por Alejo Urdaneta
1
Cuando en la esquina de la casa esperaba el bus que lo llevaba al colegio de religiosos, veía pasar el tren por la calle de La Línea. Era el primer lucimiento de la mañana y se preparaba Abelardo para salir. Despertaba con el aroma de las arepas que hacía la vieja criada, con el tabaco en la boca y curtida de arrugas, mientras él se vestía para ir a su colegio. Todo estaba calmado y una tenue bruma bajaba desde el Monte Ávila, guardián de la ciudad, con los siete colores del arcoíris, albergue de los pájaros que venían con la madrugada.
El instituto debía parecerse a la propia casa. Como si fuesen palabras pronunciadas por el abuelo, se cumplió el veredicto. La casa se prolongaría en las aulas para que Abelardo aprendiese a bien vivir. Amplias salas cargadas de recogimiento, ventisca en el patio como advertencia por las malas acciones, capilla exornada de incienso para mantener vivo el culto del misterio, continencia de la voz y el gesto en busca de fortaleza. Todo se repetía en el colegio elegido. Ya el director había augurado una regia educación: “Vaya tranquilo, que su nieto estará aquí como en su propia casa”. Y nada hizo Hilda, porque no quisiera o porque lo encontrara inútil, para que su hijo no fuese al instituto. Bastaba leer los catálogos de conducta, los programas religiosos, para percatarse de que aquí fortalecería su hijo la rígida voluntad en los mismos cánones que había recibido del abuelo Ezequiel.
Pronto descubrió el padre Rodríguez la especial disposición del niño para aprender los principios de la escuela y aplicar a su vida el sentido de trascendencia. Se dio cuenta de que con Abelardo estaba ante un ánima de arcilla moldeable y fue atrayéndolo a conversaciones cargadas de misticismo y sazonadas con una sutil sencillez. Abelardo parecía bien dispuesto a recibir las enseñanzas pero se inclinaba a una extraña apatía que desconcertaba al preceptor. Algunas palabras se perdían en el vacío: Abelardo se ausentaba para pensar en otras cosas, o su voz se hacía inaudible al afirmar alguna intención del guía espiritual.
Ya en el tiempo de la adolescencia, se repetían día a día las ceremonias religiosas y metafísicas. Cada mañana escuchaba las imprecaciones a Satanás y las oraciones que le devolverían la gloria arrebatada por el pecado. Era la voz del abuelo Ezequiel resonando en las columnas del colegio. El reposo de la tarde modelaría aún más la voluntad del joven. Pero Abelardo parecía escapar hacia regiones donde quedara al abrigo de la tempestad que sobre su frágil espíritu arrojaba el hábito iniciado por el abuelo.
¿Espíritu frágil? La duda del padre Rodríguez se hacía más profunda cuando invitaba a Abelardo a hablarle de temas tan difíciles como la Encarnación del Verbo o la Trinidad. De aquí surgía en él una nueva inquietud, una destinación al pensamiento filosófico. Y fueron por entonces sus lecturas de Parménides: “Fuerza más bien al pensamiento a que por tal camino no investigue; ni te fuerce a seguirlo la costumbre tantas veces intentada. Discierne, al contrario, con inteligencia la argucia que propongo, múltiplemente discutible”.
Era la época en que la ciudad se iba preparando para los cambios que harían de ella una metrópoli. La niñez gozaba aún de la rutina que guarda de sorpresas, nada que trastornase el curso de los días. El vendedor de helados venía cada tarde con su carrito sonando música de marimba, cambiaba el cielo con el paso de los meses: azul en enero, sepia desde marzo hasta el gris contemplativo de las lluvias de junio. Y en la casa el orden, el silencio de los viejos salones con el mobiliario austero y los cuadros de viejos señeros que el niño veía con indiferencia, de tanto verlos. La familia no era extensa y el abuelo Ezequiel era el pater familias que dirigía con rigor las costumbres de la casa, en compañía de la hija, Hilda. Ya había muerto la abuela Julia y también Adalberto, esposo de Hilda y padre de Abelardo. La presencia femenina ejercía por delegación el poder hegemónico del abuelo Ezequiel, y la madre compartía la vigilancia y el afecto hacia el niño.
Era la ciudad tranquila de templado clima, con casas de techos de tejas, como la de la familia, situada en la callecita sombreada donde de vez en cuando se veían algunos caballos y ya se multiplicaban los coches de motor. En mayo cantaban las chicharras y florecían los árboles de bucare y Araguaney.
2
Hoy es otra cosa, Abelardo, el mundo ha cambiado como lo hacen las calles y las plazas, como también son otros los hombres y las esperanzas que desde aquí vemos. Mira aquella muchacha que va por la otra acera, sus zapatos de alto tacón y pequeña falda, su rostro coloreado que mira de frente en gesto retador. Casi has olvidado las lecciones que recibíamos en el Colegio con el Padre Rodríguez, y del abuelo Ezequiel te queda la veneración, y también el recuerdo de tu madre que hasta la vejez te dio todo lo que tienes. Pero algo guardas silenciosamente. Todos tenemos secretos, y el tuyo está en aprensiones que van de la mano con el valor y la entrega de ti mismo que nos enseñaron a fuerza de sermones y castigos. Recuerda cómo nos preparaban al examen de conciencia e iban dejando rastros de culpa en cada acción nuestra, para que luego tuviésemos templanza y recato.
Sí; muy pronto fuiste abandonando los dogmas. No olvido aquella vez que nos descubriste a todos que no eras el mismo Abelardo pupilo del aprendizaje escolar. Y lo comprobaste no sólo con teorías agnósticas y desplantes verbales. Hacías el juego del enfrentamiento hacia lo que antes fue el sentido humano o social para ti, proclamaste independencia y fuiste penetrando en el albur de la juventud primera con otra libertad.
3
Trabajaba como asistente en el departamento jurídico de una compañía de seguros y tenía dieciocho años. Cursaba el primer año de la carrera de leyes y contrastaba el ambiente universitario con el que había vivido en casa de mis padres y en el colegio. La Universidad me abría mundos nuevos después de tanto tiempo riguroso. Sonaba un nuevo madrigal brillante, de rojo y negro, en aquella isla de musgo. Porque todo era verdor y una arquitectura moderna de piedra y metal. Henry Moore, Calder, Vasarely, Leger y los artistas venezolanos del momento, en sus jardines, anfiteatros y corredores, enclavada en el centro vital de la ciudad: Un remanso en la turbulencia de la calle que nos brindaba serena curiosidad por la sabiduría y nos despertaba a las artes y al pensamiento libre, en aulas abiertas a la luz con pupitres enfilados hacia la cátedra. Y en mayo, amarillo en guirnaldas de un largo tiempo plañidero de cigarras, oloroso a libros viejos de viejo Derecho Romano y pergaminos de Immanuel Kant manchados por la arboleda que nos llamaba desde los ventanales.
Y todavía era una ciudad amable. Caminábamos desde la Universidad hasta nuestros lugares de trabajo y soñábamos con las novias que nos esperaban hasta el otro día. Fiestas, navidades en familia, un espacio distinto del que podemos narrar sin prejuicio. La ciudad era apacible pero se iba cargando de otras fuerzas: inmigración indiscriminada, polución, riqueza petrolera sin control, hipocresía en gobernantes y áulicos.
Pero tú has tenido la valentía de decirme de tus aventuras escondidas, tus encuentros en los lugares prohibidos por el buen burgués. Aquel bar inmenso cerca del mar al que ibas con amigos. Encontrabas en el oscuro recinto las mujeres que sin recato abolían tus temores. Con alguna de aquellas tuviste la amistad de la conversación; y entonces escuchaste la historia de la mujer que ha sido abandonada, y como eras joven sentías piedad por ella y creías comprenderla. Otro visitante escuchará en el mismo lugar la misma historia, repetida infinitamente en el eco monótono del tiempo.
FINAL
¿Qué me dices? ¿Es así de grave la situación? Te lo pregunto con alarma porque las noticias que nos llegan de tu país por internet son, por el contrario, buenas. No puedo creer ahora en otro mundo distinto en la ciudad que te entusiasmó de ímpetus creadores, ahora descompuesto y contaminado por el dinero y la política; que la pobreza moral se haya extendido hasta en los que tienen una vida acomodada, aun sin excesos… Todos los que antes vivían en paz, con el trabajo como modo de sustento han sido desplazados. ¿Es cierto? Tus cartas me preocupan pues no imagino la ciudad que me recibió con afecto como me la pintas. Gente que sólo aspira a enriquecerse con el alto ingreso petrolero; otros que han escalado desde la más humilde condición hacia puestos de gobierno. La dignidad del homo sapiens es la realización de la sabiduría, la búsqueda del conocimiento desinteresado, la creación de belleza. Ganar dinero e inundar nuestras vidas de unos bienes materiales cada vez más trivializados es una pasión profundamente vulgar, que nos deja vacíos. Sería bueno restaurar ciertos ideales de ocio, de privacidad, de individualismo anárquico. Hoy todos van detrás de la riqueza, menos los que nunca tuvieron antes y tampoco ahora tienen nada: son más pobres aún porque han enajenado su natural humano y gritan cuando se les ordena, y mendigan lo que los demás les han escatimado: alimento, educación. ¡Ah, la riqueza que no se trabaja!
Debo despedirme, Abelardo. Cuán lejos están de ti las ideas que discutías en la facultad de Derecho. El nominalismo frente al realismo, la pureza del intelecto creador. Hace ya tiempo que el espíritu de las ideas y la sensibilidad ha dado lugar al movimiento irracional de la necesidad más inmediata. Por eso te dejo ahora, para que te recojas en el silencio y puedas contemplar con serenidad tu vida de hoy, en la ciudad enloquecida por el nuevo siglo y el milenio amenazador.
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