Por Jorge
Majfud
Por los
años noventa, todavía en pleno siglo XX, solía escribir por cinco o seis horas
ininterrumpidas en una
maquina checa que había comprado a precio de chatarra un domingo en la feria de
Tristán Narvaja de Montevideo, algo así como el Rastro de Madrid o algún marché aux puces en París. En
aquel solitario cuarto de estudiante que daba a un callejón de la Ciudad Vieja,
escribía y reescribía cuatro o cinco veces el mismo capítulo de una novela. La
parte más difícil era siempre la reducción. Por lo menos era esa parte
artesanal la que me consumía más tiempo. Pero lo hacía con pasión, con placer y
sin ninguna urgencia, ya que por entonces no escribía para publicar.
Unos años después
publiqué mi primera novela, en parte resultado de esa lucha caótica entre
obsesiones, alucinaciones personales y el casi imposible fenómeno de la
comunicación de un mundo fantasmagórico que puede ser muy significativo para
uno pero no para el resto. Estoy seguro que si en algo he logrado comunicarme
con los demás usando o usurpando ese arte sagrado que es la literatura, fue
gracias a sucesivas mutilaciones: la comunicación de las emociones más
profundas apenas se da en un estrecho espacio común entre las locuras propias y
las particularidades ajenas. Así, un escritor de ficción que publica tiene que
convertirse en un fabulador doble en el sentido de que debe ser verosímil para
poder decir apenas un poco de toda la verdad que vive debajo de una superficie
razonable.
Gracias a esa novelita
conocí en pocos meses a varios periodistas jóvenes, cuya amistad conservo hasta
el día de hoy. Un día, uno de ellos me pidió que escribiese un artículo sobre
el tema de una conversación que habíamos tenido, advirtiéndome que solo
disponía de un espacio de cuatro mil palabras. Nunca me imaginé que, para
desdicha de tantos lectores, ese iba a ser el primer artículo de muchos cientos
que llevo publicados hasta hoy. De vez en cuando descubro que muchos de ellos
han sido republicados en diarios y revistas, a veces firmados por error con
otros nombres. Normalmente me basta con leer dos frases para saber si las
escribí yo o alguien más, aunque hayan pasado quince años. Siempre excuso estos
errores pero me cuido de protestar, con cierto éxito, cuando descubro mi nombre
en artículos que nunca escribí. No es justo secuestrar méritos ni hacerse
responsable de las locuras ajenas.
A fines del siglo,
todavía se podían encontrar artículos de cuatro o cinco mil palabras en
publicaciones no académicas. Al poco tiempo pude sentir, más allá de
comprender, el beneficio didáctico de reducir largos ensayos a este número que
al principio parecía tan avaro.
Por la vuelta de los
primeros tres o cuatro años del siglo XXI, los editores ya habrían aumentado
sus exigencias de cuatro mil a dos mil palabras. Recuerdo un importante diario
mexicano que una vez me devolvió mi habitual artículo semanal porque pasaba de
las 1.800 palabras. Amablemente, me sugirieron llevarlo hasta ese número. Así
lo hice, seguro de que la brevedad es una forma de amabilidad, y continué
publicando allí y en otros diarios del continente, que aparentemente se
sintieron más cómodos con el nuevo formato.
Pocos años después el
número sagrado se había encogido a 1.200, lo cual coincidía con el estándar del
continente y uno o dos años más tarde a solo mil palabras.
No hace
mucho, uno de los medios más leídos del mundo me pidió cuatro veces que
redujera un artículo solicitado hasta 800 palabras. La primera vez les envié el
artículo de mil palabras. Me respondieron que hiciera un esfuerzo para llevarlo
a 850. Les envié otro de 900, asumiendo cierta flexibilidad. Rechazado. En otro
momento, hubiese renunciado a enviar otra versión, pero me interesaba mucho dar
a conocer el tema del cual trataba el disputado artículo. Perdido por perdido,
lo mutilé hasta hacerlo entrar en 850 palabras. Naturalmente, fue publicado.
A la fecha de hoy, el
nivel de flotación de los artículos de opinión anda por las ochocientas
palabras, y descontando.
Ahora, al igual que
para los editores de folletos y panfletos que llenan nuestros buzones y de los
best-sellers que se venden por kilogramo, esta dramática e ilimitada reducción
de los textos en los actuales medios masivos no se debe a un problema de
espacio, como ocurría desde los antiguos egipcios y sumerios, pasando por los
amanuenses de convento, los incunables, los herejes hermeneutas, los
enciclopedistas franceses y todas las publicaciones periódicas en papel desde
siglo XVIII al XX. Se debe al Nuevo Lector.
No pretendo poner de
modelo de lectura a un ladrillo como el Ser y la
Nada de Sartre, aunque lo recomiendo al menos como ejercicio
intelectual. El problema es que cada día los lectores tenemos más cosas a las
que prestar atención. Casi todas ellas distracciones; casi todas, estímulos
fallidos. No tenemos más opciones que antes; eso es adolescentemente falso.
Sólo tenemos más distracciones y, en consecuencia, más necesidades de
interrumpir algo que apenas comenzamos.
Pero el
día de los hombres y de las mujeres sigue teniendo veinticuatro horas. Las
mismas veinticuatro horas de un lector de Flaubert y de Dostoievsky, de Kafka y
de Ernesto Sábato. Por consiguiente, tenemos el mismo tiempo para ocuparnos de
más cosas y llegar al fondo de ninguna.
Me temo que el
jibarismo que está sufriendo la literatura periodística no se debe a la calidad
sino a ciertas carencias del Nuevo Lector (aparte de un orgullo ciego y
autocomplaciente, casi siempre apoyado en la excusa generacional, que le impide
cualquier autocrítica). No se debe al arte de la síntesis sino al de la
mutilación.
Me temo que el
ejercicio de reducir, pronto se convertirá en un esfuerzo por estirar una idea
hasta 140 caracteres. Probablemente sobren 10 o 20. Probablemente el Nuevo
Pensamiento se las arregle bastante bien con un par de emoticones. :/
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