Con las manos vacías.Lengua, poesía y tradución






Renato Sandoval Bacigalupo

Así como, según Octavio Paz, aprender a hablar es aprender a traducir, de igual modo traducir es leer o, en todo caso, es la mejor manera de hacerlo. El traductor es el lector ideal que recorre de ida y vuelta el camino, no pocas veces esforzado, que en un primer momento hizo el autor. De alguna manera, es un doble autor o el doble del autor o, por lo menos, alguien que ha vivido el doble de quien lo impulsó a salir a tal camino.
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La única traducción fiel es la reescritura de una obra en su idioma original. Todo lo demás es literatura.
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La afirmación anterior es una falacia: si ni siquiera el texto es igual a sí mismo con cada lectura que se hace de él, ¿cómo entonces confiar en él, en su aparente identidad y permanencia? En realidad, todo en él es autosuficiencia, vana soberbia, suprema hipocresía.
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Sin traducción todo sería soledad, locura, áspero silencio.
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Para mis amigos poetas, todo; para mis enemigos, la traducción.
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Si, como Saramago dice, los escritores hacen la literatura nacional y los traductores la literatura universal, entonces, ¿quién hace la literatura “a secas”?
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“Es imposible traducir la poesía”, refunfuñaba Voltaire- “¿Acaso se puede traducir la música?”, retrucaba él mismo, triunfante. En ese mismo sentido, ¿tampoco se podría traducir la danza, el cine, la escultura o al propio Voltaire?
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Traducir es tratar de transportar palabras, ideas, imágenes de una orilla a la otra; en el camino, como granos de arena que se deslizan entre los dedos, se llega con las manos vacías a la otra ribera. He ahí la más perfecta traducción.
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Lo mejor que le puede pasar a un poeta es lograr que lo traduzcan al mayor número de lenguas posibles. Así llegaría a decir mucho mejor y de manera más interesante lo que en su propia lengua solo es alarde, presunción, majadería o puro galimatías.
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El mejor poeta suele ser aquel que, amorosa o tramposamente, retraduce a los clásicos antiguos o contemporáneos a su propia lengua. Una vez más la variación infinita de unas cuantas metáforas.
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Me ufano de haber leído (para ser sincero, no en el original) a Pound, Eliot, Rimbaud, Rilke y de haber aprendido de ellos; sin embargo, no me percato de que en realidad (des)aprendí a hacerlo gracias a Munárriz, Silva-Santisteban, Sologuren y Sandoval.
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La lengua perfecta: ucronía y utopía de una frustrada realidad.
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Si no fueran por las miles de lenguas que aún perviven, mi gato ya no sería cat, chat, Katze, kat, kattdjur, cica, kissa, misi, phisi; a lo mejor tampoco sería gato.
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Pero si a mi gato lo llamara cat, chat, Katze, kat, kattdjur, cica, kissa, misi, phisi, ¿yo me reconocería a mí mismo como man, homme, Mann, mand, gåbb, ferfi, mies, runa, chacha? ¿O él a mí?
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Cada traducción es un paso más hacia el abismo que existe entre los hombres. En el fondo, si lo hay, de dicho abismo reposa la lengua aún sin nombre.
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Cada mañana me digo en una lengua lo contrario de lo que me digo por la tarde en otra. Por la noche, el sueño es solo angustia, pues sé que al día siguiente me espera la negación de lo dicho el día anterior. Solo entonces una plegaria innominada parece brotar de mis labios.
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Como un niño en una feria, feliz y excitado subo y bajo sin cesar del vertiginoso carrusel de las lenguas. Al final, salgo de ellas mareado, empachado, con arcadas, decidido a volver a casa para meterme enseguida a la cama y quedarme dormido mamando la leche materna.
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La traducción es un acto de fe, aunque básicamente es una herejía, un sacrilegio, una profanación. Solo por ella conoceremos el infierno que arde en el alma de los otros.
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El original que produce la traducción es tan intrincado e inestable como lo que se pretenderá acarrear a otra lengua. El texto precisa emigrar de sí mismo para desanudarse y tratar de permanecer. En su fuga de sí misma está su sueño de salvación.
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Traducir: cruzar una y otra vez la frontera como buen contrabandista de significados, hasta que llega la crítica o el silencio, esa policía de manos sucias que nos acogota y tuerce el cuello con toda la arbitrariedad o la indiferencia del caso.                          
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La riqueza de una lengua está en función de su contacto con las demás, que a veces la complementan por no decir que se le oponen. La traducción es el armisticio de una batalla incruenta donde sin embargo hay más muertos que heridos.
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Garotinha, ¡cómo que no hay traducción exacta para saudade! ¿Y ahora qué me hago para hablarte de este abismo que me atraviesa sin anestesia?
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Si yo tengo nostalgia de ti y tú saudade de mí, ¿será más bien que mutuamente no nos hacemos igual falta y que todo lo nuestro es una burda patraña?
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Por lo mismo, no hay verdadero amor entre dos personas que tienen lenguas maternas diferentes. Desde el inicio de la relación se instala la ilusión o la mentira del “enriquecedor” encuentro entre dos mundos, que de común solo tienen la imposibilidad de amar a alguien del propio mundo con el que potencialmente habría grandes posibilidades de llegarse a entender y, quizás también, amar.
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Solo que lo contrario tampoco ocurre, lo que quiere decir que a lo mejor el problema no está en la diversidad de códigos lingüísticos sino en la infinita miseria o en el desamparo de los corazones, por decir lo menos.
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Hoy, con toda la buena voluntad del mundo, traduje y retraduje un texto clásico que hablaba de la trascendencia del ser humano y sobre el cual se han escrito bibliotecas enteras. Haciendo un esfuerzo, acaso indebido, de síntesis, el texto original de unas mil palabras terminó, en mi traducción, siendo de apenas un par. ¿Error mío, error del autor, o más bien error de la humanidad y de su “creador”?
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El bueno de Walter Benjamin decía que la traducción sirve para poner de relieve la íntima relación que guardan dos idiomas entre sí. No sé si creerle: yo tengo varios dentro de mí y lo único que me producen son dudas, conflictos, desvelos y una indeclinable y esquizofrénica melancolía.
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El original es un fetiche, la traducción, una bajeza propia de salvajes. Los civilizados tienen originales, los salvajes, traducciones.
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Si se concede, no obstante, que todo mensaje entendido es traducción, entonces mientras más entendamos, más cavernícolas seremos o, lo que es lo mismo, a mayor incompresión, más civilización.
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Mi perro Nicolás me mira, ¿angustiadamente?, cuando le hablo. Creo percatarme de ello y entonces yo me angustio: no sé si está así porque no me entiende en lo absoluto o porque sé que nadie como Nicolás sabe de mi fragilidad, cobardía y completa dependencia de él.
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Una traducción aceptable, aunque con limitaciones, comunica aceptablemente; una mala traducción comunica demasiado. En su total explicitud está su yerro y su fracaso.
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De lo anterior y bien visto, una buena traducción tendría que ser mejor (sic) o más rica o matizada que el original: ¿no es lógico pensar que si la cuerda de una lengua X vibra como debe ser, la de una cuerda adicional Y vibraría doblemente?
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Siempre se ha dicho que la traducción indirecta de una lengua empobrece o falsea el original. En realidad, no se aprecia el que a este se le dé más matices y variaciones, aunque no siempre se sea fiel a la consigna de partida. Si, por ejemplo, se tradujera sucesivamente un mito cosmogónico de Bután a través de cien lenguas, lo que al final sucedería es que, cartesianamente, todo sería claro y distinto para todos, al tiempo que la sabiduría y la paz reinaría en nosotros.
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El traductor tiene una misión imposible: entender como nadie el texto de partida, a fin de que todos y cada uno de los demás que lo lean en su versión lo entiendan “cabal y originalmente”, de una manera que ni el autor ni el traductor lo habrían nunca sospechado.
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En la mejor traducción cualquier palabra es un mero accidente y, por lo tanto, del todo prescindible o reemplazable.
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Al principio se hizo el Verbo, y el Verbo fue Traducción.
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Si, como dice Paz, las naciones son prisioneras de las lenguas que hablan, ¿de qué prisión hablamos cuando hablamos en otras lenguas?
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Poco más de cinco mil lenguas quedan en el mundo. ¿Por qué tantas o tan pocas si no queda nada o más bien mucho por decir?
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Se piensa que la traducción suprime la diferencias entre una lengua y otra. En realidad las hace aún más diferentes entre sí, pues lo que se ha dicho en una, se ha dicho también en otra, la cual se reafirma a sí misma por justamente eso.
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Todos los textos son originales porque cada traducción que de ellos se haga es la misma, de igual modo que cada texto es traducción de sí mismo y, por lo tanto, una mera autocopia.
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La traducción: narcisismo del texto.
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Nace un texto: nostalgia de su repetición.
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No hay textos de partida ni textos de llegada; lo que hay son textos, textos, más textos, nada.
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Medianoche; debo dormir. Nicolás en su cama y yo en la mía. Todo otro amor es solo ausencia, cansancio, carestía. ¡Dime algo, Nicolás, por tu alma y por la mía!
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Hoy, pero también ayer y anteayer pedí perdón en todas las lenguas que supuestamente sé. Todo es inútil. No hay palabras que reparen lo dañado. Y, sin embargo, ahí sigue la cretina esperanza.
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¿Cuánto de mí es porque yo lo digo o deja de ser porque no lo digo o porque simplemente callo?
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Rimas y ritmos nocturnos: Roe su hueso Nicolás, roo mi alma en la noche; todos en paz.
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Retomando, por ejemplo, la saudade, no me deja de sorprender que al parecer yo sufra simultáneamente de nostalgia, Sehnsucht, nostalgie, hemlängtan, haikeus, honvágy y miles de sentimientos parecidos. Y eso que yo tan solo echaba de menos a mi perro.
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En Internet y en varios diccionarios quechua-español busco una traducción tentativa para esa condenada “nostalgia”. Ni por asomo aparece una. En consecuencia, todo parece indicar que ni el Inca Garcilaso ni Arguedas extrañaron verdaderamente su terruño. Y a mí que ellos dos me habían convencido de todo lo contrario.
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Dime cualquier cosa, te la diré mejor, te la diré peor, te diré lo contrario, te diré otra cosa, no te diré nada.
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Llamo a Nicolás, viene; lo llamo y viene; lo llamo para que venga. Frases en yuxtaposición, parataxis e hipotaxis, respectivamente, según los gramáticos. Nunca pensé que podría ser capaz de realizar construcciones lingüísticas de nombres tan exquisitos. Yo solo quería acariciar a mi perro, que ahora viene a mí moviendo la cola.
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Dicen que las lenguas sin tradición escrita encontraron la justificación de la escritura en el prestigio del texto extranjero. En esta noche sin calma, ¿cómo justificar mi yo, que no se enuncia, ni se dice, ni mucho menos se escribe en ninguna lengua?
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Nada mejor para probar las bondades de una lengua que llevarla a una situación límite: preguntarle cuál es el opuesto de tres o para qué decir algo si ya no estás tú?
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¿Cuál sería la traducción exacta -bueno, si se quiere, aproximada- de silencio?
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Hoy he dicho sí, pero también no. ¿Por qué siento que es lo mismo?
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Hoy, también hoy, te he amado como nunca y como a nadie. ¿Pero a quién se lo dije?
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Es cierto que el que escribe un poema sabe empezarlo si bien ignora cómo acabará. El que lo traduce, por su parte, sabe cómo comienza y termina, pero no tiene la menor idea de cómo hará para llegar desde el principio hasta el final.
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¿Por qué las verdades son siempre tan fáciles de enunciar, pero imposibles de probar? ¿Acaso porque se solazan en sí mismas y, aprovechándose de nuestra torpe inocencia, se rehúsan a aceptar su propia inviabilidad?
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Una noche más después de muchas otras. ¿Y si ahora por fin surgiera esa palabra que por fin lo transformaría todo, haciendo del horror ventura, y de la pena olvido? Solo por esperar esa palabra aceptaré esta noche.
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Las mañanas discurren claras y ligeras como cuando en la infancia me decía que todo era posible. Pero cuando el sol se pone y pende en la noche la horca de la luna, el vino se enturbia en mi garganta y mi sangre dobla una y otra vez el réquiem de una nueva mañana prometida.
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Cientos de miles, acaso millones de palabras con sus infinitas variantes en las cinco mil lenguas que aún existen en el mundo, y ni una sola, en verdad ni una sola, dice mi nombre ni el tuyo.
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Odio la verdad que supuestamente albergan las frases sabias y célebres; sobre todo porque para que terminen de ser para mí ciertas y útiles tendré que morir una y otra vez hasta que, de tanto dolor, no me dé cuenta de su intensa y exasperante fragancia.
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Hoy Nicolás no ha encontrado el hueso que anoche había enterrado al lado del naranjo. Con enorme alegría acepta el nuevo hueso que saco de la gaveta, pero enseguida duda, se dirige al jardín, lo entierra junto al naranjo y enseguida una profunda melancolía lo invade. Lo mismo he hecho yo tantas veces con mis aficiones más queridas. ¿Será por eso que Nicolás ahora me mira cuando le rehúyo la mirada?
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Hoy es hoy otra vez y las palabras se suceden a velocidad vertiginosa en mi mente. Estoy vivo, exclamo, luego de haber superado la inconciencia de la noche, de la cual no tengo ningún recuerdo. Con las horas, no obstante, la sucesión de tantas palabras es solo asfixiante tumulto, angustia y desconcierto, por lo que no veo cuándo se acabe el día para sumergirme, una vez más, en el amnios del sueño y en la penumbra más pueril y más arcana.
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Hace dos décadas que, para bien o para mal, me dedico a la enseñanza, y cómo me cuesta hasta ahora escuchar que me digan “maestro” (o “profe”) y referirme a ellos como “mis” alumnos. Si soy maestro, solo lo soy en ignorancia y en extravío; si son mis alumnos, solo lo son por orfandad, por ignorancia o, simplemente, por inexplicable e ingenua fe.

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