1999





Jesús Nieves Montero

A Mariliana, diez años después

I

Hoy. Comienzo de semestre, la pizarra vacía. Dibujo una línea de tiempo, debajo anoto mil novecientos noventa y nueve. El año que acabó hace una semana. El punto cero está en abril por la partida de Marcia. Luego otras marcas en septiembre cuando aparecieron Corina, los testigos de Jehová y Nínive. Sharon estudiaba secundaria. No hay punto final sino una línea pespunteada que termino arbitrariamente donde coloco 2006. Debajo anoto: hoy. Marcia todavía en su frasco de cristal. Corina perdida. Nínive en casa. Los testigos de Jehová tienen estricta prohibición de ingreso a la universidad: a veces, cuando caminamos los domingos en la mañana, Nínive y yo los vemos mientras paseamos. No nos detenemos. Sharon tendrá su título el próximo semestre.

Una semana y dos días antes Corina me había mostrado su itinerario, el avión despegaba a las tres y media, su recorrido debía completarse en una hora veinte minutos. Yo quería que fuera al congreso y al regreso le comunicaría de su despido. No dormía pensando en el momento, en las explicaciones. Nínive se solidarizaba, me lamía las plantas de los pies mientras trataba de descansar unas horas.

El día del viaje estuve trabajando en asuntos de la pizarra -horarios, artículos arbitrados recibidos y por recibir, disponibilidad de aulas con equipo audiovisual- hasta las cinco. Luego hice mi ronda de noticias en internet. En una de las recargas vi la sucesión: el avión extraoficialmente desaparecido, una “alerta de preocupación sobre el vuelo” porque la aerolínea “no sabe a ciencia cierta dónde está el avión”, el avión oficialmente desaparecido. A las ocho de la noche regresé a la casa. Nínive esperaba, perezosa, su comida; serví su plato y continué el seguimiento: comenzaban unos primeros intentos de búsqueda, rastreo en aeropuertos cercanos, llamadas, consultas.

Confundido, embotado, caí en un sueño/desmayo hasta las once de la noche. Una actualización en la página de noticias. Una lista preliminar de pasajeros: la número seis era Corina. Apagué el computador y apareció, ahora sí, sueño, como no sentía desde la visita de Sharon. Dormí.

Al día siguiente no salí con Nínive. Llegué muy temprano al departamento, todavía seguía el pulso vacacional. La calma, el silencio, la lentitud de los marcadores, borradores, las carpetas, el teléfono, la fotocopiadora: incluso el polvo y la luz. Frente a la pizarra bajé la mirada, como si me disculpara por no ocuparme de ella. Encendí el portátil en la mesa del salón anexo de reuniones: actualizaciones de las listas de pasajeros, las fatales previsiones: a las ocho y treinta el rumor de que se habían avistado lo que parecían ser los restos del avión; a las nueve y seis de la mañana un funcionario dice que “por las características del accidente no hay apenas posibilidades de que alguien haya podido sobrevivir al accidente”. Para una agencia internacional “el avión está desintegrado”.

Todas las notas repetían teléfonos solicitando información que pudiera facilitar el rescate o la identificación de los cuerpos. Marqué desde el celular. Era de esperarse, tardé en conectar la llamada. Más de quince minutos de escuchar el tono ocupado. Cambié al teléfono del departamento. Colgar y remarcar, colgar y remarcar hasta que alguien respondió, su voz apenas audible sobre la cortina de los pasos y los gritos. Sí, yo creía que podía ser de utilidad. Sí, podía aportar información para identificar un pasajero. Corina Irazábal. Yo era jefe del departamento de matemáticas de la universidad donde daba clases. De hecho, yo había llenado todos los formularios y había firmado y sellado todas las cartas para asegurar que la profesora Irazábal asistiera a un congreso de estadística. Un silencio me subrayó que el comentario burocrático estaba fuera de contexto. Me contactarían luego.

Colgué y pensé en Sharon. ¿Sonreiría? ¿Se alegraría? No sé, apenas la conozco. Sólo me queda su mirada ansiosa antes de recibir la nota de un examen y su alivio -más que alegría- al obtener la mejor calificación. Pero se había cumplido su deseo: la intrusa había sido castigada.

Al desierto del departamento sólo Maigualida se incorporó a eso de las diez a batir la escoba con desgano. El tiempo fue girando, como una serpiente que se muerde la cola. Salí a las tres de la tarde y durante el recorrido volvió otra vez el sueño. Paseo corto con Nínive. Dormí.

II

En la noche, a las nueve, antes del ritual del jabón sobre la cara, sonó mi celular: no habían contactado otros familiares de la profesora Irazábal. Querían saber mi disponibilidad para bajar al aeropuerto al día siguiente a ayudarles. Acepté. Nínive me veía esperando su comida que tenía, por segundo día consecutivo, un par de horas de retraso.

Le serví y la dejé con su alimento. Tomé el maletín de viaje de Marcia y metí el expediente. Corina vivía en mi eterno mil novecientos noventa y nueve, y caminaba con sus zapatos dorados del A2-315 al A1-205 y comenzaba de nuevo, desde cero, y la pizarra soportaba medias, varianzas, correlaciones; después cambios y descartes hasta dar con el estimador suficiente, consistente, eficiente, hasta terminar otro semestre.

¿Quién cuidaría de Arquímedes? Maigualida se encargaba durante las horas de clase de las tardes a cambio de algo de dinero: por eso Maigualida se empeñaba en que ella era la que limpiaba el departamento y ella era la única que sabía dónde los profesores ponían las cosas y para qué iban a dejar a una recién llegada, quién sabe con cuántas malas mañas, si todos los profesores tenían calculadoras, computadoras, plumas y relojes en los lockers. Y tan vehemente, tan descriptiva de todos los males que se nos vendrían si ella no cuidaba el departamento en las tardes era Maigualida, que yo la despachaba: sí, sí, Maigualida, siga, siga, y ella feliz, cuidando al gato de Corina.

Cuando la vi entrar por primera vez con el gato, esperé por si alguien se quejaba. Nadie comentó nada, así que en los veinte o quince minutos entre la primera y la segunda tanda de clases, Corina iba al departamento y se encerraba en su cubículo con Arquímedes, y Arquímedes, marrón, sobrio, quedo, recostaba su pelambre en la falda de gabardina, recostaba una oreja sobre el pecho de Corina y se dejaba hacer, se veían desde la ventana las uñas punzantes, púrpuras de Corina paseando por la cabeza, la nuca, dibujando el contorno de los ojos de nuevo, repasando los bigotes; mientras con el pie izquierdo Corina llevaba como el compás de un ritmo que sólo ella escuchaba, un ritmo fijo, monótono pero, por eso mismo, preciso; mientras con la mano derecha Corina hacía trazos sobre el reverso de hojas recicladas de exámenes a medio imprimir y formularios caducos; mientras al estar allí aislada evitaba coincidir con Sharon en los pasillos.

Después otra vez al salón, siempre con los zapatos dorados, con la dimensión extraña, pastosa de fetichismo con todas las miradas sobre los pies, para dar la espalda a cincuenta pupitres, y con el talón dorado y el movimiento de las caderas desconcentrar, mientras se dilucida sobre la pizarra la probabilidad de no conseguir empleo por ser hombre y negro al mismo tiempo o la correlación entre los niveles de lluvia y la cuantía de una cosecha.

III

Era la semana antes del comienzo del primer semestre de Corina cuando llegaron los testigos de Jehová. Todos admirábamos que se acercaran con los maletines y las revistas Atalaya disimuladas a una universidad cuyo fundadores eran del Opus Dei, pero ya nos habíamos cansado de recibirlos. Por eso Corina pagó su novatada y los dejó entrar. Vi a Maigualida y otros profesores ser espectadores, a través del vidrio del cubículo, de las explicaciones siempre llenas de gestos que daban los evangelizadores. Yo sólo pude esperar hasta el final de ojos cerrados, manos entrecruzadas y oración. Sobre el escritorio quedó la Atalaya con el dibujo de una ballena en varios tonos de azul y con un estómago convenientemente transparente que sugería una figura humana atrapada. Los visitantes se fueron y todos volvimos a nuestra rutina preparatoria del semestre.

Al día siguiente el vigilante del estacionamiento de profesores le dijo a Maigualida que había llegado un perro, en la noche, que estaba cojo y que me preguntara si lo quería porque después de la muerte de Marcia habría espacio en mi casa. Además, yo era de los pocos jefes de departamento que estaba asistiendo, podía firmar las planillas para que lo atendiera un veterinario de la asociación de profesores.

Corina era callada. Pero, con una sonrisa después de escuchar a Maigualida y el Atalaya en la mano, me dijo: —Si es macho póngale Jonás, y si es hembra, Nínive. Bajé al estacionamiento. Era hembra y cumplí: la llamé Nínive. Cuando la llevamos al veterinario nos dijeron que la lesión era vieja, no tenía sentido operarla. Todos me miraron. Yo tomé a la perra coja y la llevé a casa a que jugara a hacerme compañía. Bajé el frasco con las cenizas de Marcia que estaba en el nivel superior de la vitrina en la sala. Presenté a la perra con lo que quedaba de mi esposa. Durante los siete años de este mil novecientos noventa y nueve, a pesar de la vergüenza que nos da a ambos toparnos con esos perros de campeonato, atléticos y perfectos, Nínive y yo caminamos dos veces al día. Conversamos de todo.

IV

Eran seguramente más de las cuatro cuando Sharon Velásquez entró a la oficina. Debió haber dejado la mirada como quien cree que una observación convincente le revelará la clave de un problema de álgebra matricial, porque yo, que luchaba contra la pizarra y trámites de vacaciones, semestres, trabajos de ascenso y modificaciones curriculares, volteé.

Sharon Velásquez me vio y la mirada, el no saludarme, el no anunciarse, me recordó que no tenía a una estudiante más de ingeniería sino a la hija de Richard Velásquez, y a la hija de Richard Velásquez, que no abusaba de ser la hija de un miembro de la directiva de la universidad para tener un índice académico que la llevaría al cum laude ni para entrar a las oficinas de los jefes de departamento, había que escucharla. Abrió el bolso, metió su mano. La sacó empuñando algo que dejó sobre la mesa. —¿Tiene dónde reproducirlo? —dijo. Yo miré: sobre mi escritorio, un memory stick.

Le señalé la portátil sobre la mesa del salón anexo. Quise decirle: Buenas tardes, bachiller Velásquez, para tratar de retomar algo de control y que tuviera sentido el peso de las llaves de la oficina más grande en mi bolsillo, mi nombre en el organigrama o en la puerta, la reproducción del título grabado sobre metal en la pared, pero, en realidad, en la universidad nadie le decía bachiller a nadie y ya Sharon había echado a andar la escena dejando toda reacción no consecuente con su libreto como extemporánea, casi obsoleta.

Encendí el laptop y volví por el stick. Retiré una silla para Sharon. Acomodé la mía: esperamos los siete o diez minutos para que Windows cargara cada una de las aplicaciones hasta que, ya pacificada la luz verde del procesador, inserté la barra gris y azul en la ranura lateral.

Las imágenes oscuras presentaban un triángulo irregular desde muy cerca. El cuadro se amplió y se formó un signo de integral delicadísimo, bajo el cual un área sombreada de piel y, sobre ella, las escamas de una serpiente enrollada, mordiéndose la cola, que me miraba. Más arriba, perdiéndose hacia el pubis, otra serpiente. Límite que tiende al infinito. La cámara expandió su mirada, ya no con el zoom sino con un retroceso del camarógrafo. Supuse habría sonido. Quise pedir permiso a Sharon para escuchar, pero un impulso de mi mano llegó primero a la tecla y presioné. Miré a Sharon. Firme, concentradísima. Empezamos a escuchar. Sólo eran instrucciones: hasta acá, no, más, derecha, así. En una esquina, Arquímedes miraba todo, sus ojos rojo zombie eran puntos marginales.

Luego la cámara fue una matriz que agregaba filas y columnas hasta superar al cuello: los ojos de Corina irrumpieron, destrozaron la armonía, las curvas de los senos perdieron su forma. Todos los términos de la imagen se convirtieron en una ecuación irresoluble. El camarógrafo apareció en espejo rectangular empotrado en el copete de la cama. Filippo Trocchio.

Cinco minutos. Movimientos, sonidos desde la computadora. Silencio entre Sharon y yo. Listo. Su dedo larguísimo, firme, dirigió el cursor hasta la equis en la esquina superior derecha y fin de la función. —Profesor, no le he dicho a mi padre —me dijo Sharon. —Pensé que todo sería mejor, más discreto si lo soluciona usted. Se sintió bien el trato deferente. El “profesor”. El que no hubiera usado el tú para continuar el sometimiento.

—¿Puedes dejarme el video? —Créame: voy a aplicarme de inmediato un peeling en las manos para que sea como si nunca lo hubiera tocado.

Y Sharon salió, sin despedirse. Y fue cuando los treinta años de universidad comenzaron a asentarse en mí, se convirtieron en factorial: 30 x 29 x 28 x 27… Todo acumulado al final de la espalda, todos mis cincuenta años, por cuarenta y nueve por cuarenta y ocho, por cuarenta y siete… Pesadez en el cóccix. Las arrugas propagándose viralmente. Las articulaciones en contracción dolorosa. Sentí más el tiempo. Respirar fue un esfuerzo de inhalación en inhalación. Marcia más ausente.

De espaldas al departamento inferí todo. Sentí cómo se harían las seis, cómo Corina buscaría a Arquímedes y saldría a su casa, tal vez a esperar a Filippo, mientras la cuenta regresiva que Sharon me daba antes de contárselo a su padre comenzaba a correr. No era una mujer que perdía un hombre, era alguien que tenía un territorio de linderos clarísimos y aparecía una intrusa insoportable y eliminable.

En alguna fiesta, entre copas de champán, alguna amiga podría convencer a Filippo y seducirlo, y, entre iguales, con malevolencia, con cálculo, podrían compensarse, castigarse, batallar o, incluso, Sharon podría decidir que no valía la pena; pero en la universidad que fundó su abuelo y donde su padre era directivo, no. No con una profesora con la que eximió dos cursos. No ante el bochorno de todos los semestres, de todas las carreras. No con las lenguas de quienes conversarían de esto hasta extenuarse a la salida de la iglesia en la misa del domingo en la tarde. Era el juego de Sharon. Hay gente reemplazable. ¿Por qué Filippo no habría escondido mejor el stick? ¿Dónde lo habría dejado? ¿Por qué tenía que ser tan confiado? ¿Por qué no estudió en otra parte? ¿Por qué no se limitó a disfrutar el dinero de su padre?

Decidí detener todo hasta la noche: el video, Corina, Filippo Trocchio, las serpientes. Llamé a Maigualida. Le dije que le dijera a la secretaria que avisara a los alumnos: no daría la clase de las seis y no atendería a nadie. Regresé a la pizarra: otro día sin nada para borrar.
Salí a Recursos Humanos. Con tono de jefe exigí el expediente completo de Corina Irazábal. Luego conté las horas para que todo el mundo hubiera salido para regresar a casa, dar de comer a Nínive. En la espera pensaba: ¿por qué no lo arregla Sharon? ¿Vamos a despedir a Corina? ¿Vamos directo al escándalo morboso?

Llegué a casa. Avanzó el vídeo y, sin esperarlo, sentí envidia por Filippo Trocchio. No porque su padre fuera un millonario industrial ni porque tuviera a Sharon jugando a la venganza. Simplemente me di cuenta: Filippo Trocchio vivía en 2006 y yo en mil novecientos noventa y nueve. Después de los tres últimos meses de Marcia intuía que no podría avanzar. Y sólo lograba descifrar la incógnita con Corina. Desde la primera entrevista. Cuando, mientras la escuchaba, inventariaba los zapatos dorados, la blusa casi transparente, melón, salmón, las uñas púrpura, los labios carmín y la falda de gabardina. Corina hablaba y yo, al mirar su escote, al imaginar los encajes, el nylon y el algodón que la separaba de mí, me veía en 2000, 2001, sentía que había otros días. Otros años. Y pensé que tal vez, mientras pasaba la mano sobre la cabeza de Nínive, acariciaba en silencio, en lejanía a Corina. A los años por venir. Terminado el video repasé todas las páginas del expediente, las notas médicas, las copias de los títulos, las cartas de recomendación. Todo impecable. Tenía que ganar tiempo. No debía perder a Corina.

El semestre terminó. Cada vez que encontraba a Sharon intentaba una mirada que suplicaba paciencia. Hasta que llegó Corina a solicitarme apoyo para el viaje.

V

Nínive comió poco antes de que llegara el taxi. Llegué al aeropuerto. Entre los pasos, los gritos y los familiares, me advirtieron que debía estar calmado. Si lo necesitaba tenían paramédicos, tranquilizantes. Otra vez la edad factorial sobre el cóccix. Otra vez las arrugas multiplicadas. Me trataban con la condescendencia con la que un niño recita la tabla del uno para agradar a sus padres. Para los rescatistas yo era un abuelo a punto de senilidad con pasos lentos y desorientados. Para romper con todo eso entregué el expediente.

Sobre largas mesas los trozos, la reducción después del impacto, del choque y la explosión. Vectores inconexos en lugar de lo que una vez fueron cuerpos. Recordé a Marcia. Al menos los pasajeros habían sido dispensados de los tres meses de desvelos en la emergencia de la clínica, las conversaciones privadas del médico con ella, del médico conmigo, la lenta sustracción que drenó su vida segundo por segundo hasta la última respiración, hasta la cremación, hasta su albergue eterno en un frasco de cristal en el nivel superior de la vitrina de la sala.

Como un lazarillo, un joven me fue paseando. En un instante, mil novecientos noventa y nueve me pareció muy lejano y estuve en ese momento del presente, sentía que había cumplido con Sharon y quedaban las nuevas cosas en la pizarra, y busqué entre las manos, las cabezas y los retazos de piel a Corina como quien persigue una cara conocida, deseada, entre una multitud porque lleva un ramo de flores en las manos que, aunque con cierta vergüenza, quiere entregar; como quien llega al destino final de un viaje deseado y postergado y encuentra a quienes lo esperan.

Entonces, la mesa con un muslo y parte del pubis. Frente al tatuaje de las dos serpientes supe que ese pedazo era de Corina. Se lo dije al lazarillo. Y pensé en los ojos rojos de Arquímedes. El lazarillo fue a decirle a un supervisor. El supervisor verificó mi relación con Corina. No pareció extrañarle cómo conocía el tatuaje allí. Me agradecieron: ellos también tendrían su propia pizarra y habrían tachado un nuevo ítem de la lista de pendientes. Me ofrecieron otra vez tranquilizantes, los rechacé.

Mientras arreglaban mi regreso, salí hacia la pista de aterrizaje. Frente a los aviones, todavía en ese presente, soñé un viaje: un lugar con mar, con montaña, diferente; un nuevo hogar para las cenizas de Marcia. Un lugar para vivir, la posibilidad de aprovechar la tremenda ventaja de ser reemplazable. Como me había enseñado Sharon. Pareció que por fin mil novecientos noventa y nueve había cedido. Y después de siete años había decidido terminar.

Jesús Nieves Montero
Venezolano. Profesor de escritura creativa
Generador de contenidos medios tradicionales y nuevos medios
twitter: @elproximojuego

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