EL
MATARIFE
Pensaba que cuando
a mi padre lo llamaban matarife, era porque poseía un título nobiliario, o que
era algo así como un alarife.
Mi madre
lavaba los delantales que él usaba,
dándoles contra una enorme piedra que había a la orilla del riachuelo.
Cubiertos de sangre coagulada, dejaban el agua espumosa y rosada. El blanco de
la tela se iba percudiendo y al final, ella los tiraba a la pirámide de basura
que había en el patio de la casa. A veces papá usaba unos mandiles de cuero que eran más resistentes y que se limpiaban con un cepillo de cerdas de
metal.
Siempre
disfrutábamos en casa de carne fresca, recién muerta. No había en el rastro
matanza ritual, no se evitaban los dolores excesivos. A veces abrían un boquete
en el cráneo del animal, otras veces se le daban un cuchillazo en el medio de
los ojos, no sin antes usar el astil, para no fallar. Cuando se le perforaba la arteria, veíamos a
multitud de niños hacer fila con sus
padres, cada uno llevaba un jarro de peltre esperando a que brotara la sangre
para tomarla caliente y espesa, mientras la bestia movía la cabeza de un lado a
otro y parpadeaba, sin darse cuenta de
que enseguida la invadiría la
cadaverina. Papá nos decía que aquellos eran gente pobre y débil, que
consideraban a ese líquido un gran alimento. Nos aclaraba que nosotros no
teníamos esa necesidad, y que nunca
íbamos a pasar escasez mientras él estuviera.
No pasó mucho
tiempo y murió mi padre con el corazón reventado. Siempre decía que para
soportar la muerte había que estar borracho. Ese día tomó como nunca y allí
quedó con los botones de su camisa en la mano apretada contra el pecho y un
rictus en la boca.
Mis manos eran
pequeñas y ásperas pero más pequeñas eran las de mis hermanos. Tomé un balde y
me dirigí al matadero. Se rieron al verme. Me sentí como en la zona del
aturdimiento, pero con determinación pedí trabajo. El estómago del animal era
azuloso grueso y peludo por dentro. Los pelos de aquella panza eran de carne.
Estaban llenos de desechos húmedos y
malolientes. Metía mi mano entre ellos para expulsar lo más grueso. Entre mis
dedos quedaban a veces gusanos parásitos que me causaban repugnancia y miedo,
de noche eran el motivo de mis pesadillas. Después llenaba otro balde más
grande con agua de cal, echaba la carne y con un palo más alto que yo, daba
vueltas a aquella olla de pudrición, de derecha a
izquierda, durante horas. Mientras tanto entonaba muy fuerte la canción de la
hormiga con paraguas, aquella que salpicaba su falda en la fuente.
Cuando terminaba, mis enclenques brazos colgaban como los de una marioneta.
Sacado el tejido superficial con un
cuchillo pequeño y recto, quedaba la carne
como una tela de terciopelo de color crema pálido. Inodora estaba cuando
acercaba mi nariz. Más tarde la vendía de puerta en puerta, llevando en mi mano
el peso exacto de cada libra. Las mujeres de delantales pulcros salían con sus
centavos, agradecidas. No había nadie con un esmero como el mío por la
excelencia del producto.
Me alejé de la
carne cuando comenzó a producirme repugnancia y la velocidad con que el rodillo
sacaba la piel del animal hasta dejarlo despellejado me causaba desmayos. Hilo
ahora alfombras con diseños de pájaros y
de amantes, que reposan en jardines edénicos con datileros de colores armenios.
Son telas de una perfección inusitada que huelen a
perfumes orientales. Los puntos son diminutos porque aunque adulta, mis manos no crecieron nunca y dan
solo para eso.
FUERA
DE CONTEXTO
Sé que tengo que
ir, pero ahora no quiero. Por eso tomé el metro en la dirección contraria, no
fue a propósito, pero algo me funcionó mal. Me quedé ensimismada contemplando
al hombre que venía sentado al frente. Los pies demasiado juntos, las botas
excesivamente grandes y lustradas, la camisa blanca y abotonada hasta el
cuello. Llevaba entre sus manos un ramillete de florecillas silvestres de
largos tallos y un sombrerito negro y pequeño. Nadie lo miraba quizás por
vergüenza o porque no lo notaron. Demasiadas preocupaciones tendrían para
percibir a alguien así. Cuando anunciaron la próxima estación ambos nos paramos
asustados, nos bajamos y nos montamos en el tren correcto. Nos volvimos a
sentar de frente. “Seguro que las florecillas son para su novia o para su madre
muerta” -pensé.
En el andén
encontré a Cornelia anotando algo en su libreta,
el olor a grafito me recordó los días escolares. Desganada la saludé y subimos
con el sonido de unas escaleras mecánica oxidadas, hasta la selvática ciudad.
Avanzamos por la
avenida colmada de buhoneros y de autobuses que echaban humo. Los indigentes se
desperezaban en la acera. Una de ellas daba de comer a su perro, quien sacaba
tan solo la cabeza blanca y negra de
debajo de una cobija
deshilvanada.
Pasó un hombre con
un gorro de lana y guantes a rayas quien
como animal de carga tiraba de un
carretón con troncos de madera gruesos y
demasiado largos. Un uniformado lo paró para pedirle el permiso de
circulación, pero el hombre le explicaba algo, gesticulando muy molesto. El
uniformado tomaba nota y quería hacerle entender que en la ciudad no estaba
permitida la circulación de esos vehículos desde hacía cincuenta años, menos
con ese cargamento. Yo apenas podía oír debido a los gritos del tirano, quien trataba de convencer
a todos a través de la intensidad, el timbre y la altura de una voz deplorable.
Unos hombres
colorados lavaban las aceras y las calles con agua de cloro. Pensé que las
cosas estaban mejorando, lavarle la cara a la ciudad era un buen síntoma. En el
túnel subterráneo el olor a cloro era insoportable, pero no se oía la voz del tirano. Prefería asfixiarme en
cloro y tomé a Cornelia por un brazo sin
preguntarle siquiera.
Salí a la calle,
respirando a medio pulmón. Me vino a la mente que esas mismas calles las había
recorrido yo con un mar de gente. Mi corazón y mis zapatos hervían ese día de indignación. Después del primer acto se
cerró el telón y al abrirse, unos hombres nos dispararon tras una cortina de
humo. Desde aquel puente venían las ráfagas. Los francotiradores hacían su
oficio desde las azoteas donde algunos perros de guerra rugían con furia. La
sangre era verde y amarilla y estaba caliente. Los cuerpos corrían
despavoridos, pero algunos reían de muerte. El reloj no me dio la hora, pero
era casi el ocaso, la hora de la embestida. El telón se cerró de nuevo y yo
quedé detrás, sentada en el suelo, encima de restos de helado, sudor, orina y
excrementos. Yo, una muñeca de tela, rellena de paja, torpe y desvalida, participante de una guerra
donde no llevaba uniforme camuflado ni
bayoneta. Los organizadores acomodaron en el entreacto las bambalinas, también
cambiaron la música por otra que carecía del lirismo grave y poderoso;
inexistente también la armonía. Los magos tragaban sables, clavos y hojas de
afeitar. Un ilusionista transformaba a los criminales en héroes coloreando sus
cuerpos de dorado y coronándolos con hojas de
laurel. Los espectadores contratados, eran unos desventurados enanos
mudos que abrían mucho los ojos como queriendo hablar.
La voz del tirano
se oyó de nuevo por el parlante. Caminé sin rumbo. “Ya no eres la misma”-me
dijo Cornelia. “¿Adónde es que
íbamos?”- le pregunté yo.
No pretendía ser sabia, ni inocente, llevaba solo el dolor de existir, en medio de la violencia más atroz. Caminé por las avenidas una y otra vez con mis pies descalzos, llevaba una bandera blanca. Al principio, flores naturales adornaron mis brazos, olía yo a malva y a jazmín. Más tarde, telas de araña crecieron en mis palmas. Me senté en media calle sobre una esterilla, no me hacía falta el alimento. Sostuve con mis manos la foto de Gandhi, durante cinco millones ciento ochenta y cuatro segundos. Se burlaron de mí los mendigos desdentados y los niños de la calle, que hacían piruetas con fuego. Los carros me esquivaban, mientras los conductores me gritaban improperios.
ERRÁTICA
Se apagó el último
relámpago. La noche quedó oscura, ocurrió de repente, como la buena muerte.
Entonces salí, la tormenta había sido seca, persistente. Desconfío cuando no hay lluvia, porque con el agua todo es distinto.
No pretendía ser sabia, ni inocente, llevaba solo el dolor de existir, en medio de la violencia más atroz. Caminé por las avenidas una y otra vez con mis pies descalzos, llevaba una bandera blanca. Al principio, flores naturales adornaron mis brazos, olía yo a malva y a jazmín. Más tarde, telas de araña crecieron en mis palmas. Me senté en media calle sobre una esterilla, no me hacía falta el alimento. Sostuve con mis manos la foto de Gandhi, durante cinco millones ciento ochenta y cuatro segundos. Se burlaron de mí los mendigos desdentados y los niños de la calle, que hacían piruetas con fuego. Los carros me esquivaban, mientras los conductores me gritaban improperios.
Salieron las
cucarachas de las cloacas y el
estercolero circundó el río. A rastras me llevaron a la cárcel porque las
letras impresas que circulaban clandestinamente
enfurecieron al sanguinario déspota.
Ellos me hicieron tragar el pesado mercurio. Aplicaron torniquetes, hasta que
mis dedos lloraron. Pensaron que así gangrenarían mi ser y me dominarían.
Inconsciente me sacaron en un barco. “Mandemos a esta loca al mismísimo infierno” -vociferaron.
El infierno era desolado, anónimo. Me habían arrancado de cuajo de mi
querencia. Taciturna, sin patria, cantaba a solas la melodía de la misma canción. No había letras, menos palabras. El infierno era
frío, gélido. Los habitantes enfundados en abrigos,
caminaban como
sombras sin cabeza. Aquella mañana, mis cabellos recién lavados,
gotearon. Al cruzar la calle noté que mis rizos se habían convertido en estalactitas de hielo. Estas se quebraron,
cayendo con
estrépito en la acera, mientras mi cráneo
desnudo brillaba sin luz. Mi dedo índice corrió la misma suerte, después de ser
un sufriente crónico. Descansó seis meses en una caja de galletas vacía, hasta
que decidí enviarlo a mi familia para que lo enterraran. Ellos lo sembraron por
compasión y le echaron abono. En el primer invierno dio tallos con
movimientos geotrópicos. Más tarde
produjo flores de jacinto, de un color
ambiguo y estival. Ha sido por años el único testigo de mi pedazo muerto, el
único trozo repatriado, mientras que el resto espera.
¿Por qué no le
cortarán el dedo índice al tirano? El
siniestro índice. El dedo acusador con que señala a los disidentes, mientras
suelta baba su boca enorme. Eso sí sería
justicia.
*Anabelle Aguilar Brealey, escritora y poeta costarricense domiciliada en Venezuela. Autora de una amplia obra. De su libro Errática.
Comentarios
Publicar un comentario