maestros y profesores son mucho más víctimas que
victimarios, está el problema “epistémico” de la legitimidad del saber (ya no
de la construcción social de ese saber, sino del saber mismo). Quiero decir:
está claro quién tiene legitimidad para operar y dictaminar sobre, por ejemplo,
el saber biomédico: son los institutos de investigación en el ramo a nivel
mundial, grandes universidades, laboratorios, gobiernos y organizaciones no
gubernamentales, entremezclados todos de múltiples formas en la investigación y
la industria médica. Lo que no está tan clara es la legitimidad del saber de la
medicina contemporánea en sí. Mucha gente, cada vez más gente, se queja de que
la medicina (no solo la institución, sino el saber médico) está siendo
manipulada económicamente, que las organizaciones de salud existen más por
finalidades comerciales que humanitarias, que el precio y la razón de
existencia de los medicamentos y la tecnología médica (y de su administración)
son manipulados por razones extra-médicas, que se oculta información científica
que no favorezca a la industria, etc. etc. No importa en qué medida estas
acusaciones son verdaderas o no. Basta que existan para socavar, en mucha
gente, la noción misma de que educarse “para el mundo contemporáneo” creyendo
en la legitimidad aun del saber científico en ese mundo es algo que valga
realmente la pena hacer. El famoso “tardocapitalismo” reúne, en los discursos
sobre la legitimidad, todos los males y todas las culpas sobre su cabeza.
ería solo dejando de creer de
buena fe y con buen corazón en los políticos y la política tal como la
conocemos que se puede cambiar el pacto educativo, liberando así a muchos
políticos de su hipocresía corriente, recuperando a las buenas mujeres y
hombres de sus roles políticos actuales.
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El “problema de la educación”,
encima de todo lo anterior, no es uno, sino dos. Y dos bastante distintos, y de
distinta solución. Desde la época de Platón se sabe bien que está el
conocimiento de los sofistas, y el conocimiento de los filósofos. En otras
palabras, la persuasión, lo que nos convence, el sí pragmático, desde entonces
se enfrenta a la verdad absoluta. El modelo, desde Platón hasta el día
presente, de verdad absoluta, es la matemáticas, el número. La experiencia más
cercana a la pura Forma, a la Idea platónica, que los humanos tendríamos, es
pues el número: la matemáticas, geometría, y las “ciencias exactas”. De
distintos modos, el proyecto moderno se ha desarrollado en torno a la
legitimidad del número, recelando de la legitimidad de los discursos. Platón
fue el primero que, con su finísima ironía de poeta, nos advirtió que sería
mejor —después de escucharlos cantar— echar a los poetas, junto a los sofistas,
de la ciudad.
Pero también se ha desarrollado
el proyecto moderno siendo cada vez más consciente de la absoluta impotencia
del “número” para proveer sentido a la existencia. Véase los críticos a Kant, a
Schopenhauer a Nietzsche y Heidegger en adelante. La educación está atrapada en
esa discusión bipolar.
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Las dos crisis que atraviesa son
pues la crisis de la educación científica, y la crisis de la educación
humanística y de lenguajes. La primera, la crisis científica, es menos
preocupante que la segunda, porque para resolver la crisis de la educación científica
la sociedad tiene la legitimidad que hace falta, aunque le falten recursos y
suficientes buenos profesores de matemáticas o ciencias. No los tendrá aun,
pero los puede formar si se lo propone.
En cambio, para la crisis del
lenguaje no hay respuestas, o estas son mucho más complicadas. ¿Para qué
aprender a escribir de modo complejo y elaborado en la sociedad de Twitter?
¿Para qué interesarse en la tradición cultural de Occidente, desde Grecia para
acá, en una sociedad que no cree más en ese mismo proyecto que Grecia y sus
admiradores ha representado, y que no tiene más libros o idea de para qué
sirven? ¿Cómo interesarse en escribir por escribir, en leer por leer, en una
sociedad que tiende a creer que si algo no sirve para nada, para ninguna
finalidad rápidamente constatable, no sirve para nada? Finalmente, ¿para qué
dedicar espacio y tiempo a esas habilidades cuando la escritura ha dejado de
ocupar —como lo hizo entre el siglo XVIII y mediados del XX— el sitio
indiscutido del poder, del diálogo y la comunicación del poder? En el momento
de apogeo del discurso humanístico, desde el Renacimiento hasta, digamos
arbitrariamente, la caída del Muro, quien dominaba lo escrito dominaba el poder
y la legitimidad, o tenía esperanzas de ser incluido en ese círculo. A medida
que lo escrito ha dejado de ocupar ese espacio en el conjunto de los medios —un
largo proceso que obviamente empezó mucho antes de 1989—, a medida que las
cámaras de diputados se inundan de semianalfabetos, ya no está claro para qué
leer y escribir. Se puede sobrevivir en el entorno contemporáneo con mínimas
habilidades de lectoescritura. De todos modos —nos dirá la conciencia
pequeñoburguesa alimentada de una compota de filosofías ah-hoc, habladuría de
clase media, y Tienda Inglesa— el poder es algo hipotético, distante, y no
deseable por la gente de bien. “El poder corrompe”, es algo que todo el mundo
sabe, especialmente quienes no lo tienen de ninguna forma.
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No pienso que debamos volver a
una sociedad de la escritura, ni creo que eso sea posible ni deseable. No estoy
diciendo que el camino es volver al siglo XIX. Estoy diciendo que para terminar
de pasar definitivamente y sin tantos conflictos inútiles al siglo XXI, es
mejor discutir explícitamente cuáles son las raíces de los problemas en lugar
de tratar de salvar el propio pellejo.
Pues en este panorama, las
apelaciones gubernamentales e intelectuales a ocuparse de “el problema de la
educación” son patéticas y vacías. No han demostrado, hasta ahora, saber nada
del tema del cual se quieren ocupar. Nadie que yo conozca, entre los que tienen
poder político vinculado a la Educación, ha dicho en lo que va del siglo en
Uruguay algo alentadoramente interesante, despojado de jerigonza tecnocrática o
de acusaciones cocinadas a medias, y que haga sospechar que alguna de los
hechos obvios pero una vez más esbozados en estas líneas hayan despertado el
interés de estos representantes raramente capaces de articular un par de frases
sin problemas de ortografía y sintaxis. Ellos son parte del problema, no de la
solución. Si alguno de ellos quiere dejar de serlo y pasar a ser parte de la
solución, lo primero será hablar claro, dejar de echarle la culpa a los que
trabajan todos los días en escuelas y liceos, quienes por más que tengan —lo
reconozco— a menudo una pobre ideología para explicar lo que pasa, al menos
están honestamente comprometidos con el problema. He ahí la explicación,
positiva si se quiere, de que los sindicatos de la educación estén en contra de
todo: lo están, porque se dan cuenta que la sociedad que les pide que hagan una
tarea no los apoya en absoluto en esa tarea, sino que les socava la tarea día y
noche. Es un conflicto de difícil solución. Imposible, si se la mira bien,
hasta que no se produzca una especie de acuerdo que de ninguna manera puede ser
voluntario y que no se ve en el horizonte.
***
Podemos —quizá debemos— sustituir
pues el modelo educativo actual por otro radicalmente distinto, en donde se
proveen herramientas suficientes a todos, se dialoga sobre metas parciales, y
se deja el resto al libérrimo juego de las subjetividades, de talentos y
virtudes, de prueba, error, éxito y fracaso. Ya no educaremos para un modelo
social, sino para saberes parciales, múltiples, y abiertos a indefinidas
interacciones. Esta educación presupone alguna dimensión de liberalismo y de
mercado, y es por tanto imposible de concebir para fundamentalismos
antimercado. Sin embargo, es posible pensar en intercambios sociales de
utilidad —mercado— sin la monserga de la religión capitalista y positivista. Ya
está pasando. En mi opinión, esa es quizá la única alternativa visible hoy con
proyección de futuro concebible—ver lo que se hace en Silicon Valley en
términos de la Stanford School of Design, por ejemplo. Pero para eso hay que
educar primero a más de una generación en esa filosofía de vida, mucho más
generosa, abierta y positiva de lo que nuestra sociedad actual es siquiera
capaz de vislumbrar. Pues nuestra sociedad equipara mercado con egoísmo, y por
tanto actúa en consecuencia. Es, paradójicamente, ella misma una de las
sociedades de mercado más egoísta y falta de solidaridad de las que he conocido
directamente.
El “problema de la educación” es
pues mucho más ancho que la educación, y seguir intentando atacarlo “reformando
la educación” es como querer salvarse de un naufragio baldeando la cubierta del
buque. Tiene que ver con lo que la sociedad cree que es legítimo y valioso. Hoy
por hoy tenemos un sistema y un proyecto educativo creado en tiempos en que se
creía que la democracia, el liberalismo, el capitalismo, el esfuerzo individual
y la solidaridad social, combinados, posibilitarían a quien se lo propusiese
crecer y armar una vida con sentido. Pero no creemos más, colectivamente, en
ninguno de esos supuestos. Es una lástima. Yo personalmente creo en varios de
ellos, pero eso es a lo sumo un hecho generacional que no tiene importancia.
Pero si la tiene, quizá, que acaso estemos en los hechos, haciendo las cosas
que tantos hacemos por fuera de los órdenes deslegitimados, recombinando un
mundo a la vez más genuinamente individualista y por ende más solidario —hay
una solidaridad compensatoria y genuina, imprescindible e impuesta por los
hechos, que crece cuanto más crece alguna forma de individualismo sano—, en
donde educarse ya no sea algo a conseguir como paso previo a seguir yendo
contra la legitimación del otro.
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