Poemas reunidos, de César Bisso




Poemas reunidos
César Bisso

Datos de autor

César Bisso (Coronda, Santa Fe, 1952) ha publicado los siguientes libros: Poemas del taller, La agonía del silencio, El límite de los días, El otro río, A pesar de nosotros, Contramuros, Isla adentro, De lluvias y regresos, Las trazas del agua (antología), Permanencia, Cabeza de Medusa, Coronda (antología) y Un niño en la orilla. Fue galardonado con los premios José Pedroni, José Cibils, Honorarte, Fundación Acero y Fundación Argentina para la Poesía, entre otras distinciones literarias. Es sociólogo y profesor de la Universidad Nacional de Buenos Aires.

Ha integrado diversas antologías nacionales e internacionales. Coordinó talleres de escritura del Rectorado de la Universidad Tecnológica Nacional. Colabora con notas de opinión y trabajos literarios en numerosas publicaciones del país y del exterior. Algunos de sus textos fueron traducidos al inglés, francés, portugués, italiano, alemán, turco, esloveno y rumano.  Fue co-organizador de Primer Festival Internacional de Poesía de Buenos Aires en 1999 e invitado a participar en diferentes ediciones en la Feria del Libro de Buenos Aires; en los festivales internacionales de poesía de Granada (Nicaragua), Lima (Perú), Rosario (Argentina); y encuentros culturales en La Habana (Cuba), Puerto Varas (Chile), Montevideo (Uruguay), Caracas (Venezuela), Paris (Francia), Bruselas (Bélgica) y Barcelona (España), entre otros.

           
Se vive una época en que todos contemplamos al mismo tiempo la misma imagen y obtenemos parecida información. Una de las posibilidades de escapar de esta tenebrosa red, se basa en la utopía de retornar al lenguaje de nuestros antepasados. A una cultura ligada a nuestros actos, creencias, hábitos, ritos y costumbres más arraigados. Frente a esa realidad, el poeta debe ayudar con su escritura a revivir la sensación primitiva de hacer llover -al decir de Paul Válery- y no dejarse domesticar al compás de una práctica convencional que sólo le posibilite ver la lluvia.

Frente a los mecanismos tecnológicos impuestos desde los poderes hegemónicos, nos vemos obligados a interrogarnos acerca de la manera en que podríamos recrear un nuevo cuerpo social. El eje central de esta tarea pasa indefectiblemente por el lenguaje de las palabras. Sólo a través de él tenemos la posibilidad de reconstruir esta realidad signada por la discontinuidad cultural y la fragmentación social. En suma, sólo la escritura tiene la capacidad o la eficacia simbólica de representar todos los valores y creencias que configuran nuestra vida cotidiana.
Es probable que el poeta lea un poema frente a un centenar de oyentes, pero jamás logrará que ese centenar de receptores escuchen el mismo poema. La poesía gobierna en la más pura de las anarquías.
El poeta mira al mundo desde el borde del poema mientras espera  una epifanía.


Contra viento y marea

I
La palabra desgarra,
grita, alumbra.

II
Desesperar. Seguir siendo.
Quebrarme. Mirar más allá,
a pesar de mí.

Para que pese menos
el silencio.

III
Tiembla el poema
ante quien lo desea.

Espejo abolido
la impaciencia del fuego.
Marejada y hambre
donde crepita el cuerpo
de la palabra.

IV

Perdida al fondo de una página,
no advierte que los párpados
se vuelven muros.
Y el poeta resplandece en el infierno.

La culpa

El poema es culpable porque vive al desamparo,
se acalambra de hambre, delira con el frío.

Es culpable porque nos quita el antifaz,
escupe las sábanas de los impostores,
orina sobre los oráculos.

Es culpable porque muda el rumbo de la noche,
se emborracha de miedo,
sustrae a la hiena la carroña de la boca,
conserva la última moneda,
anda desnudo por el inframundo.

Es culpable porque asesina un adjetivo
y reprende al verbo del delito.
Repara con su voz todo aquello que enmudece.

El poema es culpable porque no sabe ser inocente.

Otro camino

Lo que la poesía dice el poeta nunca lo sabrá.
Simulan ir por la misma senda. Pero no.
El poeta responde la pregunta de los otros.
La poesía habla para sí. Es su propio espejo.
El poeta celebra la vida cada mañana,
quiere sujetar el mundo con un puño.
La poesía va desnuda,
en ella el hoy es para siempre.
El poeta vislumbra el rumbo de la pasión,
la sangre derramada en cada batalla.
La poesía no lastima.
El poeta abre los ojos de la conciencia.
La poesía ve más allá. Gobierna la palabra.

Presagio del guerrero
Antes de la batalla, preso de somnolencia
te vuelves enemigo de ti mismo,       
susurras palabras imprecisas,
tiemblas con la fuerza de un tambor.

Has ingresado a la región del sueño
en busca de ese animal invisible
que nunca podrás vencer.

Entonces vuelves desnudo al poema,
quebrado por dentro, ya sin furor. 

Y buscas una palabra para el desencanto.    

Hechicería

Quien ingresa desnudo a la casa de Albina
seguramente retorna del infierno más bello
por la calle de la locura y los pies sangrados.

Ha deseado que se abra otra puerta
y un pandero de luz repique los oídos.
Intuye que un papel vuele de la hoguera
con palabras de la diosa
hasta que la mano estalle como un talismán
en medio de ángeles caídos.

Resiste hasta el último aliento,
clavado en las puntas de su propia cruz.
Ya prestó atención al susurro de las musas,
lavó su herida en una pócima de sal.

El misterio corre ciego tras el verbo.
La hechicería está a punto de revelarse.

El poema queda huérfano antes del amanecer.

La vuelta

Soy el país oscuro, remoto.
Estuve aferrado al silencio,
la vigilia tortuosa y plural.

Para ver, cerraba los ojos.

Lo relativo era minúsculo.
La certeza, trivial.
Lo cotidiano, un viaje infinito.

Cuando vi luz hallé tu nombre.

El profeta

Desde siempre recorre ciudades del mundo.
Observa distante cómo el reino humano
desvanece ante los torpes giros de justicia.

Sabe: nadie avala el derecho de los infelices.
Tampoco cree que la fuerza del Poder
restituya el instante de liberación
que la vida concede a quienes se inmolan
por una causa justa.

Medita sobre los actos innobles
que los hombres acumularon en todos
los territorios y los siglos.

¿Víctimas o verdugos? reflexiona.
¿La historia dice? ¿La memoria calla?
Sabe: la historia no dice, la memoria habla.

Todas las ciudades armonizan con la muerte.

Mi Otro
           
Nada concluye, menos la locura.
Guardas la lluvia en tus manos. Encadenado,
alzas el pan y lo trozas en partículas de odio.
Multiplicas la sinrazón, asumes la rutina del hospicio,
la prisión de quien no quiere oír,
mendigo del espanto, gota de niebla que cae
por peldaños de olvido. Así transcurre la vida.
Y detrás del muro, yo, anestesiado, ciego.
¿Puedes acaso regresar? ¿Puedo regresarte,
hacerte feliz, comprender tu deseo de amar,
explicar que alguna vez volverás a cruzar el muro
y nadar en el río de la sensatez?
No te das cuenta. Resulta imposible alcanzar la luz.
Me cuesta decir que lo bestial también gobierna.
Y que la libertad es solo un atributo de la muerte. 


Lunas

Jamás soñé una noche sin luna.
Bajo su luz todo es posible.
El amor tiene brillo de cuerpos desnudos.
Los pueblos encienden misterios insondables.
Las luciérnagas vuelan más alto.
Los ojos del niño titilan sin temor.
Una noche de plenilunio es puro regocijo.

Si no hubiera luna los pueblos se apagarían.
La mirada del niño sólo ofrecería miedo.
Las luciérnagas no dibujarían parábolas.
Enamorarse sería partir el pan de las bestias.

En mi país hubo noches sin luna.
El terror anidaba en las manos del niño.
Fue galope asesino en cada luciérnaga.
Aniquiló plazas y calles misteriosamente.
Derrotó los cuerpos que alumbraron el amor.

Esta noche mi hija pregunta por qué no hay luna.
Comienza a titilar el miedo.
Tanto desamparo derrumba el último caserío.
El viejo dolor vuelve a padecer aquella enfermedad.

Una luciérnaga atraviesa lo que resta de alma.

Durar

Tu deseo por vivir
tocó lo prohibido
con la punta de los dedos
y de pronto
una falange tras otra cayó
y gota a gota la sangre
y en cada desgarro la sangre
y entre huesitos rotos
la espesa y lenta sangre
ahogó noches y días.   

Nunca duró tanto la muerte.

Sobre la arena

Observo aquellas criaturas.
Saltan la espuma del mar,
ríen, juegan, resisten
por encima
de todos los pesares.

La tarde se pliega
entre nubes rosáceas
horizontalmente felina.

El artificio del lenguaje desoye la brisa.
Distrae.
La vida pierde elocuencia
más acá de los ojos.

Cierro el diario y regreso a la orilla.
No hay olas asesinas al acecho,
casas de fuego devoradas por la memoria,
ángeles y demonios
encerrados en jaulas de papel.

Ante mí, niños ataviados de sol
salto tras salto
ascienden al sueño que no acaba.

Una sombrilla hundida en el médano
sostiene la realidad a este lado del mundo.




Aquellas tardes

Aún endulzan aquellas tardes 
el grávido pan de la memoria.                                  

Aquella mansa tierra henchida.
Aquel zarpazo impuro del arado.
Aquella fragancia de la siembra.

El tajamar ardido de perdigones.
La voz del viento en las espigas.
El desvanecido árbol del sueño.                               

Oh, suave exhalación del alma
cuando te abrazabas al horizonte
bajo el abrigo diáfano de la lluvia.
                                  
Madre, ¿recuerdas lo que amaste?

Los girasoles

Con frecuencia los miraba atentamente.
Nada parecía tan estremecedor
que aquellas órbitas amarillas
extraviadas en los muros del crepúsculo.
Nada se parecía tanto a un sueño
cuando el majestuoso silencio del campo
sorprendió al niño desamparado.

Entonces tuve miedo
y corrí llorando a los brazos de mi madre.

Para no morir

Escribo con el agua
sobre la piedra violácea
del sueño.

El río se deja oír.

Otras voces muerden
la carne viva del ocaso.

Orilla de infierno.

Queda vacía la palabra
y fuga entre hojas
hacia la boca de la noche.

No saber

El río persigue lo que no fue dado.
¿Bastarían credo, diálogo, letanía,
ascender al espacio de inmortal verdor?
De haber diluvio, sacramento, caos
en el cielo y en la tierra ¿tendría
la eternidad rumbo de aguas estancadas?

Brotan incontables ojos en medio de la isla.
Alrededores de espuma. La serpiente ignora
y desliza fuego de cometa terrenal. El destino
no acaba en su veneno ni en mi resistencia.
Miro el río. Estremece no saber lo que da.   

Pescador del Carancho Triste

El pescador huele a silencio.
Al alba tiende las redes en el anchuroso cauce.
Mansamente rema hacia la otra orilla,
inclina el torso a un costado de la canoa
y recoge desde la hondura los frutos sagrados.
El filo del cuchillo apresura la muerte,   
dedos carcomidos hurgan entre anzuelos. 
Al mediodía, del aro de metal descuelga la carne
y una olla con grasa caliente la vuelve fritura.
La siesta traspasa la marisma y venera al sauce.
En el rancho el hombre friega la oscura corteza,
dispersa escamas por encima de su compañera.
Fornica como si alzara con regocijo un dorado.
Después regresa al oficio de tallar en el agua.
El pescador nada pide y poco tiene.
En la pobreza reside su donación a la vida.
Atizado por el vino, alardea con el nombre del paraje:
aquí la gente come hasta las tripas de lo ganado.

El carancho vigila, tristísimo, sobre la rama.

Garza mora

Serpentea el alba.
Con plumaje de luz
busca la fina porcelana
en el fondo de la laguna.

Abandona su vuelo
quien desde la orilla ignora
la armonía del cosmos fluvial
y comienza a desandar
el quebrantado rumbo del día.

Entre dos cielos,
la vida descansa en una sola pata.


Criaturas de la orilla

Quien se desliza por la orilla es el hombre, no el agua.
Ella está quieta, enlutada de invierno.
Abriga lívidas criaturas deseadas por el cazador.
El párpado no se cansa, intuye lo que vendrá.
Sombras montaraces ondulan el crepúsculo.
El disparo es silbo de viento perezoso.
Un ruido expira entre alas de siriríes que se alzan tras los juncos.
El paisaje transforma el gesto del hombre, no el canto enfurecido.
¿Adónde va la sangre, dónde cae el plumaje sin cuerpo?
El cazador alza la presa sobre el hombro y retorna a la guarida.
Los patos orbitan la orilla. La calma surca el barro.   
Sólo el silencio espera la muerte futura.
El agua es la última fortaleza.

Caballo de Vivoratá

Solo
en medio del pajonal
envuelto en bruma,
anclado como un álamo.

Solo
sin jinete en el lomo.
Ojos abiertos al horizonte,
centinelas de su propia sombra.

Solo
entre fango y vizcacheras, 
hunde sus patas en el bañado
a la espera de una lluvia lerda.

Solo
en medio de la soledad
apaga el sol con un relincho.

Y hace desaparecer la tarde.

Nada he perdido

La infancia bendice aquellos días
y vuelve a encender la mirada
del pasionario
en el mismo sitio donde amar
dolió por primera vez.

Por ella transito sin prisa
la mansa calle de arena
trasmudando
de norte a sur
olores de frutales,
música de almácigos
que levan ardientes 
al fondo del verano.

Entre el niño y el hombre
los retazos del corazón
se han vuelto añosos camalotes
y boyan
entre el agua y el silencio.

Nada he perdido.
Sigo aquí, pasajero indolente

que trasborda hacia la isla
y convierte en Caronte
la orilla del milagro.

Aún navego el río de la insensatez,
custodio el sábalo que pendula
cerca del barro, bajo cielo de agua.

Vuelvo a empuñar la voz de mi padre,
el aduanero,
que desgaja la casa de madera
férvida, inmóvil, en medio de la noche.

II

Lo que no pude ser también está aquí.

Más allá del sueño imperfecto
el horror de mis ojos tributa una patria.
Triste la amé sin conocerla,
sucumbí al perdón por no despertar.


Conservo el canto obstinado,
la duda, el miedo, la misericordia.




Nada he perdido.
La única derrota inmerecida es la del corazón.

III

El hombre perdura en la infancia.
Sus dones, ritos, plegarias.
El sacramento del pan,
el conjuro de las tumbas,
fantasmas adormilados,
camalotes plegados al devenir,
tacuaritas que no extraviaron el vuelo,
la calle, los olores, el patio infinito.
Y la mirada, que siempre regresa.

Todo está aquí.
En la embriaguez del dolor zozobra el olvido.

Quien deja este pueblo abandona el mundo.

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