Andrés Hoyos
La cordura es una construcción que, pese
al orgullo desafiante que suele asumir, puede ser frágil.
Todo va “bien” hasta que un par de cosas
cambian, algo se deteriora y súbitamente una persona se lanza del octavo piso o
se fuga de la casa y aparece colgada de una viga en un hotel de provincia dos
semanas después. Fracasar es, para robarle la frase a Nietzsche, humano,
demasiado humano.
El derrumbe de la cordura ofrece signos
que los demás a veces no vemos o no sabemos interpretar. Muchos de quienes
intentan suicidarse en realidad no quieren morir y dejan ventanas abiertas para
que los seres queridos encuentren maneras de salvarlos. Puede que estén
llamando la atención dramáticamente o pidiendo una ayuda que no siempre llega a
tiempo. Claro que también hay suicidas certeros: los que usan armas de fuego,
saltan por la borda de un barco o se toman un veneno potente.
Estos no quieren
que por ningún motivo nadie los salve. El suicidio es la forma más estruendosa
de autodestrucción, pero está muy lejos de ser la más común. Están el rival o
el enemigo que aprietan el gatillo y matan condenándose a pasar décadas en la
cárcel; está el empresario que roba a sus socios y de ahí en adelante todo es
cuesta abajo; está un desengaño semejante a los anteriores, al menos en
apariencia, que mata la capacidad de amar y por ahí derecho destruye algo
esencial en la persona.
La vida no necesita que los humanos le
ayudemos con nuestra autodestrucción; no solo se termina en el instante menos
pensado, sino que a veces es ella misma la que le ordena a la persona bajar el
telón. Surge de la nada un virus letal o contraemos una enfermedad debilitante,
se nos agota la veta creativa que veníamos explotando y el tiempo nos empieza a
sobrar a manotadas, huyen sin despedirse el ánimo y la energía. Pienso en las
espectaculares piras en las que, sin suicidarse, incineraron sus vidas Arthur Rimbaud,
Juan Rulfo, Cat Stevens o un conocido mío, brillante pintor, que un día entró
en crisis teórica y colgó los pinceles para siempre. Es difícil juzgar a los
autodestructivos: ¿padecen de locura transitoria, de fatalismo o de un grado de
autocrítica que llega casi al homicidio? “Nadie sabe con qué sed otro bebe”,
decía Sylvia Plath, suicida ella.
No sé si cuenten como autodestructivas
las vidas que los demás destruyen, pero vaya que las hay que se echan a perder
antes de empezar. Se da cada pareja de padres ineptos, indolentes,
condescendientes, fugados, violentos, abusivos y entonces el niño no encuentra,
no digamos la salida del laberinto, sino que ni siquiera la entrada al mismo.
Es probable que al menos una parte de la veta autodestructiva de alguien
provenga de los errores, con frecuencia inconscientes, de los demás. En otros
casos, sin embargo, las personas hacen zig cuando debían hacer zag, sin razón
aparente, porque sí.
Una paradoja notable y repetida es que
en la juventud muchos derrochan la vida, la arriesgan por un banano, se la
juegan al primer tiroteo, pero esas mismas personas, cuando sobreviven, se
aferran a ella ante la enfermedad como escaladores agarrados a una cuerda raída
que está a punto de romperse.
Suicidas, en fin, los ha habido desde el
principio de los tiempos. Más rara y perturbadora es la moda reciente de los
suicidas que matan antes de morir. ¿Por qué el asesino de Orlando no se pegó un
tiro en la sien y ya? Hasta para la autodestrucción una persona tendría que ser
generosa.
andreshoyos@elmalpensante.com,
@andrewholes
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