JUAN MARSÉ Y EL “SIGLO DE HOJALATA” DE LA NOVELA ESPAÑOLA




Por Pablo Paniagua Justificar a ambos lados

Si entre los siglos XVI y XVII hubo un Siglo de Oro de las letras españolas, el siglo XX, sin lugar a dudas, fue el Siglo de Hojalata, por lo menos, en lo que respecta a la novela. Benito Pérez Galdós es el gran novelista que enlaza los siglos XIX y XX, desarrollando una prosa de estilo realista que está inscrita dentro de las corrientes literarias de su tiempo. Lo que viene después, ya es harina del mismo costal pero con la fecha de caducidad vencida y, por tanto, de rancia calidad. Es la Generación del 98 la que inicia el siglo XX, con novelistas como Miguel de Unamuno, Pío Baroja, Vicente Blasco Ibáñez, Azorín y Ramón María del Valle Inclán, que son, con algunas variantes, continuadores de la tendencia realista, siendo Valle Inclán el mejor y, a la vez, el más alejado de ella. De Unamuno se dice que es un pensador contradictorio y un pésimo novelista, y sólo hay que leer alguna de sus “nivolas”, como por ejemplo “Niebla”, para darse cuenta de ello, de su superficialidad y deficiente forma estilística. De Baroja ya se reía el mismo Jorge Luis Borges cuando comenzaban a leer “El árbol de la ciencia” y decía que su primer capítulo “era notablemente insulso y pobre”, y refiriéndose a dicha novela agregaba: “Quién sabe contra cuántos libros está escrito. Para admirarlo hay que pensar, quizá, en Ricardo León, quizá en los imitadores de Cervantes.” Y es que hasta los novelistas mediocres, como Pío Baroja, en la historia de la literatura española los quieren engrandecer porque no hay gran cosa donde elegir. Lo que viene después de la Generación del 98 es todavía peor: más continuadores de un realismo incapaz de superar a Galdós.

Mientras que en otros países se asumen las influencias rupturistas de la modernidad y postmodernidad, en España no pasa nada, se continúa escribiendo la misma novela una y otra vez. La literatura alemana (y aquí me refiero al idioma) sigue con la tradición de la gran novela contemporánea iniciada por Robert Walser, Franz Kafka, Hermann Hesse, Robert Musil y Thomas Mann (y comparen a estos autores con los novelistas de la Generación del 98). En Francia aparece, por ejemplo, el Surrealismo, la Nouveau Roman, la Novela Existencialista y los experimentos del Oulipo. En los Estados Unidos de Norteamérica, Henry Miller es el antecedente de la Generación Beat que luego dará paso al Realismo Sucio. También, a ambos lados del Atlántico, proliferan otros géneros o subgéneros como la Novela Policíaca y la Ciencia Ficción. En España, mientras tanto, los novelistas siguen anclados en el siglo XIX; las excepciones son pocas y el panorama literario es un paisaje yermo con algún que otro arbolito distante. Sólo hay que observar el primer párrafo cacofónico con el que inicia la novela “Los santos inocentes”, de Miguel Delibes, para darnos cuenta de la dimensión del problema y de la ínfima calidad formal de las propuestas, pues más parece, dicho párrafo, una fabada rebosante de habas. Y claro que hay algunos autores experimentales, como por ejemplo Juan Goytisolo, y asimismo excelentes puristas del idioma como Rafael Sánchez Ferlosio y Juan García Hortelano (mis respetos), y luego, pasado el tiempo, también se escribieron otros tipos de subgéneros, pero siempre llegando tarde y sin proponer nada nuevo, cuando, en definitiva, la generalidad es lo que cuenta. Menos mal que al socorro de este Siglo de Hojalata llegó la “fantasía hispanoamericana” (a pesar de que “Alfanhuí”, sin influencia en los novelistas españoles, es anterior a “Pedro Páramo”), para mostrar algo distinto y traer aires nuevos a una narrativa imposibilitada de librarse de la sombra galdosiana.

Ahora, por si no fuera suficiente, en el año 2009 entregan el Premio Cervantes a Juan Marsé, un claro ejemplo y continuador del realismo narrativo, que declara al recibir dicho galardón:
“…el realismo, además de una sensata manera de ver las cosas, es una corriente literaria muy nuestra, y que aún goza de un sólido prestigio, pese a los embates de la caprichosa modistería… No me considero un intelectual, solamente un narrador. Los planteamientos peliagudos, la teoría asomando su hocico impertinente en medio de la fabulación, el relato mirándose el ombligo, la llamada metaliteratura, en fin, son vías abiertas a un tipo de especulación que me deja frío y me inhibe; bastante trabajo me da mantener en pie a los personajes, hacerlos creíbles, cercanos y veraces. Con respecto al trabajo mantengo algunos principios, pocos, que bien podrían resumirse en dos: procura tener una buena historia que contar, y procura contarla bien, es decir, esmerándote en el lenguaje…”
No sé a qué se referirá con eso de “esmerarse en el lenguaje”, cuando sus novelas están plagadas de adverbios terminados en “mente”. Sólo hay que echar un vistazo a “El embrujo de Shanghai” o a “Últimas tardes con Teresa” para constatar la existencia de este tipo de adverbios, de cinco o cuatro por página (o incluso más). Seguramente se presentó, este rey de los adverbios cacofónicos, a recoger el Premio Cervantes con un costal cargado de ellos, regalándolos como si fueran flores o tarjetas de visita, alguien que se lamenta de los embates de la modistería cuando no le alcanza la técnica nada más que para ser un simple costurero. Y luego se queja de “los planteamientos peliagudos”, como si negase toda la tradición de la novela contemporánea iniciada a principios del siglo XX, que rompió con el realismo y renovó el género novelístico con el monólogo interior, los juegos temporales, los puntos de vista múltiples y la mezcla de los géneros narrativos.

Con el reconocimiento cervantino a Juan Marsé, se está premiando una literatura obsoleta e incapaz de superarse a sí misma, se valida la cacofonía y se ignora el fracaso de ese Siglo de Hojalata que más parece el funeral de la novela española.

¡Pobre Cervantes, no paran de manchar tu nombre!

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