VIVENCIA Y REVELACIÓN






Rodolfo Izaguirre

Texto de la conferencia dictada en el marco del Festival Internacional de Música Contemporánea Atempo en Corpbanca

No es que Milagros Socorro me quiera; lo importante es que todos la
queremos y la admiramos y medimos la fuerza y el valor de su palabra
cada vez que ella vapulea a quienes perpetran crímenes contra el país
venezolano. Un país, nosotros, que se nutre de la conciencia civil que
ella sostiene infatigablemente como una bandera. Milagros ha levantado su voz contra todo tipo de abusos; contra los que se originan desde el poder que son muchos; contra el machismo,la degradación del lenguaje, el mal ejercicio del periodismo; contra la censura cualquiera que sea su naturaleza y ejercicio. Es, además, una
escritora de altos vuelos. Cuando pienso en Milagros aparecen junto a mí Sergio Antillano con su iluminado humanismo y el lago de Maracaibo con su rayo que no cesa, porque Milagros está hecha de semejantes prodigios.Si hay una vivencia que debo revelar será la del privilegio de su amistad.


El lema de esta Jornada de ATempo es el de !Vivencias y revelaciones¡


En los años cincuenta del pasado siglo se inició en Caracas una
avasalladora búsqueda de la modernidad. Bajo el terror político que
impuso la dictadura perezjimenista, con sus persecusiones y torturas,
Caracas conoció, sin embargo, un acelerado fervor renovador y se
expandió hacia el Este. El Nuevo Ideal, como se autodefinió la
“ideología” de aquel régimen militar, impulsó un proceso de
modernidad que se resquebrajó bruscamente a partir del 23 de
enero con la caída de la dictadura. Tanto los socialdemócratas como
los socialcristianos, pretendiendo sancionar al dictador, detuvieron el
proceso renovador por considerar que se trataba de una “pesada
herencia de la dictadura” y en cierto modo “castigaron” aquella
renovación urbana y arquitectónica que hizo posible la célebre
afirmación del arquitecto milanés Gio Ponti cuando vaticinó que
Caracas estaba destinada a ser no sólo la capital mundial de la
arquitectura moderna sino la más bella ciudad moderna del mundo. El
sistema vial, y duele decirlo: las grandes obras se hicieron durante el
perezjimenato.

La República reiteraba así la violenta contradicción que la ha marcado,
la ha afligido y la ha abrumado desde su nacimiento: ella quiere ser
moderna pero permanece anclada en una indignidad tercermundista
que nos avergüenza; se sabe rica y petrolera pero nunca ha logrado
superar los lamentables indíces de pobreza y marginalidad que
socavan sus aspiraciones de país floreciente. Anhela ser libre;
ejercitarse y activarse en democracia pero se ve azotada
periódicamente por ramalazos autoritarios que aventureros en armas,
caudillos civiles y dictaduras millitares que la han empobrecido y
maltratado en un empeño de siglos.

Mi vida venezolana es una muestra palpable de esa terrible
contradicción. En lo personal soy un hombre moderno; hombre de
cultura; de ideas avanzadas y progresistas pero vivo en la confusión
y en la incertidumbre de un país que tarda en encontrarse a sí mismo.
Es más: !Nací bajo la perversión¡ Era apenas un niño de cinco años
cuando Juan Vicente Gómez cometió, como dice Manuel Caballero, el
único error que no se le está permitido a ningún dictador: el de
morirse. Y como ha ocurrido con todos los caudillos y dictadores
civiles o militares que han sido y continúan siendo en la historia
venezolana y gustan apadrinar el autoritarismo invocando el nombre
de El Libertador también el Bagre había convertido a Bolívar en
cómplice suyo al punto que se le antojó morirse el día y mes en que
murió Simón Bolívar. Los enfermos y desilusionados huesos de Bolívar
sólo sirven de amuleto a los gobiernos que utilizan su nombre para
amparar o justificar sus desmanes y despropósitos. No padecí a
Gómez pero mis hermanos mayores sufrieron sus vejámenes. De
alguna manera supieron vengarse porque al conocerse la muerte del
tirano los tumultos que se produjeron en Caracas y los saqueos a las
mansiones de los más connotados gomecistas hicieron que mis
hermanos trajeran a casa muebles y toneles de vino español. Aquel
fue un momento único e insospechado porque a los cinco años y
través de las celosías de las ventanas vi a una gente muy alborotada
que si bien estuvo callada y aterrorizada durante 27 años estallaba
ahora convertida en protagonista de su propia historia.
Rafael María Velasco era objeto de un profundo resentimiento popular
y su casa, al igual que otras casas de gomecistas notorios, fue
saqueada y tuvo que abandonar el país en febrero del 36 para morir
12 años más tarde en el exilio de Costa Rica.

No lo sabía entonces pero era evidente que al beber el vino de
aquellos toneles mis hermanos y sus amigos celebraban el hecho de
que los saqueos, considerados como una estridente y violenta
política de calle, señalaron frente a mi casa el camino hacia la
democracia; y durante años, sentado en una bella silla giratoria que
perteneció a Rafael María Velasco hice mis tareas escolares en el
sólido y lujoso escritorio de caoba pulida sobre el que tantas veces
Velasco, llamado El Sapo, Gobernador del Distrito Federal, firmaba las
órdenes sangrientas de las represiones contra los estudiantes del
28 y las de los últimos años del régimen. Posteriormente, con la
disolución de mi casa natal nunca supe que destino tuvieron la silla y
el espectacular escritorio de El Sapo Velasco.

La ingenuidad, en todo caso, me hizo creer que con aquellos toneles
de vino y los muebles de Rafael María, que en cierto modo tuvieron
que ver con la historia de la República al final de la oprobiosa
dictadura militar, perdonen la doble redundancia, me hizo creer que el
país caminaría airoso por inexplorados senderos revelando a placer
nuevas vivencias en libertad. !Pero no fue así¡ Tuve que esperar por
la edad juvenil para tropezar nuevamente con el desaliento.

El militarismo es como una maldición que gravita sobre Venezuela.
Siendo yo un adolescente, el país perdió nuevamente el equilibrio y
se desplomó sobre la República el fascismo ordinario de otro militar,
Marcos Pérez Jiménez: una circunstancia que pesó sobre mí y sobre
toda una generación. Quienes estuvieron conmigo en el grupo
literario Sardio (Adriano González León, Salvador Garmendia, Guillermo
Sucre, Elisa Lerner, Luis García Morales, Gonzalo Castellanos) y los
que se agruparon en Tabla Redonda, el otro movimiento literario de
los años sesenta: (Rafael Cadenas, Manuel Caballero, Jesús Sanoja
Hernández, Jesús Enrique Guédez, Ligia Olivieri, Fernandez Doris,
Dario Lancini, que murió recientemente), detuvieron y postergaron
durante diez años sus procesos creativos. Tuvimos que esperar una
década y en algunos de nosotros un tiempo mayor para que unos y
otros comenzáramos a producir y revelar los frutos de nuestra
actividad creadora. Las ricas aunque difíciles vivencias acumuladas
antes y durante el perezjimenismo tardarán años en revelarse a
través de la literatura o las artes plásticas.

Aquel militar que fue Pérez Jiménez, apenas un teniente coronel
cuando conspira contra Isaías Medina en octubre de 1945, detuvo
nuestro proceso intelectual y paralizó la revelación de nuestras
vivencias. Apoyándose en la tenebrosa Seguridad Nacional aterrorizó
al país y cometió un crimen nefasto porque impidió que fluyera el
pensamiento: cerró nuestras puertas y cegó las ventanas;
obstaculizó las esclusas de la aventura intelectual. Nos convirtió en
víctimas. La mía fue una generación tardía.

Jesús Sanoja Hernández al referirse a los integrantes de Sardio y de
Tabla Redonda, dice en El día y la huella , libro publicado gracias a
Manuel Caballero por la editorial Bidandco, que el mejor título para
designar a estos grupos que consumen la edad del sueño en
compromisos y destierros es el de la “otra generación” porque no se
salvó ninguno de ellos en el momento de cruzar ese Cabo de las
Tormentas que se dobla cuando se llega a los treinta años. Esa “otra
generación”, dice Sanoja, ha tenido la desventaja (o la ventaja) de
cuajar tardíamente, en plena adultez, en el período en que ya el autor
empieza a ser material biográfico.

En 10 años, escribió Sanoja, apenas si Adriano González León y Juan
Calzadilla y a última hora Guillermo Sucre, tuvieron la oportunidad de
publicar notas en el “Papel Literario”; modo de “aver mantenencia”
más que la expresión de lo que llevaban por dentro. Los otros eran
unos desterrados en el sentido radical de la palabra, o unos
sepultados por el cataclismo. Rafael Cadenas, en la poesía, necesitó
rebasar los treinta años y su primer libro importante se titula
precísamente “Cuadernos del destierro”. Salvador Garmendia, en la
narrativa, llegó a esa edad sin haber escrito más que libretos
radiofónicos. A Zapata, nadie lo conocía. Anibal Nazoa, a quien estaba
reservado escribir la novela fantástica de Venezuela, el esperpento o
el grottesco de la violencia, reventó, en su estilo de humor
trascendente, ya traspuesta la treintena... Allí están. Pertenecen a la
“otra generación”

Hoy, a los ochenta años, instalado como estoy en el término y final de
mi propio futuro, constato con furiosa tristeza que aquel país pleno,
hermoso y satisfecho que avizoré y creí estar construyendo cuando
jóven; un país al que aspiraba moderno y vigoroso; libre, rico,
sensible y culto se asfixia en la hora actual en la mediocridad de una
cultura cuartelaria; se hunde en la pobreza y en la confusión; se
dilapida; se desgarra civil y moralmente; erosiona el lenguaje; se
degrada desde el poder asaltado por un autoritarismo militar que se
alimenta de sus propios abusos, corrupción y procacidad. No otro es
el país que padecemos en los inicios del siglo 21, testigos como
somos de la aniquilación de la democracia

De tal suerte que, en el ocaso de mi vida, en la siempre difícil,
oscilante e incierta vida venezolana, debo enfrentar como nunca
antes la dura experiencia de sentirme exiliado nuevamente en mi
propio país, apartado, excluído, postergado y ofendido sólo por
defender mi derecho a disentir. A no estar de acuerdo con muchas
de las decisiones tomada desde el poder político y, aun menos,
desde el organismo que se ocupa de los bienes culturales.
La ofensa mayor que recibo es la de ser acusado de fascista
justamente por quienes creen no serlo desde un absurdo
contubernio cristiano-marxista. Porque nada es más cercano al
fascismo que la ultraizquierda o la llamada izquierda autoritaria; nadie
más parecido al héroe mesiánico o revolucionario que el tirano que
aprieta y sojuzga.

Después de haber visto en el curso de mi vida los comportamientos
autoritarios de Hitler, Stalin, Mao Tse Tung, Pol Pot, Castro o Sadan
Hussein para no mencionar al Papa Doc haitiano, al Fujimori peruano o
a algún déspota africano que masacra tribus y etnias que no les son
afectas como si apagara una vela con un soplo, he aprendido a
desconfiar del Héroe mucho antes de que se convierta en símbolo o
en estatua y me haya expulsado de mi libertad.

En este precíso instante puedo, y me es lícito, reiterar y enumerar
mis recelos: desconfío de la palabra fácil y las promesas de los
políticos que luego en el poder se transforman en seres autoritarios
y perversos. Me aterran por eso los Mesías, Enviados, Salvadores y
Revolucionarios que tratan de emular las pasadas hazañas de algún
héroe local porque se ocultan en ellos rencores sociales que, cuando
asaltan al poder, destruyen los alcances, logros e instituciones
existentes. Recelo de los nacionalismos porque cierran las puertas y
ventanas y asfixian a los países. Desprecio a los censores; abomino
de los que delatan; rechazo a los que pontifican agitando el dedo
índice; a los que se empeñan en afirmar que no son moralistas; a los
que se comprometen a investigar las atrocidades derivadas de la
propia perversión del poder y, al decirlo, mienten con descaro.
De igual manera, desconfío de los que pronuncian la palabra "Patria",
porque generalmente son quienes más crímenes cometen
invocándola. !Apoyo a quién dijo que el mayor acto de patriotismo
consiste en decirle a tu patria que está comportándose de forma
deshonesta, estúpida y malévola¡ Me alejo también de los dogmáticos,
de los fundamentalistas y obsesivos; de los que pregonan la pureza
de sus actos administrativos y abomino de la justicia cuando la veo
sonreída y entregada al poder político o temblando ante el uniforme
militar.

Siempre recordaré a Salvador Garmendia. Sostenía que era sano,
urgente e imprescindible eliminar al ejército y tenía pavor a la
Revolución: “Si aquí llegan a triunfar los revolucionarios, me decía, los
primeros fusilados seremos nosotros, por el sólo hecho de no pensar
como ellos”. Pero el ofrecimiento más patético sigue siendo el
glorificado “hombre nuevo” que no es otro sino el hombre triste y
desorientado de siempre. Lo afirma Rafael Cadenas: cuando “el
hombre nuevo” no tiene ya la obligación de desempeñar ese papel
tan incómodo, vuelve a ser el de antes, el de hace miles de años. Y
Darío Lancini, que acaba de fallecer, me confesó que él creería en
ese hombre nuevo el día que le mostraran a la mujer nueva.

No nos merecemos tanto oprobio como tampoco se lo merece la
República. No lo mereció mi infancia sojuzgada por el tenebroso
laconismo del tirano Gómez tan en contraste con la insufrible e
inagotable verborrea del actual presidente venezolano; tampoco lo
mereció mi juventud bajo el autoritarismo militar de Pérez Jiménez y
mucho menos esta hora mía, senil, brutalizada por un lenguaje
presidencial tosco y de cuartel tercermundista.

No ha logrado el país venezolano revelar total y cabalmente sus
propias y más recientes vivencias porque para hacerlo necesitaría un
tiempo de quietud y reflexión que jamás han conocido los pasillos y
salones del Palacio de Miraflores siempre alterados por las
contingencias políticas a veces turbulentas y siempre azarosas.
Creyó hacerlo Isaías Medina Angarita y no le alcanzó el tiempo. Lo
intentó Rómulo Gallegos y le fue peor. Después de Pérez Jiménez el
país vivió casi cuarenta años de cultura democrática pero en
sobresalto, en una angustia permanente. El fantasma del caudillo -civil
o militar - no ha dejado de acosarnos. Durante el largo período
democrático conocimos a dos de ellos: Rafael Caldera y Carlos
Andrés Pérez con el agravante de que sus respectivos partidos o,
mejor dicho, los “cogollos” de sus partidos, también aprendieron a
serlo. Tan caudillos fueron que nos precipitaron al abismo donde
seguimos cayendo. Nos quejamos de la pérdida cada vez creciente
de nuestra calidad de vida pero creo que deberíamos pensar
también en el empobrecimiento de nuestra condición humana.
Nuestras vidas, la del escritor, la del artista en particular son muy
vulnerables y están expuestas, decía Harold Pinter, a todos los
vientos.

Personalmente no tengo fuerza ni me asiste poder político alguno
porque la política no es mi oficio. Pero por mi condición de hombre de
cultura tiendo a ser un solitario capaz, en todo caso, de construir una
burbuja, en la que vivo, una versión personalísima de aquella antigua
Torre de Marfil en la que se aislaba escritor. Un estupendo lugar de
trabajo no sólo para el escritor sino para el compositor, el artista
plástico; para todos porque nadie lo molesta a uno. Sin embargo,
aquella magnífica Torre de Marfil siempre fue vilipendiada, por quienes
se empeñaban, desde la izquierda marxista, en que toda
manifestación artística debía tener, contener o proponer
indefectiblemente un mensaje como si se tratara de la oficina de
correos o de algún servicio de mensajería. Entonces era frecuente
escuchar cosas como: ¿Cuál es el mensaje de esa película? ¿Qué
mensaje tiene ese cuadro? ¿Dónde está el mensaje de los Mandala o
del Trío número dos llamado Espejos que en homenaje a Ravel
compuso Diógenes Rivas?

!Dentro de esa burbuja vivo ahora, refugiado o protegido de la
intemperie¡ En ella he practicado una puerta por la que me asomo al
mundo exterior para constatar que él sigue alli. Me conecto con los
amigos que aun no han desertado de la vida y cultivo en mi memoria
la alegría que en vida mantuvieron los que ya no están; me muevo en
internet y trato de encontrar respuestas a lo que me acontece como
habitante de este país. No es que abandone mi conciencia ciudadana.
Es mi manera de sentirme activo, solidario y dispuesto.

Tengo libros que aun no he leído y muchos más que tengo que releer;
hay películas que me faltan por ver y músicas por escuchar o seguir
escuchando hasta el fin de mis días y espero seguir participando en
los futuros festivales de ATempo. Mi mayor deseo sería, por ejemplo,
reiterar la gloria que alcancé ayer en la primera Jornada de Atempo,
con la presentación del libro de Inés Silva refrescando la memoria del
grupo Madi antes de que las sonoridades de las Ondas Martenot
invadieran estos espacios y resonaran en ellos el violín de David
Nuñez y la guitarra de Pablo Gómez y recibiera nuestro espíritu la
fresca iluminación que irradian los Senderos de Antonio Pileggi.

Hay mucho espacio que debo recorrer y no hay autoridad alguna que
me lo impida; hay muchos otros senderos por los que debo
aventurarme tan cautivadores como los que comienza a trazarse
Antonio Pileggi desde el doble sacerdocio y liturgia de su vida
espiritual y musical.

Pero he descubierto también que la vida se rebela contra todo lo que
trata de explicarla y se niega a que se la confunda con esas
explicaciones. La vida es como los países: tampoco ellos tienen por
qué explicarse.

Era Bergson quien pretendía que la existencia espontánea revela una
realidad que no es otra que la del espíritu. Unamuno se refería a los
misteriosos deseos del alma por encima de las constricciones del
espíritu, y harto de tantas explicaciones de la vida Chesterton afirmó
que la vida es anterior a ellas y rechazó las estrecheces de esas
explicaciones. Somos muchos los que nos hemos negado a degradar
la complejidad de la vida en una simple organización intelectual.
Quiero decir que la vida se rebela contra los sistemas y métodos que
buscan constreñirla. La vida supera al músico. Se le escapa al artista.
Se burla del escritor. Se encrespa cuando el político de la
ultraizquierda pretende negarla hoy para hacerla posible mañana.
Por eso conviene dejarla ir; que fluya libremente al igual que la muerte
socavando o encontrando su propio cauce. El nacional socialismo
proclamado por Hitler se creía eterno e invulnerable. Quiso acabar
con los judíos en nombre de una raza superior y acabó suicida en un
bunker berlinés asediado por los tanques rusos y el socialismo
soviético se esforzó por acabar con una clase social tradicionalmente
productiva y esclarecida; tardó setenta años en percatarse de que
no iba a ninguna parte y cayó sin que se hiciera violencia contra él,
como caen los mangos en el solar de mi casa.

El marxismo y su praxis, que raramente atendieron las angustias y
palpitaciones del corazón humano, constreñidos como estaban por el
peso y la adhesión ideológicos convertidos en catecismos e
instrumentos de fé, ya no resultaron tan esclarecedores y no dio
para más y la perestroika le reventó el corazón que nunca tuvo.
Aquel venezolano que pedía a gritos que no se distribuyeran ni se
leyeran los libros de Mario Vargas Llosa como castigo por los
artículos en los que discrepaba de la “ideología bolivariana” estaba
agitando una oscura bandera ideológica pero empapada de una Fe no
menos tenebrosa. Estaba marcando, entre los venezolanos, el camino
que trazaron Adolfo Hitler y José Stalin.

Está condenada al fracaso cualquier ideología que pretenda elevarse
a las subjetivas alturas de la fe con el propósito no de salvar
nuestras almas sino de proteger, vigilar y encauzar lo que
abusivamente el ideólogo considera un destino extraviado, es decir,
la existencia de quienes se le oponen.

!Nuestro mayor temor en la actual hora bolivariana es el miedo¡ No el
miedo a la página en blanco que el escritor tiene que poblar de
historias y atmósferas; tampoco el temor del músico a la composición;
el pánico que suele acompañar al actor antes de levantarse el telón o
antes de que el director de la película diga: “!Accion¡”. No es el
terror de la bailarina convertida en Odile el perverso Cisne Negro que
en el tercer acto de El lago de los cisnes debe ejecutar a la
perfección y con el más depurado virtuosismo técnico los famosos 32
fouetés en tournant de Marius Petipas, difíciles y consagratorios.
Estos son temores que por el contrario ofrecen momentos de
superación, caminos de liberación; señales de un combate contra las
convenciones y lo establecido; cruces que van marcando en el mapa
el tesoro oculto en nuestra propia sensibildad.

No se trata tampoco, ni de lejos, del miedo a la oscuridad, el terror a
los espectros y enviados de ultratumba o los terrores que los curas
con los hierros candentes del pecado y del infierno marcaron
nuestras almas desde la infancia porque esos son terrores que
permanecen anclados en los subterráneos de nuestra memoria. No
son tampoco los miedos que para gloria de la poesía dejó anotados
Rainer María Rilke en los Cuadernos de Malte Laurid Brigge: el miedo
de que esta miga de pan sea de vidrio al caer y se rompa; el de una
cifra que comience a crecer en mi cerebro y no haya espacio para
contenerla... porque éstos son iluminados temores del alma poética.
Me refiero a estos nuevos, miserables e inevitables terrores que
diariamente nos abruman: las intemperancias del caudillo, el miedo de
pasar por una determinada esquina de la Plaza Bolívar; el de cruzar la
calle y coger la otra acera cuando vemos avanzar hacia nosotros al
policía o al sujeto malencarado; el de toparnos con un grupo de
muchachos violentos e irrespetuosos. El no saber si regresaremos a
casa. La degradación moral y la miseria humana. El miedo a los
motociclistas, a las clínicas colapsadas, a los hospitales contaminados;
a los alimentos descompuestos de Pdval como trágica metáfora del
otrora jactancioso país petrolero convertido hoy en un gigantesco
animal podrido bajo el sol.

Y por supuesto, el miedo mayor que se engendra desde el poder
político: el miedo a opinar, a expresar libremente nuestras ideas a
riesgo de podrirnos también en una cárcel mientras los jueces miran
hacia otro lado. Y el más perverso y ominoso de todos: el de
autocensurarnos por temor a un castigo del que no atinamos a
calcular su peso antes de que nos golpee. Callar, obedecer por
temor, mutilarnos el alma.

José Antonio Marina en su libro “Anatomía del miedo” publicado por
Anagrama sostiene que el miedo es la gran herramienta para dominar
a otras personas y que por eso, la acción de los terroristas es tan
eficaz. Dice que el miedo es la gran esclavitud y explica que desde un
poder político abusivo hay dos formas de aprovecharse del miedo:
producirlo o presentándose como el que lo va a solucionar.
Muchas personas y sociedades quieren un salvador que las saque de
sus problemas y que se los resuelva; que les ofrezca seguridad
aunque para ello estén dispuestas a darle todo tipo de poderes. El
hombre mezquino, incapaz de valorarse a sí mismo, tiende a sacrificar
su libertad por la seguridad. Le importa más el bienestar económico
que el progreso moral. Y sólo la valentía puede frenar semejante
tristeza entendiendo por valentía, justamente, el ejercicio de la
libertad, la lucha por nuestra liberación.

Esta lucha, entre nosotros, no es nueva.

Basta decir que en su momento, hace por lo menos 150 años, Simón
Rodríguez dijo que no bastaba la hazaña de Simón Bolívar de haber
conquistado la independencia política porque aun nos faltaba
conquistar la libertad: esa libertad que sólo puede lograrse
individualmente en el saber y en la perfección pedagógica. !Lo que
todavía no hemos logrado¡

Sin embargo, soy un espacio que aun no ha sido invadido por la
arbitrariedad y el autoritarismo militar. Un espacio vulnerable, es
verdad; un espacio que puede ser asediado y quebrantado en
cualquier momento por las armas del rencor social y de la
perversidad de quienes las emplean y manejan; pero es un espacio
vulnerable sólo en apariencia porque su muralla, su mayor amparo y
protección; lo que lo sostiene y defiende es el honor y el anhelo de
justicia y libertad que encuentro con quienes me comparto. Quiero
decir: la revelación y el ejercicio constante de las vivencias de una
cultura democrática que se enseñoreó en nosotros durante cuarenta
años ininterrumpidos y a lo largo de un siglo de vivir en paz sin
hacerle la guerra a nadie.

Nuestra mayor defensa en la hora actual venezolana es la convicción
de que ella reside en la armonía, pluralidad y diferencias de nuestras
respectivas identidades; en encontrarnos unos a otros y, sobre todo
(!y es lo más dificil¡) encontrarse uno consigo mismo reconociendo
esas diferencias y rechazando la imposición de cualquier clase de
criterios únicos, dogmáticos, abusivos, excluyentes y discriminatorios.
A la larga, este rechazo a los fundamentalismos evitará que se
prolongue la violencia política, los miedos de que se vale el poder
para sojuzgarnos y auspiciará un mayor conocimiento de otras
culturas, de otras conductas sociales y civiles ejercidas en libertad a
fin de que podamos reconstruir, finalmente, nuestro destruido tejido
social y cultural y revelar gloriosamente las vivencias y anhelos de la
nación que somos.

Comentarios