Tres cuentos de Anabelle Aguilar Brealey




EL MATARIFE

Pensaba que cuando a mi padre lo llamaban matarife, era porque poseía un título nobiliario, o que era algo así como un alarife.

Mi madre lavaba  los delantales que él usaba, dándoles contra una enorme piedra que había a la orilla del riachuelo. Cubiertos de sangre coagulada, dejaban el agua espumosa y rosada. El blanco de la tela se iba percudiendo y al final, ella los tiraba a la pirámide de basura que había en el patio de la casa. A veces papá usaba unos mandiles  de cuero que eran más resistentes y que  se limpiaban con un cepillo de cerdas de metal.

Siempre disfrutábamos en casa de carne fresca, recién muerta. No había en el rastro matanza ritual, no se evitaban los dolores excesivos. A veces abrían un boquete en el cráneo del animal, otras veces se le daban un cuchillazo en el medio de los ojos, no sin antes usar el astil, para no fallar.  Cuando se le perforaba la arteria, veíamos a multitud de  niños hacer fila con sus padres, cada uno llevaba un jarro de peltre esperando a que brotara la sangre para tomarla caliente y espesa, mientras la bestia movía la cabeza de un lado a otro y  parpadeaba, sin darse cuenta de que enseguida  la invadiría la cadaverina. Papá nos decía que aquellos eran gente pobre y débil, que consideraban a ese líquido un gran alimento. Nos aclaraba que nosotros no teníamos esa necesidad, y que nunca  íbamos a pasar escasez mientras él estuviera.

No pasó mucho tiempo y murió mi padre con el corazón reventado. Siempre decía que para soportar la muerte había que estar borracho. Ese día tomó como nunca y allí quedó con los botones de su camisa en la mano apretada contra el pecho y un rictus en la boca.

Mis manos eran pequeñas y ásperas pero más pequeñas eran las de mis hermanos. Tomé un balde y me dirigí al matadero. Se rieron al verme. Me sentí como en la zona del aturdimiento, pero con determinación pedí trabajo. El estómago del animal era azuloso grueso y peludo por dentro. Los pelos de aquella panza eran de carne. Estaban llenos de desechos  húmedos y malolientes. Metía mi mano entre ellos para expulsar lo más grueso. Entre mis dedos quedaban a veces gusanos parásitos que me causaban repugnancia y miedo, de noche eran el motivo de mis pesadillas. Después llenaba otro balde más grande con agua de cal, echaba la carne y con un palo más alto que yo, daba vueltas a aquella olla de pudrición, de derecha a izquierda, durante horas. Mientras tanto entonaba muy fuerte la canción de la hormiga con paraguas,  aquella que  salpicaba su falda  en la fuente.  Cuando terminaba, mis enclenques brazos colgaban como los de una marioneta. Sacado el  tejido superficial con un cuchillo pequeño y recto, quedaba la carne  como una tela de terciopelo de color crema pálido. Inodora estaba cuando acercaba mi nariz. Más tarde la vendía de puerta en puerta, llevando en mi mano el peso exacto de cada libra. Las mujeres de delantales pulcros salían con sus centavos, agradecidas. No había nadie con un esmero como el mío por la excelencia  del producto.

Me alejé de la carne cuando comenzó a producirme repugnancia y la velocidad con que el rodillo sacaba la piel del animal hasta dejarlo despellejado me causaba desmayos. Hilo ahora  alfombras con diseños de pájaros y de amantes, que reposan en jardines edénicos con datileros de colores armenios. Son  telas  de una perfección inusitada que huelen a perfumes orientales. Los puntos son diminutos porque aunque  adulta, mis manos no crecieron nunca y dan solo para eso.

FUERA DE CONTEXTO

Sé que tengo que ir, pero ahora no quiero. Por eso tomé el metro en la dirección contraria, no fue a propósito, pero algo me funcionó mal. Me quedé ensimismada contemplando al hombre que venía sentado al frente. Los pies demasiado juntos, las botas excesivamente grandes y lustradas, la camisa blanca y abotonada hasta el cuello. Llevaba entre sus manos un ramillete de florecillas silvestres de largos tallos y un sombrerito negro y pequeño. Nadie lo miraba quizás por vergüenza o porque no lo notaron. Demasiadas preocupaciones tendrían para percibir a alguien así. Cuando anunciaron la próxima estación ambos nos paramos asustados, nos bajamos y nos montamos en el tren correcto. Nos volvimos a sentar de frente. “Seguro que las florecillas son para su novia o para su madre muerta” -pensé.

En el andén encontré a Cornelia anotando algo en su libreta, el olor a grafito me recordó los días escolares. Desganada la saludé y subimos con el sonido de unas escaleras mecánica oxidadas, hasta la selvática ciudad.

Avanzamos por la avenida colmada de buhoneros y de autobuses que echaban humo. Los indigentes se desperezaban en la acera. Una de ellas daba de comer a su perro, quien sacaba tan solo la cabeza blanca y negra de  debajo de una cobija  deshilvanada.

Pasó un hombre con un gorro de lana y guantes a rayas quien  como animal de carga tiraba de  un carretón con troncos de madera gruesos y  demasiado largos. Un uniformado lo paró para pedirle el permiso de circulación, pero el hombre le explicaba algo, gesticulando muy molesto. El uniformado tomaba nota y quería hacerle entender que en la ciudad no estaba permitida la circulación de esos vehículos desde hacía cincuenta años, menos con ese cargamento. Yo apenas podía oír debido a  los gritos del tirano, quien trataba de convencer a todos a través de la intensidad, el timbre y la altura de una voz deplorable.

Unos hombres colorados lavaban las aceras y las calles con agua de cloro. Pensé que las cosas estaban mejorando, lavarle la cara a la ciudad era un buen síntoma. En el túnel subterráneo el olor a cloro era insoportable, pero no se oía  la voz del tirano. Prefería asfixiarme en cloro y tomé a Cornelia por un brazo sin  preguntarle siquiera.

Salí a la calle, respirando a medio pulmón. Me vino a la mente que esas mismas calles las había recorrido yo con un mar de gente. Mi corazón y mis zapatos hervían ese día  de indignación. Después del primer acto se cerró el telón y al abrirse, unos hombres nos dispararon tras una cortina de humo. Desde aquel puente venían las ráfagas. Los francotiradores hacían su oficio desde las azoteas donde algunos perros de guerra rugían con furia. La sangre era verde y amarilla y estaba caliente. Los cuerpos corrían despavoridos, pero algunos reían de muerte. El reloj no me dio la hora, pero era casi el ocaso, la hora de la embestida. El telón se cerró de nuevo y yo quedé detrás, sentada en el suelo, encima de restos de helado, sudor, orina y excrementos. Yo, una muñeca de tela, rellena de paja,  torpe y desvalida, participante de una guerra donde no llevaba  uniforme camuflado ni bayoneta. Los organizadores acomodaron en el entreacto las bambalinas, también cambiaron la música por otra que carecía del lirismo grave y poderoso; inexistente también la armonía. Los magos tragaban sables, clavos y hojas de afeitar. Un ilusionista transformaba a los criminales en héroes coloreando sus cuerpos de dorado y coronándolos con hojas de  laurel. Los espectadores contratados, eran unos desventurados enanos mudos que abrían mucho los ojos como queriendo hablar. 

La voz del tirano se oyó de nuevo por el parlante. Caminé sin rumbo. “Ya no eres la misma”-me dijo Cornelia.   “¿Adónde es que íbamos?”- le pregunté yo.

 
ERRÁTICA

Se apagó el último relámpago. La noche quedó oscura, ocurrió de repente, como la buena muerte. Entonces salí, la tormenta había sido seca, persistente. Desconfío cuando no hay lluvia, porque con el  agua todo es distinto. 

No pretendía ser sabia, ni inocente,  llevaba solo  el dolor de existir, en medio de la violencia más atroz. Caminé por las avenidas una y otra vez con mis pies descalzos,  llevaba una bandera blanca. Al principio, flores naturales adornaron  mis brazos, olía yo a malva y a jazmín.  Más tarde, telas de araña  crecieron en  mis palmas. Me senté en media calle sobre una esterilla, no me hacía falta el alimento.  Sostuve con mis manos la foto de Gandhi, durante cinco millones ciento ochenta y cuatro segundos. Se burlaron de mí los mendigos desdentados y los niños de la calle, que  hacían  piruetas con fuego. Los carros me esquivaban, mientras los conductores me gritaban improperios.

Salieron las cucarachas de las cloacas  y el estercolero circundó el río. A rastras me llevaron a la cárcel porque las letras impresas que circulaban clandestinamente  enfurecieron al sanguinario déspota. Ellos me hicieron tragar el pesado mercurio. Aplicaron torniquetes, hasta que mis dedos lloraron. Pensaron que así gangrenarían mi ser y me dominarían. Inconsciente me sacaron en un barco. “Mandemos a esta loca al mismísimo  infierno” -vociferaron.

El infierno era desolado, anónimo. Me habían arrancado de cuajo de mi querencia.   Taciturna, sin patria,  cantaba a solas la melodía de la  misma canción. No había letras, menos palabras. El infierno era frío, gélido. Los habitantes enfundados en abrigos, caminaban como sombras sin cabeza. Aquella mañana, mis cabellos recién lavados, gotearon. Al cruzar la calle noté que mis rizos se habían convertido  en estalactitas de hielo. Estas  se quebraron,  cayendo con estrépito en la acera, mientras mi cráneo desnudo brillaba sin luz. Mi dedo índice corrió la misma suerte, después de ser un sufriente crónico. Descansó seis meses en una caja de galletas vacía, hasta que decidí enviarlo a mi familia para que lo enterraran. Ellos lo sembraron por compasión  y le echaron abono.  En el primer invierno dio tallos con movimientos geotrópicos.  Más tarde produjo  flores de jacinto, de un color ambiguo y estival. Ha sido por años el único testigo de mi pedazo muerto, el único trozo repatriado, mientras que el resto espera. 

¿Por qué no le cortarán el dedo índice  al tirano? El siniestro índice. El dedo acusador con que señala a los disidentes, mientras suelta baba su boca enorme. Eso sí  sería justicia.


*Anabelle Aguilar Brealey, escritora y poeta costarricense domiciliada en Venezuela. Autora de una amplia obra. De su libro Errática.

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