Por Andrés Hoyos
Querido compadre, me alegra mucho
que tus apresurados sepultureros de hace unos años se hayan quedado con los
crespos hechos.
Me gusta recordar que eres quizá
el invento tecnológico más importante de la humanidad, al menos desde la
escritura y la agricultura, ambas prehistóricas. La tuya es la más poderosa
extensión de la cumbre del ingenio humano, el lenguaje hablado, que según sospechan
algunos paleontólogos pudo ser el arma que selló la victoria del Homo sapiens
sobre el resto de los homínidos.
Para 1449, cuando Gutenberg
terminó de inventar la imprenta de tipo móvil, la población de Occidente era
casi del todo analfabeta y los idiomas se seguían fragmentando a gran
velocidad. Tú hiciste posibles la alfabetización y la educación de multitudes.
Por eso compites con ventaja con la rueda, la electricidad y la digitalización,
solo que ya llevas cinco siglos y medio entre nosotros y la gente te da por
descontado.
No, no eres necesario para hablar
con la familia y los amigos, así Gabo haya dicho que escribió sus libros para
que los amigos lo quisieran más. Alguien se preguntará: ¿y para qué demonios
quiere uno hablar con extraños si tiene la familia, los amigos, los compañeros
de trabajo y los vecinos? Pues porque la civilización está construida sobre el
diálogo con extraños. Las instituciones que permiten la vida colectiva solo
pudieron surgir cuando la especie superó la escala personal, el horizonte
tribal.
Fuiste, entonces, la primera
manera de hablar masivamente con extraños y durante siglo y medio tuviste la
exclusividad en el ramo, hasta que aparecieron tus primos hermanos, los
periódicos. Ahora los medios abundan: la radio, la televisión, el internet, los
teléfonos móviles y un creciente etcétera. Cada uno tiende a descollar en una
forma de comunicación. La tuya, que es la concentración del mensaje, o sea la
aspiración a encontrar la esencia de las cosas (raramente se logra), no tiene
sustitutos.
Sin embargo, somos desagradecidos
por naturaleza, de suerte que desde los tiempos del profeta canadiense,
Marshall McLuhan, te están tomando las medidas para hacerte el ataúd. Les
seducía a estos pirómanos de la novedad multiplicar los caminos de la
escritura, sin percatarse de que con ello la autoridad del autor, valga la
redundancia, se perdía. Querían matarlo, para usar la noción rimbombante de
Roland Barthes, pero no pudieron porque el sentido común valora su existencia.
Los hipertextos, que pretendían mandarte a los museos, ahora se ven como meros
apoyos de navegación. Tu solidez física, tu vocación de permanencia y tu
potente esquema lineal resultaron a la postre más perdurables que la última
algarabía. O para decirlo en idioma vernáculo: los profetas de la posmodernidad
tacaron burro contigo.
Al final, los libros electrónicos
no solo no te mataron, sino que parecen haber alcanzado un techo (en Estados
Unidos, donde más lejos llegaron) del 20% del mercado. Este reciente triunfo
sobre tus sucedáneos digitales, cuya participación en la torta ha incluso
comenzado a disminuir, es también el triunfo de tu maravilloso diseño.
Consistes de un grupo variable de hojas empastadas, sobre las cuales se
imprimen líneas sucesivas de texto, interrumpidas por párrafos y capítulos, así
como por tal cual ilustración. Eso eres.
Por una vez, si es para fabricar
libros, que talen árboles, ojalá cultivados en forma sostenible, y que se haga
el papel.
andreshoyos@elmalpensante.com,
@andrewholes
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