El peligro de no saber leer la historia





por Germán Carrera Damas

Leer Historia no sólo es un ejercicio provechoso para quienes lo practican; es también recomendable para quienes no lo hacen. Abundan las recomendaciones a favor de uno y otro caso. No sé si son comparablemente abundantes en sentido adverso, a uno o a ambos casos. Pero leer la historia no es una operación del conocimiento que deje de generar riesgos, e incluso de sembrar acechanzas, todos nada desdeñables. Por esto último no ha faltado algún espíritu, entre travieso y malévolo, que aconseje ignorar la Historia, se la haya leído o no, porque dicen que puede indigestar el entendimiento, y hasta ofuscar espíritus débiles o desprevenidos.
Entre los riesgos y acechanzas quizás sean los más temibles los que se agazapan tras el precepto- conseja de que la Historia es maestra de la vida. Y quizás esto se deba a que quienes solicitan las enseñanzas de tal maestra ponen sus expectativas más en lo que deben o desean hacer, que en lo que deberían y quizás podrían evitar. Pero hay otros riesgos, entre los cuales ocupan lugar destacado el paralelismo y el continuismo. Crudamente dicho, el primero se manifiesta como un acceso inflacionario de la autoestima, es decir de la más peligrosa demostración del erróneo conocimiento de sí mismo. Pero, lo que es peor, el continuismo puede manifestarse como la delirante pretensión de proseguir, adelantar y hasta perfeccionar la obra del personaje considerado ejemplar. ¡Si sabremos de esto último los venezolanos, hartos como estamos de los remedos de Simón Bolívar!
Pero todo lo dicho no compensa el riesgo-acechanza mayor; tanto por su condición de ser éste un híbrido de males de suyo temibles, como por su radical efecto deletéreo. Consiste en no dedicársele un poco de reflexión a una característica de la Historia de la que he venido tratando en mis textos más recientes, y esto último ha sido así porque esa caracterización ha resultado de la circunstancia que he expresado, con sospechosa modestia, como “estoy comenzando a comprender la Historia”. He sostenido que la razón de la Historia no siempre es la razón de la Razón, y que la razón de la Razón está más cerca que la razón de la Historia del poco democrático sentido común, cuya conducta tramposa suele asomar cuando se le saca de su ámbito natural y se le compromete a revelar el sentido y alcance de la Historia.
La razón de la Historia rechaza toda suerte de violencia ejercida con el propósito de forzarla a tomar caminos, no importa hacia donde se pretenda que conduzcan. Si se trata sólo de inducirla a ese efecto, puede ser displicentemente tolerante, para consuelo de los oradores de circunstancia que tienen la fortuna de desplegar su destreza en este momento histórico en que estamos reunidos. Pero esa misma historia es implacable al hacer llover su furia sobre quienes, ensoberbecidos, desatienden su dictado; y nada le importa que lo hagan por ignorancia, imprudencia o mero desatino. Cualquiera de estas últimas circunstancias será siempre agravante, nunca atenuante, de la falta cometida. Por eso es recomendable LEER la historia, es decir hacerlo con apego y respeto de su razón; no incurriendo en el delito de lesa Historia que consiste en pretender someterla al imperio del acomodaticio sentido común.
Es cierto que las raíces del sentido común no son superficiales; como tampoco lo son las de la Historia. Pero no parece que sea descabellado pensar que las raíces del sentido común con más sensibles a lo personal inmediato que las de la Historia. Ésta se ocupa de esclarecer tal diferencia, comenzando por inducirnos a comprender que nada conduce más a la obnubilación del seso que el empacho de Poder.
Soberanamente benévola, la Historia brinda el elixir preventivo: “Puede afirmarse que la incapacidad para advertir las primeras señales de peligro y conjurar la crisis liquidadora del sistema político que presiden por parte de quienes han ejercido un largo mandato, radica fundamentalmente en la falta de perspectiva histórica [¿de razón histórica?], antes que en la carencia de valor o audacia para afrontar las dificultades. Creadores y usufructuarios del régimen que se ha estabilizado, no advierten como a lo largo del tiempo aparecen y van creciendo y fortaleciéndose nuevas fuerzas sociales y económicas que piden sitio de participación en el ejercicio del poder”… (Ramón J. Velásquez, “Proyección histórica de la obra d Rómulo Betancourt”. Betancourt en la historia de Venezuela del Siglo XX. Caracas, Ediciones Centauro, 1980, p. 42.)

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