Por Vicente Verdú
Desde el
principio mismo del periodismo, todos los veranos se ha ofrecido a los lectores
algún sonado culebrón que, sin ser falso del todo, resultara especialmente
distraído. En el pasado los veranos carecían, en general, de noticias bomba
(olvídese Hiroshima) y en la vacación crecían toda clase de monstruos del Lago
Ness que suplían la falta de otras carnazas mediáticas.
La Gran Crisis,
sin embargo, con su incesante superproducción de apocalipsis habría bastado
este año para llenar las enflaquecidas páginas de los diarios, pero hastiado ya
el público de tanta amargura económica una menuda anécdota risueña como la
birriosa restauración del Ecce Homo en la iglesia de la Misericordia de Borja,
en Zaragoza, ha dado la vuelta al mundo.
Simultáneamente
a esta cómica peripecia a cargo de una anciana tan beata como inocente han
ocurrido millones de hechos tanto o más chistosos en todo el planeta. La razón,
no obstante, de que haya cundido esta historieta en Internet y a lo largo de
más de 130 países no es otra que el efecto explosivo del bodrio actual que lo
mismo hace un tesoro de un best-seller que una carga nuclear de un error
económico o político. En definitiva, todo depende de la misma arbitrariedad de
un mundo sin orden moral o cultural y de su consecuente capacidad para
convertir sin mesura un particular desajuste en general epidemia.
Pero siendo esto
así, el hecho de que precisamente una abuela protagonizara el actual estropicio
aumenta el interés del caso. Los jóvenes no interesan ya como interesaban: no
solo se encuentra parados en más del 50% dentro de España sino que, en general,
se les tiene por una generación perdida. Perdida y no hallable en ningún templo
de sabios. Perdida en el seno de la crisis y desacreditada como alternativa a
casi todo. Ahora, inesperadamente, son los viejos, desde Hessel a José Luis
Sampedro, desde Bauman a pintoras suprematistas, quienes llaman la atención
como alternativas. No es seguro que sepan mucho más respecto a los remedios ni
sirvan realmente como opciones eficaces, pero la palmaria ineficiencia de las
nuevas generaciones contribuye a su visibilidad y a la fe en sus mensajes.
El caso de
Cecilia Giménez, la apasionada y humilde pintora aragonesa que con su audacia
ha causado el mayor daño imaginable (imaginario) al ya torturado Ecce Homo que
pintó en el siglo XIX un mediocre artista de Requena no tiene importancia
artística alguna. Más bien si se trata de explicar su clamoroso éxito en las
redes sociales y desde Le Monde al New York Times online lo significativo es la
victoria de la máxima banalidad en el centro de lo sublime. La mofa
involuntaria de lo divino trufada, sin embargo, de la más acendrada fe.
En el conspicuo
circuito de la estética, lo feo muy feo llega a derivar en lo grotesco y lo
grotesco se emparenta, al final, con lo risible. De modo que lo que fuera un
malestar para el alma pasa a ofrecerle un bienestar y de provocar rechazo llega
a suscitar simpatía. Ocurre, de modo parecido, con lo solemne o tenido por
excepcionalmente sagrado. Su probable exageración lo aproxima a la
grandilocuencia y lo que parecía muy lleno gira hacia lo vacuo.
Casi todo esto
lo ha logrado involuntariamente la buena Cecilia. Su afán de embellecer un
Cristo deteriorado por la humedad y el salitre ha producido, como efecto de su
santa audacia, una irreverente caricatura del Hijo de Dios, más feo que Picio.
¿Blasfemia? La
blasfemia ha perdido relevancia social, aunque a la Iglesia todavía le sirva
para teatralizar escándalos. La Red, como patrón general del nuevo y extraño
valor de las cosas, es el nuevo Dios sin religión alguna. Todos los blasfemos,
empezando por Madonna y siguiendo por el modo de cocinar al Crucificado, son
necesariamente religiosos. Tienen en su ánimo la intención de profanar porque
todavía son creyentes. La Red no es ni Dios ni el Anticristo. Liga sin religión.
En este caso y en todos los demás la Red goza con los enlaces y posee una naturaleza tan peculiar e inédita que en su malla se va conformando un ciudadano imprevisto. Contra la idea de que el mundo se ha infantilizado y el adulto se comporta ahora como un niño, la red pone de manifiesto un modelo de individuo que, tras la cultura de consumo, se ha convertido no en un tipo pueril sino, ante todo, cínico. Al niño (infans) se le conoce porque no puede hablar, pero el ser de la Red es ante todo locuaz, expresivo y facundo. La Red no es sino una textura vibrante, tan ensordecedora como zumbante.
Desde ese medio
el hecho se propaga a través de una dinámica multípara. El ejemplo actual del
miedo difundido y contagiado a todo el mundo lo rubrica. Se extiende en lo
económico como una sustancia que lo embadurna todo. Pero no pega entre sí a los
individuos sino que, por el contrario, los distancia. Crea desconfianza y
multiplica la inquietud. Frente a esa fuerza del pavor, el humor es su
antagonista. Mucho miedo, demasiado miedo a granel, llevaría —como sucede en no
pocas películas de terror— a la histeria de la risa. Pero un miedo bien
administrado como en estos tiempos de crisis segrega un caldo nauseabundo.
Mientras el miedo ahuyenta, el humor aproxima.
Ellos son los
dos grandes factores de la comunicación, tal como la red patentiza de distinta
manera. La publicidad, todo el marketing, conoce de sobra la importancia
esencial de hacer reír y el poder político se fortalece en hacerse temer.
Mientras el miedo captura, el humor cautiva.
Millones de otros sainetes, cómicos o pánicos, podrían haber sido protagonistas del culebrón veraniego. Si a este le ha tocado la lotería (aunque la autora ha sido internada con espasmos de ansiedad) es porque la lotería toca y de su posible efecto inesperado nos contagiamos todos.
¿Derechos de
propiedad intelectual? No es el asunto más grave pero sí altamente
representativo. Toda copia, y tanto más cuanto peor es, descubre la debilidad o
los defectos estructurales del original venerado. Como consecuencia, el
original queda vergonzosamente al desnudo. El mito desmitificado.
El nuevo tipo humano que se deducirá de la Red y tras haber sido adiestrado intensamente en la cultura de consumo y en el ejercicio de la copia será, probablemente, más cínico, más irónico y, a la vez, más planetariamente urbano.
Lo universal
puede traducirse en una pequeña parroquia zaragozana así como la desaparición
de Madeleine en Portugal se convierte en una pesquisa de todo el mundo. La Red
no sólo nos enreda: deshace la escala y también las jerarquías.
La acción a con
la que la octogenaria Cecilia Giménez convirtió una suerte de Cristo de Limpias
en una basura es inversa a la introducción del azafrán de aquella marca
tradicional en el guisado casero. Lo uno y lo otro, el aquí y el más allá, el
saber y el sabor, se entremezclan en la misma olla.
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