Textos de Fernando Herrera


Cuaderno de las cicatrices


 Fernando Herrera/ Poeta y narrador colombiano


Bajo el laborioso artesonado de resecas maderas de la plaza de mercado, en las mesas desvencijadas de los comedores custodiados por poyos de baldosines de esmalte, me siento a almorzar. Muy pronto  llegan dos policías de la estación vecina y se sientan en la misma mesa. Uno de ellos, el más joven, saluda con amabilidad, mientras conversa con el otro.  Ése está de civil, aunque es claro  que es policía. Tal vez si no estuviera acompañado por el otro no sería tan evidente  su condición, y es  en cambio, hosco y no saluda. Yo estoy en la cabecera de la mesa, de tal manera que quedo mirando sus perfiles. Mientras ambos toman su humeante sopa y cruzan palabras, me doy cuenta de las cicatrices que bordan la  garganta y el cuello del más viejo.  Tienen el  recorrido caprichoso de las esquirlas hirvientes, y la marca brillante en la piel del fuego apagado.
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En la fila del banco, detrás de mí, un hombrecito risueño, me conversa.  Tiene un hoyo debajo de la quijada, justo donde el maxilar dobla para hacer ángulo y volverse mentón. Si se viera así nada más, podría decirse que es el rastro de una operación; pero en el otro lado del cuello, dos leves trazos  en relieve de cuchilladas en la carne, hacen saber de la furia del combate.
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En una cornisa de la cordillera, allí donde la niebla apenas se detiene, está la cantina en la que atiende el hombre. Queda en una carretera secundaria bajando de Fredonia  hacia Puente Iglesias, abajo, en el Cauca. El cantinero es  amable, pero sus marcas nos dejan saber que  una noche tal vez no lo fue tanto: sus dedos no son rectos, y un tajo en la cara hace que sonría siempre. No es una sola, son varias las marcas que hablan de esa noche en la que tuvo que huir, arrastrándose herido, falda abajo por entre los cafetales, llenándose de tierra las heridas, hasta quedar medio muerto  junto a la quebrada donde lo encontraron.
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El joven negro que limpia vidrios en el semáforo  ¿qué noche tuvo para merecer esas marcas? Su cuerpo es esbelto, con las justas proporciones que marcó la selva en el trajinar de las maderas. Pero hubo un día de cuchillo.  Un desacuerdo cualquiera que dejó huellas en sus brazos para siempre. ¿Cómo sería el alboroto, cómo sangrarían los tajos, cómo brillaría la sangre en la noche en medio del círculo que animaba la pelea, cómo quedaría el
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El negro Zuluaica  usaba sombrero de caña y carriel y andaba descalzo.  Sus antepasados debieron ser esclavos libertos de algún vasco que seguía el aluvión en esas cordilleras. Unos dientes color crema  parejitos sonreían siempre debajo del bigote entrecano. Después del cúbito y el radio, su mano derecha estaba cercenada. Con ese muñón  sostenía la tapa de carriel mientras  hacía sus consultas. Saludaba a mi padre  por su nombre sin anteponer el don o el doctor.  Él me contó un día cómo el Negro Zuluaica había abierto una finca con sus propias manos, cerca de río Nare, descuajando monte con un hacha.  Algo de oro sacaba también  en las quebradas, barequeando. Una noche llegaron a robarle, y como no dijo nada, le cortaron la mano de un solo machetazo. Después se fueron llevándose los pocos castellanos que él tenía amarrados en un trozo de tela, para comprar el bastimento el domingo en el pueblo.
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Al comienzo  no supo qué pasaba.  Estaba en medio del tumulto subiendo al bus que acababa de llegar y sintió de pronto un ensordecimiento, como un par de ventosas en las orejas, y luego un griterío. El muchachito rapaz ya corría entre el gentío. Y luego sintió las gotas tibias cayendo sobre los hombros, y al llegar a la casa, vio en el espejo los lóbulos rasgados y la ausencia de la filigrana de los zarcillos de oro de Mompox, que le había traído su hija hacía  un año y medio.
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No es sólo su actitud hosca y algo desafiante lo que se percibe aun sin ver su cara. Un aire de brutalidad lo rodea y sus ropas, aunque no están enteramente sucias, tampoco están limpias. Algo pide en un restaurante barato -  sin duda un mendrugo - pues ya ha comenzado a trajinar  los territorios sórdidos y obligados del mendigo. De repente, vemos la cicatriz perfecta que se inicia en el comienzo de la mejilla, arriba y, pasando cerca del lóbulo de la oreja, termina en el cuello. Resulta inverosímil lo recto del trazo que hizo en su recorrido el cuchillo, como siguiendo el borde de una regla.
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Bajo la sombra ociosa de los mangos, y cerca del  curso arremolinado del río, en el bochorno del puesto de frutas de la carretera, observo al hombre que pone las sandías en el auto. Sus manos sin dedos son como las palmas de una foca. ¿En qué instante tuvo esa distracción? ¿Cómo fue que no atinó  a arrojar la dinamita en la corriente turbia y dudó de la lumbre de la mecha? Odiosa mañana de ironía en la que sus falanges trizadas fueron a ser pasto de los bagres.
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De pronto se agrió la discusión con los del sindicato. Alguien dijo no sé qué cosa y de los abucheos el asunto pasó a los silletazos. La única alternativa fue correr y, al cerrar la puerta, cuando ya se creía a salvo, sintió el planazo de la rula que le hendió la carne de la cara, desde la oreja hasta la comisura del labio. No supo cómo salió vivo, pataleando desde el suelo, defendiéndose.
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Las aguas de la fuente se habían roto hacía rato. El cuerpo palpitaba en cada estertor. La dilatación y las contracciones llevaban su curso obligado. Pero el médico tenía una cena, así que el alumbramiento fue por una cesárea apresurada. En el vientre adorable quedó, como una tachadura en una  página perfecta  - cerca del ombligo – el trazo torpe del bisturí.


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