Teódulo López Meléndez
La cultura,
tal como la hemos venido entendiendo, es una línea continua de los hechos
humanos con marcas puntuales que han definido etapas más o menos largas y que
hemos aceptado como tales consensuadamente. No hemos mirado fragmentos sino una
línea unificadora y con sentido. Es lo que generalmente se ha denominado la
visión humanística del tiempo.
No estamos
negando, sin embargo, que la concepción misma del tiempo tiene su propia
historia, si la palabra es pertinente.
Mircea Eliade
nos lleva hacia las tradiciones y las religiones antiguas con un tiempo circular marcado por las cosechas, por
los solsticios, por el movimiento de algunos otros astros, por festividades
religiosas o por hechos que habían marcado su propia cultura.
Los griegos
reflexionaron sobre la idea de eternidad y sobre el tiempo como la
manifestación de una realidad de gradualidad con preeminencia del espíritu
sobre el cuerpo, aunque Aristóteles hable de instantes y se permanezca en el
dilema si es un ser o un no-ser. Sobre la practicidad romana se impuso el
cristianismo adoptando sí el tiempo como movimiento, pero agregando que todo
movimiento tiene un final lo que conllevaba necesariamente el fin del mundo. De
esta manera el tiempo dejó de ser circular y se convirtió en la línea recta en
cuyo final está la eternidad.
Con la
aparición del reloj en el siglo XIV y el desarrollo de la mecánica el tiempo se
convierte en un valor matemático, esto es, algo absoluto y medible. Luego Kant
afirma que no tiene realidad fuera de nuestra mente y la mayoría de los
pensadores conciben el concepto de historia y en él el tiempo como una
expresión colectiva que atesora las vivencias humanas y sus logros. Toynbee se
centra en la historia como cíclica, lo que nos lleva a la idea del eterno
retorno plasmado en Eliade.
Heidegger
define al hombre como un ser para la muerte y Einstein introduce el concepto de
espacio-tiempo. Al convertir el tiempo en una magnitud relativa según quien y
bajo cual circunstancia se mida, muere la concepción del tiempo como un algo
absoluto lo que hace que la duración de un proceso dependa del lugar donde esté
situado el observador y de su estado de movimiento.
Stephen Hawking nos relata todas las concepciones del
universo hasta marcar un hito en el siglo XX, uno antes del cual nadie se pudiese
haber planteado que el universo se expandía o contraía.
En el siglo XX irrumpen las vanguardias según las
cuales el tiempo se reduce al futuro y ocasión en que se cuestiona la cultura
literaria como primacía en el repertorio cultural. Ese cuestionamiento es
actual, ya lo hemos señalado en textos anteriores, aunque no proviene de
iluminados escritores previendo el insurgir de la máquina, sino tal vez de ella
misma, y no es otra que la comunicación digital, una que modifica el concepto
de tiempo y hace intrascendente la ubicación del usuario. De manera que la
expresión literaria deja de ser el vehículo primordial ante la avalancha de un
ciberespacio donde se combinan todas las formas de expresión y donde cada
usuario que accede a la red combina y recombina en la formación de hipertextos.
Es pues el
concepto mismo de continuidad cultural el que se enfrenta a la ruptura en este
siglo XXI, uno que ha sido fundamento de la literatura y que le otorgaba
legitimidad como centro del discurso cultural y poder para el establecimiento
de validez amplia. Se plantea así también una revisión del concepto mismo de
historia y una interrogante necesaria sobre el futuro de la palabra escrita.
La literatura
abandona su asiento tal como la hemos conocido en occidente. Su integración con
otros medios y su lectura por otros medios la hace también escribirse por otros
medios. Como hemos dicho se impone una cultura científica que es obvio carece
de discursividad. El futuro pasa a ser el nuevo campo de la literatura.
Cuando hablo de futuro lo que me pregunto es
si los temas del espacio-tiempo están colocando a la literatura en el campo de
la cosmología filosófica, uno donde se vería la luz deformada del inicio, esto
es, la literatura podría buscar el futuro encontrando una autogeneración
inicial. De esta manera resucitaría bajo la norma de que la vida es una
continua repetición, pero que la palabra se organiza sólo una vez en relación
con el tiempo con lo que determinaría su originalidad. Esa información es un
momento que podríamos definir como una ahora inexistente.
El manejo de las dimensiones inalterables podría conducirnos a hablar de un eternalismo cuyo orden sería irrelevante. El tiempo de la literatura pasa a ser así el futuro lo que implica la ruptura de los tiempos que también significa olvidarse de ellos y disolverse.
El manejo de las dimensiones inalterables podría conducirnos a hablar de un eternalismo cuyo orden sería irrelevante. El tiempo de la literatura pasa a ser así el futuro lo que implica la ruptura de los tiempos que también significa olvidarse de ellos y disolverse.
Es obvio que la literatura ha estado siempre
ligada, de una manera u otra, a la cosmología, sólo que ahora cuando asistimos
a su aparente muerte, en realidad lo que está es reafirmándose en la
disolución.
Desde el momento en que se planteó la
creación de una teoría general del conocimiento se ha estado creando una
epistemología antropológica y social para observar el comportamiento caótico de
un sistema complejo para lo cual es menester recurrir a un análisis del
discurso. No ha sido un descubrimiento, pues todo hecho social se halla
asociado al lenguaje y si existe alguna estructura compleja de pensamiento es
la poética, como lenguaje del pensamiento. La poesía conceptualiza su intención
de significar y es quizás el mejor paradigma de la transcomplejidad.
La transdisciplinariedad implica una visión
del mundo que puede provenir de formas diversas e incluso albergar nociones
contrapuestas. En el lenguaje del análisis se entremezclan desde la teoría del
caos hasta la sociología del conocimiento científico, de manera que en la
palabra de un pensamiento complejo es ella el problema a enfrentar como un
asunto multidimensional.
El mundo que asoma no puede ser enfrentado
con simplismos y menos con paradigmas anticuados. Si algo comienza y avanza lo
que sabemos de él es necesariamente incompleto y toda respuesta, por ende, es
inacabada. Todo proceso implica por definición movimiento permanente. La noción
de exactitud no existe. Estamos en un mundo de incertidumbre y la única manera
de abordarlo es desde las probabilidades y esta conclusión no excluye a lo que
en el pasado fueron llamadas ciencias exactas, porque las ciencias en cuanto
modo de conocer han sido superadas por lo que ha sido llamado un nuevo
paradigma epistémico.
Veamos
el ángulo de la explicación. La tecnología nos ha alterado. Estamos
articulados, ya somos híbridos con constantes presencias posthumanas, con
modificación sustancial de los flujos de sentido. La tecnología nos ha sembrado
en la ausencia. En las redes sociales percibimos el vacío de las subjetividades
o una multiplicidad de subjetividades extrañas. No se puede escribir de la
misma manera. El inexistente futuro no existe, dado que parecemos en un eterno
presente, pero la literatura debe hacerlo. No estamos frente a un juego de
paradojas, lo que estamos es ante un revolcón de eso que hemos definido como cultura.
En otras
palabras, el discurso convencional cae, entre otras razones, porque parece
difícil discernir un sentido en estos momentos de interregno en la organización
humana. La literatura está cuestionada como primacía cultural, ha pasado a ser
apenas un modo más entre los múltiples de la comunicación, al igual que ha
dejado de ser el continuun al
resquebrajarse sus vínculos con la temporalidad.
Estamos, hay
que admitirlo, ante un cuestionamiento muy serio de la literatura lo que obliga
a plantearse su destino en un contexto epistémico por la consecuencial pérdida
de su jerarquía. En este mundo profundamente dominado por la técnica se tiende
a superar el pasado, mientras la literatura sigue amarrada a él. Sólo la
ruptura que la lleve a moverse en la velocidad de lo actual puede mantenerla,
una que le permita reconstruir anticipadamente.
La tecnología ha alterado las
formas identitarias, pareciera posible la construcción sin agendas del pasado,
en un presente que tiende a hacerse perpetuo, uno representado por la ausencia.
La forma de mirar las relaciones entre el
hombre y la realidad es lo que nos debe conducir hacia una revalorización de lo
humano sobre una razón mecanizada. Son tales los procesos y subprocesos en lo
social, en lo político y en el conocimiento que podrían ser definidos como
metaprocesos o metafenómenos a enfrentar con una visión de pensamiento complejo
y con transdicisciplinariedad.
Como nunca
vivimos en el simulacro, de lo quizás sea definible como una ilusión de lo humano.
Es la era de la inconclusión y sobre ella debe escribirse, también porque
desconocemos el destino del cosmos, uno de inconclusión.
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