La narradora y poeta Anabelle Aguilar Brealy, tica y venezolana, nos ofrece ahora un nuevo libro de relatos bajo el título Los codos del diablo, con el sello "Lector cómplice". Ya en librería para los buenos lectores.
Para muestra uno de los relatos allí contenidos:
HONORIS CAUSA
“La venganza es dulce
y
no engorda”
Alfred Hitchcock
Los volantes
aparecieron esa madrugada en la ciudad ventosa, los parroquianos los recogían
del suelo o de las rejas de las ventanas cuando caminaban hacia su trabajo.
“La alquimia exacta”, leyó Carmela Corinto, lo hizo con dificultad, la
criada de los Ayala apenas sabía leer. Abajo, en letras más grandes y gruesas,
el pseudónimo Fustiga ogros. Al final
Carmela Corinto- se dijo. No entendí nada, tendré que darle más importancia a
las clases de lectura que me da la
señorita Adela.
El papel medio
arrugado lo encontró don Ernesto sobre el trinchante. Lo leyó consternado Tantos vituperios en tan
poco espacio-comentó don Ernesto. Realizo mi labor pública honestamente- pienso
yo. No hay derecho a tanta humillación. Dejan mi nombre por el piso ¿Quién será ese Fustiga ogros? ¡Qué indecencia, usar un anónimo! Tenía que
averiguarlo.
Por la tarde sin
haber probado bocado, tomó su gabardina, su sombrero y se dirigió al club. Se
sentó en la barra y pidió un bourbon. Don Gordiano llegó enseguida, se colocó a
su lado y comenzó a hablar. Don Ernesto no pudo disimular su nerviosismo ante
el tic de su amigo, uno de los más renombrados
juristas del país, el bigotillo blanco subía y bajaba al compás de las
sílabas, si la situación no hubiera sido tan seria le hubiera dado risa. Don
Gordiano le señaló a don Ernesto que no podía ser otro que don Pantaleón
González. Ese hombre era su enemigo número uno, ya se había manifestado
públicamente en la Asamblea Legislativa. Lo ofendía constantemente. Don Ernesto
dudó, pero más tarde otros que se acercaron, apoyaron la tesis de don Gordiano.
El orgullo y la honra eran inflexibles. Si no se retractaba públicamente,
pagaría con su vida ese bufido.
Por la noche repasó
detenidamente el método de pugna, las leyes de un duelo. Tenía que escoger el médico
y el padrino con tiempo, porque veía llegar lo peor, estaba seguro de que eso
no se quedaría así. Sin atender a los consejos de sus amigos, don Ernesto envió
con su padrino de honor, un inglés de aspecto severo, su guante de cuero negro
y como la afrenta no era personal no se lo lanzó a la cara, si no que
displicente lo tiró en el escritorio de don Pantaleón. Aquí le manda don
Ernesto-le dijo el inglés, mirando al otro con
ojos airados. Dígale a ese señor que yo no envié ese anónimo y que me
siento ofendido ante su afrenta –respondió don Pantaleón. La valentía frente a
un arma sin protección me dará la
razón. Pues don Ernesto me dijo, que de
presentarse esta situación, le dijera que
resolverían este asunto en el campo de honor. Y sin más palabras dio media vuelta y dejó la
oficina de don Pantaleón.
Los participantes
en duelos evitaban que los delataran ya
que la ley castigaba no solo a los principales, sino a los que ayudaban a que
se ejecutara. Además la iglesia excomulgaba y condenaba a los participantes a
una perpetua maldición. De madrugada, y con gran cautela, los padrinos
compraron las Colt
45 en un establecimiento cercano al Mercado Principal, una de cacha clara y la
otra de cacha oscura. Era imposible usar
armas blancas, dada la condición social de los contendores. Los encargados
prepararon las volantas fúnebres, los caballos enormes, negros y brillantes se
mostraban inquietos. Llegaron soltando un vaho visible los médicos y los
padrinos. A las cinco y media salió don Ernesto de su casa y se dirigió hacia
la bajada del río. Su esposa miró el carruaje que se alejaba hacia el oeste,
sentía sospechas y dejó ir un sollozo, tapándose la cara con un pañuelillo de
lino bordado.
Se encontraron en
el sitio, un terreno de una finca privada, algo oculto. Sus trajes eran negros,
de tela opaca. No había nada fuera del paisaje que no se mostrara negro.
Inspeccionaron el terreno, no era plano, lo que dificultó realizar el
ajusticiamiento de honor de inmediato. Le correspondió a don Ernesto colocarse
en el oeste por lo que el sol le deslumbraba el rostro, don Pantaleón por su
parte estaba en el este. Quince pasos y dos balas fue lo acordado. Se dieron la
espalda, quince pasos eran toda una vida, los zapatos chirriaron al pisar la
hierba húmeda, se hizo un silencio insoportable. Uno, dos, tres- gritó el
inglés. Ambos hombres dieron media
vuelta y frente a frente dispararon, se oyeron dos balidazos, y ningún cuerpo golpeó el césped. Trataron sus
acompañantes de disuadirlos. No –exclamó
don Ernesto. “Aquí alguien ha venido a morir”. El sol se levantaba en el este.
Redujeron la distancia a nueve pasos. Con el sol al frente, el fogonazo le dio
a don Ernesto en el pecho y este dijo en un lamento Me ha matado. Al alejarse don Pantaleón
observaron los demás que un hueco había
quedado en su chaqué. Cuando se presentó
el furioso encargado de la finca, dando gritos porque podía verse envuelto en
problemas, ya se estaban retirando con rapidez, pero con el decoro de su clase.
Una muchedumbre
intervino para que se le diera sepultura digna a don Ernesto, entraron a la
fuerza al camposanto, esperaban el cura y una cuerda de beatas que gritaban ante semejante sacrilegio. No estaba
permitido enterrar en el cementerio a los muertos en duelo. Finalmente en un
ambiente de inquietud se pudo realizar la ceremonia mortuoria.
La viuda lloró entre crespones y espejos cubiertos. Nunca
más vistió un tono claro. En la pequeña ciudad se comentaba en las esquinas que
don Pantaleón había usado una cota o malla de acero en el duelo, algunos lo
tomaron como un chisme de mal gusto, otros como una falta de hidalguía.
A los cuatro años
don Pantaleón se disponía a viajar al Atlántico. En el andén fumaba un habano, mientras que
con la otra mano sostenía un diario medio doblado. Le sobrevino un escalofrío
que atribuyó al húmedo día, en eso sintió la muerte de cerca. Le vinieron a la
mente los nueve pasos y la voz del inglés uno, dos, tres. El hijo de don Ernesto, un joven apuesto y ofendido, se acercó por
detrás. Dos balazos le pegaron a don Pantaleón en la espalda, el último le dio
detrás de la oreja. Durante dos días
estuvo desangrándose en su lecho, las almohadas estaban empapadas. Su oído era
un estrépito de tambores y la morfina no era suficiente. Un sudor frío le brillaba en la frente,
respiraba con dificultad, vio entre una
neblina pesada el rostro de don Ernesto. Con dificultad trató de darse vuelta hacia la pared pensando. No habrá más
duelos, la gente de ahora no tiene dignidad.
Notó que el aire no le alcanzaba y en su último suspiro exclamó “El fue
un buen hijo, pero un mal caballero”. El
único que escuchó aquello, se lo comentó a
Carmela Corinto, quien se encargó de repetirlo de boca en boca en
aquella pequeña ciudad de volantas y chisteras.
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