CARTAS A MAGDALENA



Por Aladar Temeshy

Será todo más fácil de entender si confesáramos, simplemente, nuestro miedo…

La balsa de piedra – José Saramago

Hace días iba a empezar a escribir esta carta. Ahora ya se me acabaron las excusas, las justificaciones, que debo terminar el capítulo del libro de Saramago “El hombre duplicado”, ver mi correo, llamar por teléfono al editor quien me repetirá que mi libro saldrá ya, es cosa de la carátula, o el abogado con su promesa legal, seria y repetida por ocho años que la próxima semana tendrá una sorpresa maravillosa. Se me acabaron las semanas y las excusas. Se me está acabando la vida. Para no preocuparme por esto y no vestirme de luto, me puse frente a la computadora, ya hace tiempo la uso cómo máquina de escribir con la ventaja de que está dotada con un auto corrector que señala mis deficiencias mecanográficas. Bien, aquí estoy para comenzar la carta a Magdalena.

Para comenzar tengo que irme atrás de años y acontecimientos no tan gratos, pero esto ya es asunto de oficio. Sí, voy hasta las puertas a cerrarse de la segunda guerra mundial cuando la diferencia romántica entre civil, habitante sin armas y soldado, armado hasta los dientes se redujo a un número de cualquier color en las estadísticas, dependiendo del enfoque del autodefinido perdedor ya sin explicaciones estratégicas, o del ganador justificando su “noble” causa.

Sí, ya había bastantes muertos armados y desarmados para completar a los sesenta millones de la cuenta final, cuando el miércoles por la noche, tiempo de pousse café y de bombardeo aéreo para los abstemios, el gran escritor DS dejó su largo silencio y convocó a un conversatorio sobre la vida, en la sede de los trabajadores de la carne. Aparte de los carniceros, conscientes proletarios sin sus delantales blancos con manchas de san2gre del animal sacrificado, fuimos nosotros los jóvenes sin ganas de que nos sacrifiquen y unos trasnochados pacifistas escondidos de la requisa militar patriótica, sin olvidar que todo militar es siempre patriótico. Allí estuvimos esperando, esperando sin saber de qué, cuando el gran hombre dijo la verdad que seguro no quisimos escuchar, “La vida se termina, siempre se termina, nunca cómo y cuándo la queremos, ya que nunca la queremos y, ahora aquí en el final de esta comedia dejaré el escrito de mi silencio, unas cartas a Susana, a mi hija Susana. Es para ella y es para la triste experiencia de los que soñaron con edificios, ciudades, campos arados, que reemplazarán a los ey estará en esta parte del mundo.” Nos leyó la primera carta a su hija Susana. Era aterrador. La verdad en la voz del hombre al hombre, simple y cristalina que sobrepasaba el infernal ruido de los cañones y la gritería de los gloriosos y eternos vencedores del mundo. Los únicos ganadores yacían muertos ya.

El próximo miércoles estuvimos en la sede de los trabajadores de la carne esperándolo y a su segunda carta a Susana. Él no vino. Estaba bajo las ruinas de su casa destruida por un bombardeo que, los noveles arquitectos soñaban sustituir con diseños honestos a la Bauhaus.

La vida se termina…

Quedaron partes, frases y la vivencia con la carta a Susana. Vivencia con Susana, con la hija de él. Nunca más nos encontramos estudiosos presocráticos y carniceros. No había más carta, señales de Susana.

Todo quedó destruido, la sede de los trabajadores de la carne, la ciudad. Entre las ruinas, piedras calcinadas y tiesos cadáveres por las noches sonaba la voz de Él. Fueron trozos de papeles quemados con las palabras de la carta a Susana que dieron vueltas por las esquinas de la ciudad destrozada.

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