Por Eva Feld
Me he hecho amiga de Enrique Vila-Matas pero él no lo sabe. Se supone que para hacer realidad mi primera nueva amistad y probablemente la única del nuevo milenio debería al menos comunícaselo, pero no dispongo de sus coordenadas y he oído de quienes lo conocen que vive en un sofá. Esta magrísima información solo me sirve para acrecentar en mi una desbordante admiración por él. Es decir, mi amistad con él. O es que no es la admiración una premisa fundamental para despertar el amor.
Voy por la lectura de un quinto libro suyo. Nunca leo mas de tres páginas seguidas para que perdure en mí la sensación de haber recibido un e- mail de Enrique. Ya para este momento considero que me he ganado el privilegio de tutearlo y también el de divertirme, discutir, conciliar o jugar con él. Ya le conozco todos los trucos y los resabios, los atajos y los desvíos, los mohines y las muecas de todos sus personajes que no son otros, permítaseme la perogrullada, que él mismo: Él editor, él detective, él escritor, él conferencista, él bebedor penitente, eterno enamorado de Nueva York, lector insaciable de Perec y Auster, por citar a uno en francés y otro en inglés, pero también de Vok, escritor de su invención, como lo es mi nuevo amigo de la mía.
La empatía es otra premisa fundamental, la segunda pata de la mesa de cuatro, sobre la cual se van acumulando sus libros y con ellos las coincidencias que me permiten aprovecharme de mi amistad con él para enumerar, a riesgo de importunarlo, algunos de los hechos reales y ficticios, novelados y reseñados, siempre escritos y nunca orales que hacen que Enrique Vila-Matas tenga que cargar conmigo y con mi amistad por el resto de sus días.
En primer lugar, calzamos la misma talla de zapatos. Valga decir que hemos pateado con la misma intensidad las tres principales ciudades del mundo: Barcelona, París y Nueva York. Y ambos, aunque por motivos diversos, amamos a Venezuela. Cuando él, a comienzos de la década del setenta, llegaba a Paris (en París nunca se acaba, editorial Anagrama) para alojarse en la chambre de bonne de Marguerite Duras para dar pininos de escritor con la Asesina Ilustrada y se enamoraba de Isabel Adjani volando con alas de LSD, resulta que yo también, la de carne y hueso, estaba en París, solo que en la acera de enfrente. Yo no coincidía con Barthes ni con Morin en los cafés del barrio latino, sino que los estudiaba porque quería aprehenderlo todo. Cuando digo todo es todo. Economía, política, estructuralismo, antropología, sociología, psicología, todo. Todo eso junto me parecía entonces más factible que producir literatura, un arte reservado para iluminados. Si aquel incipiente escritor se hubiese topado conmigo entonces, habría huido de mi insoportable intensidad y yo de su preferencia por la bella actriz francesa. Sin embargo, fluye en nuestra sangre y en nuestros libros el espíritu de una época, la de la cola del mayo francés, la de la vorágine de ideas, la de la importancia del ensayo y de la poesía aun cuando lo que se escribe es narrativa ficcional.
Cuando en su última novela, Dublinesca, Vila-Matas calza la horma del último editor romántico, nuevamente nos pisamos las huellas mutuamente. Su personaje busca del genio que nunca llegó a publicar, mientras yo, en mi vida real, como presidente de la editorial Ala de cuervo estaba convencida de haberlo hallado y publicado y distribuido. Ambos fracasados, él (en su versión novelada,) yo en mi desempeño. Él porque no pudo ofrecerle a los lectores lo que hubiera deseado, yo porque no encontré lectores para el genio hallado.
Ambos anduvimos por las calles de Dublín en búsqueda de los andares de James Joyce, él celebró además un réquiem por la muerte de la era de la imprenta ante el advenimiento del mundo cibernético, mientras los libros de mi editorial, desaparecidos de los anaqueles, se hicieron presentes en la web. Yo emplee muchas de las pocas horas que pasé en Dublin, en cuerpo y alma, buscando infructuosamente, como loca, una estatuilla de Joyce para traérsela de regalo a mi escritor descubierto.
También leí Extraña forma de vida, Enrique no me lo ha dicho, pero no hace falta, ya dije que lo conozco y sé que es su manera de rendirle homenaje de admiración y amistad de Paul Auster en La trilogía de Nueva York . La fidelidad, es pues, la tercera pata de esta mesa con la que ya empiezo a aturdir. Como si se tratara de la cuarta historia Auster, al igual que en las otras tres, el espía, durante las largas horas de soledad y de silencio, acaba siendo el objeto de su espionaje.
Si escogí un día anodino y de lluvia para escribir sobre mi amistad con Vila-Matas tiene que ver nuevamente con él y con sus libros. En primer lugar, porque la lluvia es frecuentemente protagonista de sus relatos. En segundo, porque tal día como hoy ni siquiera cumple años. En otro de sus deliciosos libros, Para acabar con los números redondos, hace un elenco de anécdotas sobre escritores (aunque entre ellos se encuentre también Dalí) para conmemorar, pareciéndose en algo a los no cumpleaños de Lewis Carrol en "Alicia en el país de las maravillas", a cincuenta y dos escritores. Donde aclara en el prólogo que fue su artículo semanal en un periódico en extinción donde no llegó a cobrar por ellos ni un centavo. Gratuidad que los escritores venezolanos conocemos en carne propia la mar de bien.
Ah! Pero nada como Bartleby y compañía ese ensayo disfrazado de novela o viceversa, (que es la única manera de concebir la literatura, o sea en fusión de géneros), donde me sentí retratada, a pesar de que aun no éramos amigos. Nadie como yo misma para saber y sentir lo que significa no volver a escribir. Vila-Matas me permitió parangonarme con Mállarmé, con Juan Rulfo, con Rimbaud y eso, queridos amigos, sólo lo hace un amigo.
evafeld@gmail.com
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